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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
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MAGALLÁNICA, Revista de Historia Moderna: 10 / 19 (Instrumentos)

Julio - Diciembre de 2023, ISSN 2422-779X

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JÓVENES HEREDEROS: VIRTUDES, OBLIGACIONES, PRECEPTOS FAMILIARES Y CONFLICTOS A TRAVÉS DE LOS MAYORAZGOS CASTELLANOS (SS. XVI-XVIII)

 

 

 

Isabel Mª Melero Muñoz

Universidad de Sevilla / Sorbonne Université, España / Francia

 

 

 

 

Recibido:        07/02/2023 

Aceptado:       22/06/2023

 

 

 

 

Resumen

La transmisión de la herencia constituyó uno de los momentos más transcendentales en la vida de las familias. Las élites nobiliarias utilizaron la institución del mayorazgo como un medio eficaz e idóneo para conservar el patrimonio y perpetuar su memoria. En este sentido, la búsqueda de un sucesor ideal, que transmitiese el legado de generación en generación, fue objeto de las preocupaciones de los fundadores. Los jóvenes herederos, desde su nacimiento, debían cumplir los preceptos y virtudes recogidas en las escrituras de fundación del mayorazgo, además de las obligaciones sociofamiliares que conllevaba su posición. En este trabajo, se analizan las condiciones y requisitos que debían cumplir los herederos desde su nacimiento. Asimismo, se aborda la conflictividad que generó la obtención del mayorazgo, como también aquellos litigios que afectaron a la configuración y sustento de la familia.

 

Palabras clave: heredero; mayorazgo; familia; conflictividad; élites nobiliarias.

 

 

YOUNG HEIRS: VIRTUES, OBLIGATIONS, FAMILY PRECEPTS AND CONFLICTS THROUGH THE CASTILIAN ENTAILED ESTATE (16TH-18TH CENTURIES)

 

Abstract

 

The transmission of heritage constituted one of the most transcendental moments in the life of families. The nobiliary elites used the institution of the entailed estate as an effective and ideal means of preserving their patrimony and perpetuating their memory. In this way, the search for an ideal successor, who would pass on the legacy from generation to generation, was the object of the founders' concerns. The young successors, from birth, had to comply with the precepts and virtues set out in the deeds of foundation of the entailed estate, in addition to the social and familial obligations that their position required. This paper analyses the conditions and precepts that heirs had to fulfil from birth. It also deals with the conflicts that arose in obtaining the entailed estate, such as those disputes that affected the configuration and subsistence of the family.

 

Keywords: heir; entailed estate; family; conflict; nobility.

 

 

 

Isabel María Melero Muñoz. En 2021 obtuvo el doble título de Doctora en Historia Moderna por la Universidad de Sevilla y Sorbonne Université. Continuó sus investigaciones en estos centros gracias al contrato postdoctoral de Recualificación Universitaria Margarita Salas NextGenerationEU obtenido en 2022. En 2023 ha sido beneficiaria del contrato postdoctoral Juan de la Cierva-formación (JDC2022), del Plan Estatal de Investigación Científica, Técnica en el marco del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, de la Agencia Estatal de Investigación.  Sus investigaciones se han enfocado de manera central al estudio de la institución del mayorazgo y la conflictividad, así como sus implicaciones tanto a nivel nacional como internacional. Además, se ha especializado en temáticas de corte más social, acercándose a la Historia de las mujeres y los discursos de la conflictividad y sus esferas dentro de la institución del mayorazgo. Los resultados de su investigación se han desarrollado a través de la publicación de monografías, artículos en revistas científicas y capítulos de libro, además de la difusión a través de la participación en proyectos de investigación de I+D+i, congresos, seminarios y otras actividades científicas de carácter nacional e internacional.

Correo electrónico: imelero1@us.es

ID ORCID: 0000-0003-2679-8551

 

 

 

 

JÓVENES HEREDEROS: VIRTUDES, OBLIGACIONES, PRECEPTOS FAMILIARES Y CONFLICTOS A TRAVÉS DE LOS MAYORAZGOS CASTELLANOS (SS. XVI-XVIII)*

 

 

Introducción

 

“Considerando que todas las cosas animadas desean conserbar y perpetuar su ser, e porque a esto reputa la natura según su composizión que es de contrarios, permitió nuestro señor la generazión para que pues no se podía conserbar y perpetuar en su propio ser o yndibiduo a lo menos fuese perpetuado y conservado en su propia especie […]. Se perpetúan en su memoria así como por la generazión o de su semejante, se causa gran amor con lo engendrado y procurado de donde viene, que el amor paternal con sus hijos y deszendientes es maior que otro ninguno”.[1]

 

El Nuevo Tesoro Lexicográfico, en 1734, definía generación como “la producción de un viviente, de otro viviente, semejantes en la naturaleza, de materia supuesta a diferencia de la creación. Viene del latín Generatio, que significa esto mismo”. De igual modo, otras acepciones afirmaban que “se toma algunas veces por casta, género o especie”, o también “todo el linage de la persona”.[2] De tal modo, gracias a la institución del mayorazgo y a través de la descendencia, las familias encontraron un modo idóneo de perpetuarse y transmitir su legado.

En los siglos modernos, una de las grandes preocupaciones de las familias fue la transcendencia y la perpetuación socioeconómica. Chacón Jiménez lo definió como el paroxismo de la perpetuidad, pues en palabras del autor, para estas “el ideal de perpetuación estará presente en todo este recorrido social y, en ocasiones, se sitúa, como valor cultural por encima de la seguridad familiar(1995: 82). El ideal de perpetuación estuvo muy ligado a la constitución de los linajes, donde se guardaban los signos identitarios, pero que se transmitían a través de las familias (CHACÓN JIMÉNEZ, 1995: 81-88). En Castilla, donde el sistema de herencia era igualitario,[3] el mayorazgo se constituyó como una pieza clave para la perpetuación de las élites. Con la vinculación de bienes se consiguió la transferencia del patrimonio en un único heredero, favoreciendo la perpetuación de la familia y conservando los signos identitarios del linaje.

De tal modo, el patrimonio vinculado se transmitía ad infinitum a través del poseedor que ostentaba el poder y representaba a la familia y al linaje. No en vano, los sucesores, desde la más tierna edad, incluso antes de haber nacido, ya adquirían la obligación y responsabilidad de cumplir con los preceptos que de él se esperaban. La aspiración de ser un joven heredero idóneo fue fundamental para ostentar y transmitir el legado familiar de generación en generación.

 

La construcción sociosimbólica del heredero: virtudes, preceptos y obligaciones

 

El poseedor del mayorazgo de la familia era la pieza clave del engranaje sucesorio. Como heredero, se erigía como representante y estandarte de la familia y del propio linaje. No en vano, el sucesor del vínculo portaría las armas y apellidos de los fundadores, condición sine qua non para ser erigido como poseedor de hecho y de derecho del patrimonio vinculado. Como tal, debía estar dotado de las virtudes que su propia condición requería, para cumplir con las expectativas familiares y representarla con honor y prestigio. Por ello, los fundadores de mayorazgos estipulaban con minuciosidad las condiciones que debían cumplir los poseedores de los vínculos.

La búsqueda del sucesor ideal, por tanto, ya se reflejaba en las escrituras fundacionales, donde se iba configurando las cualidades y calidades requeridas en el futuro heredero. Aunque, antes de hacerlo, con frecuencia, se aludía al cariño y al amor paternofilial que habían empujado a instituir un mayorazgo.[4] La fundación de Pedro Sepúlveda y Teresa de Leiva, en 1586, por ejemplo, señalaba el “crecido amor” que los padres guardaban a su primogénito, razón por la que lo beneficiaban con la fundación:

 

“Y porque yo tengo crecido amor a Pedro de Sepúlveda y Leiva, mi hijo lexítimo y de la dicha Doña Theresa de Leiva, mi muger, y porque siempre me ha sido obediente e tiene mi nombre e mejor e mas amadamente conforme a la calidad de su persona e nobleza de su linaje se pueda sustentar e alimentar y por otras mui justas causas que a ello me mueben que porque así es mi deliberada voluntad por esta presente carta de mi testamento”.[5]

 

En cualquier caso, apareciesen o no estas motivaciones afectuosas en las escrituras fundacionales, los fundadores siempre buscaron el sucesor idóneo representado por la imagen modélica del varón primogénito. En los mayorazgos regulares (CLAVERO, 1989: 214-216), los más comunes y frecuentes, los beneficiarios se elegían siguiendo la preferencia de la línea primogénita, la mayor cercanía con los fundadores (el grado), la preferencia de los hombres frente a las mujeres y los herederos mayores en edad frente a los menores. De tal modo, primogenitura y varonía se erigieron como dos de los principales baluartes de los mayorazgos. De hecho, el jurista francés Tiraqueu, conocido en España como Tiraquelo, aludía a las virtudes que consignaba el varón primogénito:

 

“los mejores, los más hermosos y robustos (hijos) son los primogénitos; peores por más deteriorados los que nacen después. Cristo fue el hijo primogénito de Dios. Entre todas las gentes del universo […] la naturaleza nos enseña que los primogénitos son más honrados” (citado en CLAVERO, 1989: 142).

 

Así, la imagen modélica del sucesor, en primera instancia, la configuraba el varón primogénito. Aunque esto no quiere decir que el resto de los descendientes estuviesen excluidos de la sucesión del mayorazgo. El vástago primogénito tenía la preferencia frente al resto de la descendencia de los fundadores, pero ésta podría obtener el vínculo llegado el momento oportuno. Además, la primogenitura y la varonía no fueron las únicas virtudes requeridas para el sucesor ideal.

La legitimidad era también una cualidad requerida para el heredero. El beneficiario del mayorazgo debía haber sido concebido en legítimo matrimonio cristiano. De hecho, los fundadores excluían expresamente de los vínculos a aquellos descendientes ilegítimos, los hijos bastardos, adulterinos e incluso los naturales. Aunque, con estos últimos hubo excepciones. Los hijos naturales estuvieron a caballo entre la legitimidad y la ilegitimidad, puesto que habían sido concebidos sin impedimento canónico, éstos podían ser legitimados con posterioridad. Los naturales legitimados, por vía de casamiento o por reconocimiento paterno y regio, gozaron de una situación más ventajosa para la sucesión en los mayorazgos frente a los otros ilegítimos. Sin embargo, nunca gozaron del mismo estatus jurídico que aquellos nacidos dentro de la institución del matrimonio,[6] además las dudas sobre su bastardía sobrevolaron sobre ellos como una espada de Damocles.[7] Pese a esta salvedad, en líneas generales la descendencia ilegítima no podía suceder en el mayorazgo, pues se entendía que, si el heredero estaba “manchado” desde su nacimiento por su ilegitimidad, también ensuciaba la imagen del linaje al que representaba.

En un sentido similar, los sucesores del mayorazgo debían estar sanos de cuerpo y mente. Al reproducir el honor y estatus de la familia, y también dada la responsabilidad socioeconómica que adquirían, los fundadores excluían del vínculo a aquellos que tuviesen algún “defecto” físico o mental. Por tanto, en las escrituras se estipulaba que no pudiesen suceder en los vínculos los sordos, los mudos, los mentecatos u otros que tuviesen enfermedades de esta índole. El fundador Rodrigo Ortiz de Vadillo, dictaminó que no sucediesen en su mayorazgo “loco, ni mentecato, ni furioso, ni mudo y sordo juntamente, ni ermafrodita, ya sea los dichos defectos de su nacimiento o les hayan sobrevenido después”.[8] De un modo similar, Francisco Guerra de la Vega, en su fundación establecía que “en el caso de que alguno de los inmediatos herederos, por los incomprehensibles juicios de la divina providencia, hubiese nacido con el defecto de ser enteramente fatuo, o incapaz de discernimiento racional”, quedaban apartados “de la herencia y posesión de este Mayorazgo”.[9]

De tal modo, si el vástago nacía con algún defecto o enfermedad, de manera general, eran excluidos de la sucesión del mayorazgo. En ocasiones, los fundadores se mostraban preocupados por el destino y futuro de aquellos herederos que por su enfermedad habían sido privados del goce y disfrute del vínculo. En la escritura fundacional, mencionada anteriormente, de Francisco Guerra de la Vega se estableció que todos los poseedores que obtuviesen el mayorazgo por la exclusión de otro sucesor que tuviese un defecto

 

“por si así llegase a acontecer, es mi voluntad, ordeno y mando, que el poseedor a quien transite, y disfrute este Mayorazgo, sea de su obligación mantener a aquel que por las citadas causas dexase de heredarlo, recogido baxo su cuidado y amparo, atenderlo y vestirlo con regular decencia, curándole sus enfermedades, asistiéndole en todo lo que necesite para la conservación de su vida, y mas proporcionada tranquilidad, hasta su fallecimiento y entierro. Todo con caritativo zelo a correspondiencia de la infeliz situación en la que la divina providencia, por sus altos e incomprensibles juicios, le hubiese puesto, como así se lo pido, ruego y mando a el possedor que fuese en estas circunstancias”.[10]

 

Hasta ahora, las condiciones requeridas eran impuestas por los fundadores desde antes del nacimiento del heredero. La primogenitura, la varonía, la legitimidad y la salud física y mental eran valores adquiridos por el nacimiento, sin elección ni voluntad del sucesor. Otra cosa diferente fue el requisito del matrimonio. El juego de alianzas matrimoniales propio de la nobleza, también se manifestaba específicamente en la vinculación del patrimonio. En las escrituras, aparecía una cláusula en la que se consignaba que cada poseedor debía contraer nupcias conforme a su calidad social. Esta condición podía aparecer de manera general, en la que los fundadores indicaban que los herederos no se casasen con persona de mala raza o condición, o que procurasen un matrimonio ventajoso con alguien de reconocido prestigio. Otras veces, para asegurar un buen casamiento del heredero, se estipulaba que éste debía contraer nupcias con el permiso del padre, tutor o anterior poseedor del mayorazgo. Siguiendo con el ejemplo anterior, el marqués de la Hermida, Francisco Guerra de la Vega, dispuso una amplia cláusula matrimonial. Así, el fundador ordenó que

 

“El individuo que por orden de los llamamientos gozase este Mayorazgo, bien sea varón o hembra, quando delibere contraer matrimonio, se le permitirá por sus Padres, Tutores o parientes inmediatos, con tal que el casamiento lo celebre con persona hidalga, notoria de legítimo matrimonio, limpia de toda mala raza, y que no haya resultado penitenciada por el Santo Tribunal de nuestra Santa Fe Católica, ni haber incurrido en caso de infamia, lesa Magestad, ni exercitado oficio vil, baxo, ni mecánico, tanto la tal persona, como hasta su quarta ascendiente generación por línea recta”.[11]

 

Para el caso de las mujeres herederas, las condiciones matrimoniales a veces eran más específicas. El gusto y apetencia de los fundadores por la conservación de la varonía del linaje los llevaba, en ocasiones, a imponer la obligación de casamiento a las sucesoras en sus mayorazgos con hombres del linaje. Muestra de ello, fue la cláusula dispuesta en el vínculo de los Dávila, el fundador García Dávila ordenó que

 

“es condición, que si vos la dicha Doña María Ana Dávila nuestra hija, os casáredes ha de ser a nuestra voluntad, y consentimiento, y del que nos a la sazón fuere vivo, y si fuéremos ambos pasados de esta presente vida, ha de ser con cavallero de nuestro linage, y nombre Dávila de varón, […] y si fuera contra esa cláusula o parte de ella, que pierda ansimismo el dicho mayorazgo, y pase al siguiente en grado”.[12]

 

En cualquier caso, estas cláusulas conyugales, en su diversa tipología, buscaban la seguridad de unas nupcias idóneas para el heredero del vínculo, asegurándose así una digna descendencia que representaría más tarde al linaje. Y es que asegurar una dilatada y legítima prole era transcendental, pues, como se ha señalado, el mayorazgo se transmitía de generación en generación a perpetuidad. No en vano, los clérigos y religiosos, así como aquellos de órdenes militares que tuviesen voto de celibato, no podían suceder en los vínculos por la imposibilidad de reproducir biológica –y legítimamente – la estirpe. Así, el marqués de la Hermida dispuso que

 

“No podrá heredar, ni entrar en el goce y posesión de este Mayorazgo ningún Sacerdote, Frayle, Monja, ni de ninguna otra Religión o estado, que por su voto le pueda embarazar e improporcionar el matrimonio, aun en el caso de que le corresponde según las cláusulas de llamamientos; pues el que lo heredase, quiero y es mi voluntad expresa, de que sea casado, o esté en proporción de poder serlo quando para ello tenga la correspondiente edad y le pareciese conveniente con arreglo a nuestra Santa Religión”.[13]

 

De otro modo, el heredero tenía que estar libre de delitos, pues de haberlos cometidos se desdibujaría la imagen honorífica de la familia. Para evitarlo, los fundadores establecieron que aquellos descendientes que hubiesen cometido algún delito de lesa majestad o pecado nefando estaban expresamente excluidos del mayorazgo como “si hubiesen muerto 24 horas antes de haber cometido tal delito”.[14] Así, los sucesores debían cuidarse de estar conforme a la ley, pues si cometían una infracción de gravedad, como lo era el atentar contra la autoridad regia, serían despojados de la herencia vinculada. Y es que, la construcción sociosimbólica del heredero idóneo requería de todos los cánones morales que la sociedad esperaba de él. En este sentido, la virtud cristiana constituía, sin lugar a duda, un valor esperado y deseado por los fundadores. De manera general, se vinculaba el buen comportamiento y, por ende, la ausencia de transgresiones, con la ética cristiana y honra a la Iglesia. Fernando de Ulloa, en su fundación de 1783, añadió una cláusula que resumía estos aspectos, dispuso

 

“que todos los que sucedieren en este vínculo y Mayorazgo han de ser Católicos Cristianos Apostólicos Romanos, hijos obedientes a nuestra Santa Madre Yglesia, y a su Rey y señor natural, limpios de toda mala rasa y que no hayan cometido ni cometan crímenes de Lesa Magestad Divina o humana, porque aquel que lo cometiere lo excluyo y separo de su goze como si no hubiera sido nombrado 24 horas antes que lo cometiera, y ha de pasar al siguiente [sucesor]”.[15]

 

Los requisitos enunciados hasta el momento implicaban –al menos en teoría– la pérdida del mayorazgo de aquellos herederos que no lo cumpliesen.[16] Sin embargo, la búsqueda de un sucesor idóneo no se detuvo aquí. En ocasiones, las virtudes demandadas para los poseedores iban más allá. Así, se premiaba valores o actitudes que también se esperaban, de manera general, de los hijos, tales como la obediencia o la gratitud. De hecho, la propia legislación sobre la regulación de la familia reconocía la posibilidad de sancionar a los hijos insubordinados. Así, las leyes recogían que se podía privar de la herencia a los vástagos que dijesen injurias o cometiesen agresiones. También podían ser sancionados aquellos que ejerciesen oficios infamantes, como el de juglar o gladiador, o los hijos que cometiesen adulterio con sus madrastras o fornicaciones con las barraganas del padre (GACTO FERNÁNDEZ, 1984: 45). Por supuesto, obstaculizar o influir en la testificación y truncar la voluntad paterna también era motivo suficiente para la desheredación.

De este modo, en los mayorazgos se podía castigar la ingratitud del heredero, la cual podía suponer, en algunos casos, incluso la pérdida del patrimonio vinculado. En cualquier modo, la obediencia aparecía como un requisito valorado, pues la gratitud del vástago para con su familia era premiada con la mejora y el beneficio obtenido con la vinculación de los bienes. De forma general, los fundadores favorecían que los herederos “nos seáis obedientes a nos y a cada uno de nos. Y non bais nin paséis con nuestros mandamientos”.[17]

Por otra parte, la educación de los jóvenes era fundamental para la formación del futuro poseedor. En gran medida, la buena formación se entendía implícita por la condición nobiliaria de las familias. Sin embargo, algunos fundadores celosos del futuro de sus sucesores especificaban y controlaban la formación de los jóvenes herederos. Cartaya Baños en su estudio sobre los mayorazgos sevillanos en el siglo XVI, recoge la preocupación de Cristóbal de Bustamante y Ana de Espina por la instrucción de sus descendientes y futuros beneficiarios del vínculo. Así, en la escritura fundacional dispusieron que todos los herederos debían ser graduados de bachilleres en una de las cuatro facultades de Teología, Cánones, Artes o Leyes (2018: 81). Otro caso especialmente relevante, en el siglo de las Luces, lo representa el ya mencionado marqués de Hermida,[18] quién en su fundación de 1793 manifestó con minuciosos detalles y sumo cuidado como debía ser la educación de los futuros poseedores de su mayorazgo. Para sus descendientes varones el fundador dispuso lo siguiente:

 

“Aconsejo y encargo a mi Hijo Don Luis Fernando, y a todos los demás sucesores, que a los que la divina Providencia se dignase concederles, los que fuesen varones, a la edad de ocho años, para su instrucción, los pongan a pupilo en el Colegio, Academia, Seminario, o casa de enseñanza dentro de España, que sea del primer concepto, en opinión de los hombres juiciosos para que desde niños y jóvenes se vayan nutriendo y fomentando en el santo temor de Dios, con propio conocimiento de nuestra sagrada Religión e igualmente puedan conseguir su adelantamiento en las ciencias humanas correspondientes a la carrera o destino, que se hubiese de dar a cada uno, manteniéndolos en estos reinos hasta la edad de catorce a diez y seis años, aunque sea el Primogénito que haya de heredar este mayorazgo”.[19]

 

Por tanto, el marqués de Hermida dispuso que la formación del joven heredero se realizase fuera del calor del hogar. El motivo que le llevaba a educarlo fuera de su techo era brindarle una férrea enseñanza enfocada a la humildad y virtud cristiana. Pues, el fundador procuraba evitar que el poseedor fuese malcriado por la complacencia del resto de familiares, y también criados, dada la posición de poder que le deparaba el futuro. Así lo expreso de manera reveladora:

 

“reflexionando que adelanta muy poco siempre que no se le separe de la casa propia; pues el demasiado amor de los Padres, la imprudente condescendencia de los sirvientes que lo dirigen y rodean, el objetivo de visitas, teatros, y otra infinidad de indecencia perjudiciales, son verdadero motivo para que los hijos se críen sin aquella humildad christiana, caridad a los pobres, sujeción, e instrucción a que se deben dirigir desde su tierna edad, a fin de proporcionales su adelantamiento y felicidad, para que sean útiles a sus padres, hermanos y demás parientes quando llegue a tener la correspondiente edad”.[20]

 

No en vano el fundador del mayorazgo declaraba que “el verdadero amor de los padres para con sus hijos” estaba en hacerlos “vasallos de probidad y respeto para el estado”. Por esa razón, y para que su heredero conservase la virtud cristiana, la educación del joven debía estar fuera del hogar paterno, pero dentro de las fronteras del reino:

“El todo de estos objetos, moralmente, no se puede contemplar, si la crianza fuese en Reynos extranjeros, y por lo tanto encargo sea dentro de nuestra península, donde el uso de la verdadera Religión se advierte con más pureza que no en otras varias Monarquías, y de esta forma, no se debilita el amor a la patria y carácter nacional, de que tenemos acreditado carecen quasi todos aquellos, que han recibido su primera enseñanza fuera del Reyno”.[21]

 

Otra cosa diferente se disponía para las herederas. Si los muchachos debían salir del hogar y formarse en colegios o academias, las niñas debían ser educadas en el seno de la familia bajo la supervisión materna. Francisco de la Guerra, en su fundación, declaró que referente a las hijas era “de opinión que se críen y eduquen dentro de la casa propia a la vista de sus padres, suponiendo, y baxo el concepto de la arreglada, juiciosa, christiana conducta de su madre”.[22] Pues, a diferencia de los hombres, la educación de las mujeres

“consiste en sencillas operaciones y regular honesto recogimiento; procurando con la más escrupulosa atención, y prudente método, improporcionarles la familiaridad con las criadas, criados y dependientes, a fin de evitarles impresiones poco favorables, que suelen suscitarles, de que la experiencia tiene acreditado, aun en las distinguidas y elevadas familias, inopinados desarreglados, catástrofes, que las ha conducido a la más funestas conseqüencias; por lo que la distribución de horas en honestas y agradables dedicaciones, que sirven de adorno a las mugeres; las devotas oraciones alternativamente, y lo que es más, la freqüencia del Sacramento de la Confesión, son los verdaderos medios de que los padres consigan el acierto, para que sus hijos sean tales, que jamás se aparten del santo temor de Dios”.[23]

 

En definitiva, los fundadores dispusieron de manera minuciosa y detallada los requisitos que debían cumplir los futuros herederos. En la construcción sociosimbólica del sucesor ideal encontramos pilares fundamentales e intrínsecos al mayorazgo, como lo eran la primogenitura, la varonía o la legitimidad. Además, el poseedor debía estar envestido con otras virtudes que le hicieran digno de representar al linaje y preparado para cumplir con la responsabilidad que suponía erigirse como beneficiario del vínculo.

 

Preceptos y obligaciones familiares

 

Los jóvenes, desde temprana edad, estaban sometidos a los requisitos y virtudes que debían cumplir para en un futuro convertirse en herederos idóneos. Pero sus obligaciones no terminaban con la ostentación del patrimonio vinculado. Cuando, por fin, se erigían con el mayorazgo del linaje debían cumplir con las responsabilidades que su posición le exigían.

En primera instancia, los poseedores adquirían el cometido de administrar y cuidar los bienes amayorazgados para transmitirlos a la siguiente generación. A modo de ejemplo, Francisco Guerra de la Vega estableció que

 

“Todos los poseedores, y quien su derecho represente, han de tener particularísimo cuidado en que las haciendas, fincas, y demás posesiones pertenecientes a este Mayorazgo, estén perennemente precavidas y reparadas de quanto fuese necesario, para que se conserven sin decadencia alguna”.[24]

 

En ocasiones, además, esta obligación transcendía del mero cuidado de los bienes vinculados, sino que también requería el acrecentamiento y aumento de los bienes vinculados. De todos modos, la preservación patrimonial era una función que se entendía intrínseca a la razón de ser del mayorazgo.

En el plano más social, el poseedor también debía velar para que se cumpliesen las últimas voluntades y obras pías dispuestas por los fundadores. En este sentido, nos encontramos con una amplísima variedad casuística, lo más común fue el encargo de misas por el alma de los fundadores y antepasados, así como el cumplimiento de disposiciones similares en torno a lo sacro. Aunque también hubo espacio para la caridad, en un último intento de redención, los fundadores encargaban, por ejemplo, dotar a huérfanas pobres, velar y cuidar a los expósitos o simplemente alimentar o dar limosna a los pobres de la ciudad. Fueran cuales fueran las últimas voluntades de los fundadores, era el heredero del mayorazgo quién adquiría la responsabilidad de que se cumpliesen bajo cargo de su conciencia.

Por otra parte, las tareas de los sucesores no se limitaban a cumplir los deseos de los fundadores, si no también heredaban las obligaciones familiares. Por ello, de manera general, se estipulaba que los poseedores debían dotar a las hermanas a las que se había privado las legítimas, procurarles un buen casamiento o la entrada en profesión religiosa si así lo preferían. Por supuesto, también adquirían el deber de sustentar al resto de los herederos. El fundador Álvaro Carvajal estableció que todos los poseedores “cada vno en su tiempo, theniendo hermanas lexítimas por cassar las han de poner en estado, dotándolas a su elección de las rentas deste mayorazgo”.[25] En otros casos, la cláusula era más general y tan solo enunciaba la imposición de cuidar y velar a los hermanos de los poseedores según su libre albedrío:

 

“Item, encargamos y encarguen nuestro comisario a los poseedores del dicho mayorasgo a cada uno en su tiempo procuren atender a sus hermanos y hermanas descendientes e inmediatos sucesores dándoles a cada uno en sus urgencias y necesidades con los socorros que fuere su voluntad y nada más”.[26]

 

En cualquier caso, el derecho de alimentos, aunque no se especificase en la fundación, se entendía implícitamente para aquellos miembros de la familia que habían sido apartados de la herencia familiar, y como veremos, fue objeto de numerosas disputas en el seno de las familias.

En definitiva, el heredero del mayorazgo constituía una pieza clave en el entramado sociofamiliar. Por un lado, a través de su persona, envestida con todas las virtudes y valores deseados, representaba a su familia y al linaje de cara al resto de la comunidad. Por otro, adquiría las funciones de pater familias, debía cuidar y proteger el patrimonio vinculado para transmitirlo a la siguiente generación, pero además tenía que cumplir con las obligaciones de alimentos[27] para la salvaguarda de los miembros de su familia.

 

Conflictividad familiar: ardides y desavenencias

 

Si la llegada a la sucesión del mayorazgo no fue un camino de rosas, dada las exigencias que debía satisfacer el joven sucesor, la transferencia hereditaria pacífica, desde pronto, también se tornó quimérica. Los conflictos familiares no pudieron desligarse de los vínculos. De tal modo que, en diferentes niveles, las familias estuvieron envueltas en luchas intestinas que eran dirimidas por la vía oficial. Los tribunales de justicia se ocuparon de incontables pleitos sucesorios. Las disputas fraternales fueron constantes, las ambiciones de los hijos segundos que veían el encumbramiento de los primogénitos animaron los ardides. Pero no exclusivamente los hermanos se enfrentaron en los tribunales de justicia, todos los miembros de la familia procuraron, por una u otra vía, obtener al anhelado mayorazgo. De tal modo, los herederos, desde su juventud, se vieron envueltos en intrincados y complejos procesos judiciales.[28]

En este sentido, los requisitos y virtudes requeridos a los herederos, antes mencionados, fueron un arma arrojadiza. El sucesor idóneo, que cumpliese todos los preceptos impuestos en la fundación, no siempre fue posible. La deseada varonía, la primogenitura o la legitimidad podían no concurrir en el mismo candidato. Como tampoco lo harían las condiciones matrimoniales o las exclusiones de los clérigos y religiosos. La obediencia o gratitud, a veces, tampoco tuvo cabida. La realidad fue mucho más compleja y el propio devenir de las familias, con el paso de las generaciones, implicó que el poseedor ideal, que cumpliese con todos los requisitos, fuese una utopía.

Esto animó las numerosas luchas judiciales en las que participaron todos los miembros de la parentela, también aquellos grupos que a priori estaban apartados, como las mujeres, los clérigos o religiosos o los descendientes ilegítimos. Pues, ante la falta del sucesor idóneo, cada pretendiente procuraba defender la calidad de su requisito. Así, en los litigios encontramos enfrentados pilares básicos de los mayorazgos como la varonía y la primogenitura, o la primogenitura y legitimidad. Y era, por tanto, la justicia la encargada de dictaminar la prevalencia de uno frente a otro, aunque esto fue una tarea harta compleja (MELERO MUÑOZ, 2022a).

En cualquier caso, desde los grados más próximos -hermanos/as, tíos/as, sobrinos/as- hasta las ramas transversales del linaje protagonizaron numerosos conflictos sucesorios con el fin de alcanzar el anhelado del mayorazgo.

El beneficio socioeconómico, y también simbólico,[29] que percibía el heredero del mayorazgo era notable, lo que explica las luchas legales para ostentar el vínculo. Pero la responsabilidad adquirida también fue considerable. Algunos poseedores no pudieron -o no quisieron- cumplir con las obligaciones familiares. El reclamo de las dotes o de los alimentos -en su amplia acepción- fue una de las casuísticas más importantes que enfrentaron a poseedores con el resto de la parentela. No en vano, dada la asiduidad con la que se suscitaban estos pleitos, algunos fundadores trataban de prevenir o evitar la disputa en la escritura fundacional. A modo de ejemplo, Miguel de Neve,[30] en 1636, sabedor de los ardides fraternales que tendrían lugar por el reclamo de los alimentos dejó determinada una cantidad de dinero para evitar las desavenencias. Así, dispuso que

 

“porque se escussen pleitos y diferencias que suele aver entres los poseedores de los mayorasgos y sus hermanos en rasson de alimentos que les piden y en esto aya conformidad y serteça, quiero y mando que si el poseedor de este mayorasgo tubiere otros hermanos lexítimos siendo hasta cuatro y no más les dé a quinientos ducados a cada uno cada año y si fueren más de cuatro en qualquier número que sean con darles dos mil ducados a todos repartidos por yguales partes aya conplido y no se le pueda pedir otra alguna cantidad”.[31]

 

Pese a todo, apareciese esta cláusula o no, en la práctica los conflictos no pudieron evitarse. Los desacuerdos familiares por el reclamo de los alimentos -y también de las dotes-[32] dieron lugar a largos procesos judiciales desde diferentes perspectivas. En 1671, Isabel Magdalena Jáuregui demandaba al poseedor del vínculo, Diego de Jáuregui solicitando la dote que le correspondía. En 1598, los fundadores, Miguel Martínez de Jáuregui e Isabel Hurtado de Mendoza, dispusieron un sistema sucesorio de masculinidad excluyendo a las mujeres del mayorazgo. Sin embargo, en la escritura fundacional pusieron un gravamen que obligaba a que los poseedores dotasen a las mujeres que hubiesen sido apartadas de la herencia. Tal era el caso de Isabel Magdalena de Jáuregui, pero ante la resistencia del poseedor del mayorazgo, quién se negaba a pagar la dote, ésta tuvo que acudir a los tribunales para que mediase en el conflicto. Finalmente, la justicia falló a favor de Isabel Magdalena, obligando al poseedor al pago de 4.000 ducados de dote, además de otros 300 ducados vitalicios en razón de alimentos.[33]

De manera general, estuvieron aquellos litigios en los que los poseedores se negaban a cumplir con su deber de alimentos, en estos casos se excusaban diferentes razones para no sufragar al solicitante, como podía ser la decadencia del poseedor o por el contrario la opulencia del demandante. Por otro lado, fue común las disconformidades respecto a la cantidad asignada, alimentistas y solicitantes manifestaban su descontento bien por la alta cantidad asignada, en el caso de los primeros, o por contra por la ínfima cuantía denunciada por los segundos.

Definitivamente, la conflictividad familiar fue inherente a los mayorazgos. Frente a una imagen idílica que buscaba el fortalecimiento de la familia y el linaje, nos encontramos con un universo conflictivo en torno a los vínculos. No en vano, Casey (2007: 22), afirmó que

 

“el mayorazgo, lejos de asentar una jerarquía social estable bajo la monarquía absoluta, suscitaba pleitos sobre la sucesión que ilustran a la vez la continuada debilidad de la posesión individual de la tierra y la fuerza de los derechos colectivos del linaje. Era la ambigüedad y la rivalidad de los dos conceptos donde se encontraba el punto de roce que provocaba la intervención de los tribunales”.

 

Algunos eruditos muy críticos con la institución del mayorazgo profundizaron en las causas de estos conflictos en el seno del hogar. Sempere y Guarinos (1788), uno de los autores más mordaces con la institución,[34] señaló el peligro que conllevaba que el poseedor se erigiese como pater familias. Sempere aludía a la relevancia de la educación de los vástagos y entendía que el temor a ser desheredados evitaba posibles malas conductas o hábitos que pudiesen ejercer los descendientes. Sin embargo, pese a las prevenciones de las cláusulas fundacionales, con la vinculación patrimonial se había perdido el temor a la desheredación. De tal modo, los futuros sucesores se pensaban intocables y minoraban la patria potestad de los padres. Así, en un ilustrador fragmento, aludía a como

 

con la introducción de los mayorazgos, y vinculaciones, se privó a la parte más noble y más poderosa del estado de esta facultad [educación y patria potestad]: con lo qual, además de haber convertido a los más principales miembros en meros administradores, y disminuido, y amortiguado el imponderable influxo que tiene el espíritu de la propiedad libre en la actividad, e industria de los hombres, además de este, y otros daños gravísimos, que han resultado de aquella novedad política, desconocida de los antiguos Españoles; se trastornó el orden doméstico, introduciéndose en las familias la independencia, y la falta de subordinación de los miembros a la cabeza. Porque el hijo, que sabe que su padre no lo puede desheredar, ni negarle los alimentos, ¿cómo ha de estarle tan sujeto, y subordinado, como si estos fueran contingentes, y dependieran de la libre voluntad, y disposición del padre?”  (pp. 184-185).

 

Además, advertía que la pérdida de la autoridad paterna en favor del poseedor del vínculo ya no solo afectaba a la educación e insubordinación del heredero, si no que se tornaba perjudicial para toda la familia. Pues, el poder que recibía el sucesor en el mayorazgo, incluidas las obligaciones domésticas, en la práctica implicó que la parentela estuviese a merced del heredero. Así, Sempere y Guarinos advertía que la propia madre consentía al sucesor del vínculo con el fin de tenerlo “más contento para en adelante”; del mismo modo, en palabras del jurista “los demás hermanos respetan al mayorazgo, más de lo que permiten las canas de sus padres” (SEMPERE Y GUARINOS, 1788: 184-185). En este sentido, uno de los principales problemas de la conflictividad en el seno de las familias sería la potestad y, por ende, la atención que recibía, desde su juventud, el heredero del mayorazgo.

En esta misma línea, el literato y jurista Cambronero (1820) realizó una crítica en clave moralista, aludiendo al inmenso poder adquirido por el poseedor del vínculo como factor determinante para el surgimiento de los conflictos familiares:

 

“el principio funesto de superioridad y de dominación que establece al hijo mayor como un príncipe entre sus desgraciados hermanos, a quienes la naturaleza y la justicia habían hecho iguales en derechos. Así se corrompe el corazón del primogénito, así se forman en el corazón de los segundos los sentimientos de celos, de rivalidad, de odio contra el que debía ser un segundo padre […]. Desigualdad, discordias, preferencias, pobrezas en fin de todos menos el poseedor, ¿qué otra cosa puede producir que desigualdad notable en las familias, que pasiones funestas a la moral, al solido principio de la ventura de la especie?” (p. 41).

 

Conclusiones

 

La construcción sociosimbólica del heredero idóneo para suceder en el mayorazgo estaba presente desde el momento de la institución del vínculo. Los fundadores, celosos de la transmisión de su legado, disponían con sumo cuidado las condiciones y preceptos que debían cumplir sus herederos, los encargados de transmitir el patrimonio y representar al linaje de generación en generación. De tal modo, los futuros sucesores, desde la edad pupilar, eran educados y encaminados al cumplimiento de los requisitos y preceptos para erigirse con la herencia. Así, preceptos como la primogenitura, la varonía o la legitimidad fueron fundamentales en la búsqueda de la idoneidad del poseedor. Además, los jóvenes herederos debían cumplir otras condiciones, como las matrimoniales o la obediencia y gratitud. Sin embargo, la concepción del heredero ideal no siempre fue posible, dando lugar a numerosos pleitos sucesorios en los que se enfrentaron los familiares, animados por la ambición y deseo de poseer los mayorazgos.

Por otro lado, la responsabilidad del heredero del vínculo lo situaba como cabeza de familia. Las obligaciones adquiridas, por tanto, fueron también un punto de fractura en el seno de los hogares. Las disputas fraternales trascendieron más allá del tema sucesorio, la privación de las legítimas de los herederos forzosos los condujo a reclamar la asignación de alimentos que le correspondían. El concepto de alimentos, además, fue entendido en su amplia acepción y no se limitó al sustento básico de los demandantes. También se comprendieron las dotes, para el caso de las mujeres, y una cuota asignada conforme a la calidad y condición de los solicitantes. Por lo que, al tratarse de élites nobiliarias, en muchas ocasiones, el derecho de alimentos superaba el sustento básico. Pues para la asignación debía tenerse en cuenta la condición económica del alimentista y del demandante (CEBREIRO ÁLVAREZ, 2010: 126-127). De tal modo, los tribunales de justicia tuvieron que atender incontables litigios por el reclamo de los alimentos y dotes de los descendientes que habían sido privado de sus legítimas y de la herencia familiar.

De manera general, el beneficio económico del patrimonio vinculado, así como las implicaciones sociofamiliares y el poder que ostentaba el heredero fueron fuertes alicientes que animaron los inagotables y continuos litigios intrafamiliares. Las aspiraciones y ambiciones de la parentela acabaron por enfrentarlos con el poseedor del vínculo incluso, en ocasiones, rompiendo la armonía del hogar.

De este modo, la conflictividad suscitada en torno al patrimonio vinculado supone una fuente idónea para analizar las relaciones y tensiones familiares. Los ideales del sucesor y la transmisión pacífica de la herencia de generación en generación se vieron, desde pronto, truncados por una realidad mucho más compleja. El estudio sistemático de estas fuentes judiciales, con el cruce de las fundaciones de mayorazgos, nos aporta información relevante sobre las estrategias de transmisión del patrimonio de las élites nobiliarias, por un lado, y por otro sobre los patrones conductuales, las tensiones surgidas y los medios de resolución. En este sentido, el análisis de los jóvenes herederos, el papel que desempeñaron los tutores y curadores y el protagonismo de las herederas suponen un interesante nicho de estudio en el que seguir profundizando y realizando futuras investigaciones.

 

 

 

Bibliografía

 

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* Este trabajo se ha realizado bajo el amparo del contrato postdoctoral de Recualificación del sistema universitario Margarita Salas del Gobierno de España, financiado por la Unión Europea NextGenerationEU.

[1] Preámbulo de la fundación de mayorazgo del comendador Gómez de Solís y su esposa Beatriz de Esquivel (1526), copia protocolizada de la fundación Archivo Histórico Provincial de Sevilla (AHPSe), Protocolos Notariales de Sevilla (PNS), leg. 2657, ff. 120v-121v. La cursiva es nuestra.

[2] Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española [NTLLE], 1734, p. 39, 2.

[3] Sobre los sistemas de herencias, véase, por ejemplo, Ferrer Alos (2007).

[4] El cariño y el amor también se reflejaron en las fundaciones que no iban dirigidas a los herederos primogénitos. Muestra de ello, fue la fundación realizada por Antonio Aguado en favor de su hija segunda, en ella se hacía referencia a la voluntad de mejorarla por el cariño que le guardaba: “teniendo consideración a el cariño y voluntad que siempre e tenido y tengo a doña María Bríxida Aguado y Angula, mi segunda hixa”, Escritura de fundación de mayorazgo de Antonio Aguado (1777), AHPSe, PNS, leg. 2892, f. 893r.

[5] Escritura de fundación y testamento de Pedro Sepúlveda, 1586, Archivo Historio Provincial de Sevilla (AHPS), Protocolos Notariales de Sevilla (PNS), leg. 5199, f. 2r.

[6] Gacto Fernández defiende que los naturales tuvieron menos derecho que los herederos legítimos, pero estuvieron mejor reconocidos que los ilegítimos (1984: 42).

[7] Sobre la condición de los naturales y su participación en los mayorazgos, véase Melero Muñoz (2019).

[8] Escritura de fundación del mayorazgo de Rodrigo Ortiz de Vadillo, recogida en el expediente judicial por la testamentaria y partición de sus bienes, AHPSe, Real Audiencia (RA), caja 29314, exp. 3, f. 161r.

[9] Francisco Guerra de la Vega, natural de Santander, residente en Puerto Real donde se había afincado por pertenecer al Comercio de la Universidad de matriculados Cargadores a las Indias de la Ciudad de Cádiz. Contrajo matrimonio con María Paula Tavernilla, con quién tuvo un único hijo, Luis Guerra de la Vega, beneficiado con el mayorazgo. Para más información sobre Francisco Guerra de la Vega véase Iglesias Rodríguez (2016). Se conserva una copia del testamento y la fundación que hemos utilizado en este trabajo. Esto puede deberse a la cláusula fundacional en la que se impuso las reimpresiones de su testamento y fundación. El marqués de Hermida dispuso que todos sus herederos leyesen, al menos, una vez al año sus últimas voluntades, para lo que autorizaba la reimpresión de estas disposiciones. La cláusula rezaba así: “Ordeno y mando a mi Hijo Don Luis Fernando de la Guerra de la Vega, y a todos los demás poseedores de este Mayorazgo, que una vez cada año en cualquier tiempo, o en el de Quaresma, que lo tengo por más apropósito, lean u oigan leer este mi Testamento, sin que les puede precaver, o libertar de esta corta obligación, el que tengan presentes todas sus cláusulas, sobre cuyo cumplimiento rigurosamente les encargo la conciencia, procurando sea a presencia de su muger, e hijos si los hubiese, para cuyo mayor facilidad, dispondré imprimirlo, y  afin de su conservación dexaré algunos exemplares; y de no haberlo yo verificado, o quando llegasen a faltar, será del cargo del poseedor hacerlo imprimir, o reimprimir a su costa” Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s.f., 1793, p. 30.

[10] Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s.f., 1793, p. 31.

[11] Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s.f., 1793, p. 27.

[12] Escritura de fundación de García Dávila y Catalina Dávila, Archivo General de Andalucía (AGA), Fondo Arias Saavedra (FAS), caja 5957/13, leg. 18, doc. 9., f. 14r.

[13] Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s.f., 1793, p. 28.

[14] Esta expresión, u otras similares, aparecía con frecuencia en las cláusulas en las escrituras fundacionales por las que quedaba apartado el sucesor del mayorazgo que hubiese incurrido en un delito y tenía el objetivo final de proteger los bienes vinculados, Melero, 2022: 97-98.

[15] AHPS, Protocolos, leg. 13171, año 1783. Testamento y fundación de Mayorazgo de Fernando de Ulloa y de la Torre, ff. 540-548. 547v.

[16] La realidad fue mucha más compleja, en numerosas ocasiones los candidatos al mayorazgo no cumplieron las condiciones impuestas en la fundación. Aunque tuvieron que enfrentarse en los tribunales de justicio a los consecuentes pleitos, el incumplimiento de las cláusulas no necesariamente implicó la pérdida del mayorazgo, a este respecto véase Melero Muñoz (2022).

[17] Registro de la fundación de mayorazgo del comendador Gómez de Solís (1655), AHPSe, PNS, leg.  2657, año 1655, f. 137v.

[18] Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s.f., 1793, p. 50.

[19] Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s.f., 1793, pp. 46-47.

[20] Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s.f., 1793, p. 47.

[21] Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s. f., 1793, p. 47.

[22] Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s. f., 1793, p. 47.

[23] Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s. f., 1793, pp. 47- 48.

[24] Impreso autorizado del testamento y fundación de mayorazgo de don Francisco Guerra de la Vega, marqués de la Hermida, s. l., s.f., 1793, p. 32.

[25] Escritura de fundación del mayorazgo de Álvaro Carvajal (1670), AHPSe, PNS, leg. 597, f. 205r.

[26] Escritura de fundación del mayorazgo de Fernando José Fernández Díaz de Valladares y su mujer (1755), AHPSe, PNS, leg. 17167, f. 562v.

[27] Sobre el concepto de alimentos y las obligaciones del deber de los alimentistas y condiciones de los demandantes véase Cebreiros Álvarez (2010).

[28] Una casuística sumamente interesante es el caso de aquellos herederos en minoría de edad. En este sentido, la función de los tutores y curadores se tornaba fundamental, también en los escenarios conflictivos en los que se vieron envueltos los herederos menores. A este respecto, véase, por ejemplo, Merchán Álvarez (1976), García Fernández (2016, 2013), Melero Muñoz (en prensa).

[29] A este respecto Dedieu (2002), afirmó que “La instancia sobre elementos simbólicos, tales el nombre y las armas, pone de relieve la naturaleza profunda del mayorazgo, que no se puede reducir a la sola transmisión de bienes materiales. El aspecto “dinástico” es esencial en la visión de los fundadores, aunque tal vez sea otra la de los herederos” (p. 211). Por otra parte, sobre la transmisión del capital simbólico en los mayorazgos véase, Melero (2022b: 167-212).

[30] El mayorazgo de los Neve se vio envuelto en un interesante conflicto por el incumplimiento de una cláusula de residencia impuesta en la fundación. Véase Melero Muñoz (2020).

[31] Escritura de fundación del mayorazgo de Miguel de Neve (1637), incluida en el expediente judicial sobre la posesión del mayorazgo intentado por Juan de Saavedra Alvarado y Neve, AHPSe, RA, caja 29467, exp. 7, ff. 181v-182r.

[32] Un interesante trabajo trata la problemática entre dote y mayorazgo, véase Corada Alonso (2019).

[33] Expediente judicial por el mayorazgo de Gandul y Marchenilla, AHPSe, RA, Caja 29569, exp. 1.

[34] A principios del siglo XIX este autor dedicó una obra específicamente a los mayorazgos, a lo largo de sus páginas realiza una mordaz crítica a la institución, enunciando los diferentes males y perjuicios que había causado (SEMPERE Y GUARINOS, 1805).

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