LA CAÍDA ANUNCIADA: FERNANDO DE VALENZUELA, NUEVO ÍCARO*
Antonio Álvarez-Ossorio Alvariño
Madrid Institute for Advanced Study-Universidad Autónoma de Madrid, España
Recibido: 05/09/2022
Aceptado: 25/04/2023
Resumen
El concepto de caída es esencial para comprender la cosmovisión de las gentes en las sociedades durante el Antiguo Régimen. Las caídas de grandes príncipes y monarquías servían para marcar las edades de la historia. El arte de la privanza pretendió clavar la rueda de la fortuna y asegurar la conservación del poder. Ícaro y Faetón fueron imágenes usadas en la contienda política en las cortes europeas en la edad moderna. ¿Cuál era la agencia de los validos para tratar de eludir su destino aparentemente inexorable? La trayectoria de Fernando de Valenzuela permite reflexionar sobre la interacción entre imágenes, discursos y práctica política.
Palabras clave: caída; fracaso; sociedad cortesana.
A FALL FORETOLD: FERNANDO DE VALENZUELA, NEW ICARUS
Abstract
The concept of fall is essential to understand the worldview of people in the societies of the Ancien Régime. The fall of great princes and monarchies served to mark the ages of history. The art of privanza was intended to lock the wheel of fortune and ensure the preservation of power. Icarus and Phaethon were images used in the political contest at the European courts in the modern age. What was the agency of the validos to try to evade their inexorable fate? Fernando de Valenzuela's trajectory allows us to reflect on the interaction between images, discourses and political practices.
Key words: fall; failure; court society.
Antonio Álvarez-Ossorio Alvariño. Catedrático de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Madrid. Director del Madrid Institute for Advanced Study (MIAS) desde 2017. Investigador principal del proyecto H2020-MSCA-RISE “Failure: Reversing the Genealogies of Unsuccess, 16th-19th centuries” (Grant Agreement 823998), 2019-2024; y del proyecto “América en Madrid. Patrimonios interconectados e impacto turístico en la Comunidad de Madrid” (H2019/HUM-5694), 2020-2024. Entre sus líneas de investigación se pueden destacar el modo de vida de los cortesanos, el gobierno de corte y la monarquía de Carlos II.
Correo electrónico: antonio.alvarezossorio@uam.es
ID ORCID: 0000-0001-8974-5583
LA CAÍDA ANUNCIADA: FERNANDO DE VALENZUELA, NUEVO ÍCARO
Uno de los ejes en torno al cual se articulaba la cultura política en la edad moderna está relacionado con los diversos campos semánticos que circundaban el concepto de caída. Una constelación de significados que abarcaban diferentes dimensiones, desde la esfera de la persona hasta las grandes monarquías e imperios, pasando por las familias, casas y linajes. El capellán real Sebastián de Covarrubias lo indicaba en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española (Madrid, 1611) al tratar el verbo caer, señalando “Metafóricamente se dize un hombre caer quando viene a menos y decaece de su estado o privança” (COVARRUBIAS, 1987: 262). Al ocuparse del término caída, Covarrubias evocaba la “Cayda de príncipes, el Bocacio dio este título a una obra suya, eruditísima, en que trae exemplos notables de la mudança e inconstancia de la fortuna”. Parece significativa la referencia a la traducción en castellano de la obra de Giovanni Boccaccio, De casibus virorum illustrium, que ofrecía una aproximación moral a la caída de emperadores, reyes y señores desde el origen de la humanidad (Figura 1).
El tratado del humanista toscano comenzaba con la caída de Adán y Eva como punto de partida del linaje humano[1]. ¿Qué otra caída fue más “llorosa y dolorosa” que la que supuso para la primera pareja la pérdida de la seguridad y la abundancia para ser desterrados a un mundo de tristeza, trabajos, frío, vejez y muerte, por instigación del diablo? En el libro le sucedía el caso del rey Nembrot, que permitía evocar la torre de Babilonia como escalera para alcanzar el cielo, el desafío fallido de un príncipe soberbio a la divinidad acabado en ruinas y caos, con un linaje dividido por lenguas que se dispersaba para poblar la tierra. A lo largo de la obra de Boccaccio se presentaba una extensa galería de príncipes despojados de su grandeza por la fortuna adversa: Saúl, Roboan, Tarquino, Mitrídates, Calígula y Juliano el Apóstata, entre muchos otros, junto a papas y emperadores del Sacro Romano Imperio, así como reinas tales como Dido, Zenobia o Cleopatra. Personas antiguas y modernas, figuras históricas y otras que ahora consideramos legendarias, todas atestiguaban la violencia del proceder de Fortuna.
Fig. 1: Portada del tratado Cayda de principes (Sevilla, 1495) de Giovanni Boccaccio.
Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Buena parte de la galería de retratos que ofreció Boccaccio fueron los protagonistas de tratados morales a lo largo del Antiguo Régimen, de obras de teatro, de narraciones y sermones. Eran ejemplos prácticos de los principios de la filosofía moral, que permitían contraponer la vanidad humana con el desengaño aleccionando al público con la tragedia de sus vidas. La caída se convirtió en un género declinable en múltiples formatos, desde la pintura y la poesía hasta la novela y la ópera. En cierto sentido, este tema estructuraba el tiempo histórico.
La caída de Adán y Eva implicaba el inicio de la medición del paso del tiempo una vez perdida la inmortalidad, una eternidad alegre y despreocupada. En la edad media, los escritores que formularon las edades de la humanidad en parte lo hicieron adoptando como cesuras la caída de grandes príncipes (TORO VIAL, 2014: 51). Desde estas interpretaciones, la caída de Sardanápalo ponía fin al imperio asirio y servía como ejemplo de cómo la corrupción de las costumbres arruinaba una gran monarquía. La caída de Darío finiquitaba el imperio persa y abría una nueva era, el imperio de los griegos fundado por Alejandro Magno. Algo semejante acontecía con el asesinato de Julio César. La visión de la historia como sucesión de cinco imperios (asirio, persa, griego, romano y el Sacro Romano Imperio) exigía estas coyunturas de crisis que enlazaban las edades. El derrumbe con ruido y estruendo de grandes príncipes marcaba el cambio de las civilizaciones y el devenir del mundo, concebido como un ciclo dominado por una translatio imperii en el que a las caídas les sucedían procesos de restauración.
A principios del siglo XVIII las acepciones relacionadas con el término caída se ampliaron de forma sustancial en el Diccionario de la Lengua Castellana de la Real Academia Española. En el segundo tomo del Diccionario de Autoridades publicado en 1729 caída se definía como “el acto de caer en el suelo una cosa con violencia”, citándose la empresa 60 de Diego Saavedra Fajardo: “Lo que más sube, más cerca está de su caída”[2]. En las siguientes acepciones las citas de autoridades incluyeron la referencia a que “la tragedia es materia de los casos adversos y caídas de grandes Príncipes”. De nuevo la sombra de los casos de Boccaccio y otros autores planeaba sobre una temática convertida en género aleccionador. Y se añadía una nueva cita de Saavedra Fajardo, en este caso procedente de la empresa 50: “Tenga (el valido) siempre por cierta la caída, esperándola con constancia y ánimo franco y desinteresado”. Al igual que en Covarrubias, la caída se asociaba a la privanza y al valimiento. La experiencia de haber vivido en la Europa de los validos permitió a Saavedra Fajardo advertir a los privados de los príncipes sobre el carácter inexorable de la pérdida del favor. Dado que la caída era inevitable, proceso ilustrado por el saber historial, el verdadero arte de la privanza consistía en cómo prevenir la caída, en qué medios adoptar desde la prudencia política para planificar o suavizar el irreversible declive.
Por ello, no era de extrañar que las acepciones del concepto en el Diccionario de Autoridades abundasen las referencias a la pérdida del favor regio, como la cita de Juan de Palafox, un experto en desengaños, quien indicaba que “Hablar el Rey a otro que al valido, sin que el valido lo sepa, gran caída pronostica”. De este modo, el diccionario se convertía en un abecedario político para los pretendientes en corte, en el que se aludía al control de la comunicación del príncipe por parte del valido a través de las redes de hechuras y parientes que situaba en el entorno del rey, a través de los nombramientos de los principales oficios en las casas reales. No en vano en el diccionario se incluía el refrán “de gran subida, gran caída”, “que advierte que mientras a los hombres los eleve más lo fortuna, tienen más alto el precipicio y caen con mayor ruina”.
Caída del hombre, caída del valido, caída del príncipe. Pero existía otro género de derrumbes, con violencia y estrépito. También las corporaciones y los cuerpos políticos podían decaer. Según el diccionario caída era metafóricamente “la decadencia de las cosas, y el bajar poco a poco de aquel estado, grandeza y elevación que antes tenían”. La cita de referencia evocaba al “remedio y consolación de la caída y general destruición de las Españas”. El cuerpo político podía derrumbarse sujeto a un mismo ciclo, el que asociaba la pérdida de España con su restauración y posterior decadencia.
Conviene concluir esta perspectiva de los campos semánticos de la caída con una acepción de particular relevancia. Según el diccionario caída “en lo moral es la pérdida de la Gracia, causada por haber uno caído en error contra la Fe, o faltado gravemente a la observancia de los Santos Mandamientos y a lo que tiene establecido la Iglesia Católica Romana”. Este significado se vinculada de forma directa con la caída primigenia, con la caída de los padres universales por desobediencia de los preceptos divinos.
En este sentido, la caída del hombre en el siglo podía permitir la salvación eterna de su alma. Esta dimensión era esencial en la formulación de un concepto de caída cristiana, tan frecuente en las personas de las sociedades durante el Antiguo Régimen. La pérdida del favor de los poderosos facilitaba el redescubrimiento de la virtud, el desengaño de las ilusiones de la vanidad.
Sirva como ejemplo la trayectoria de Fernando de Valenzuela en la corte de Mariana de Austria y de Carlos II. Se puede considerar a Valenzuela el arquetipo de la ascensión fulgurante en la jerarquía del honor y del útil. Entre 1671 y 1676 este hidalgo de origen andaluz nacido en Nápoles pasó a ser, entre otros muchos cargos y dignidades, conductor de embajadores, caballero de la orden de Santiago, primer caballerizo de la reina, señor de vasallos, consejero del consejo de Italia, marqués de Villasierra, embajador en Venecia que no ejerció, capitán general del reino de Granada, caballerizo mayor de la reina, grande de España de primera clase y primer ministro de la monarquía de España con residencia en el palacio real. Tras su estrepitosa caída en enero de 1677, fue desterrado a Filipinas y más de una década después pudo pasar a la ciudad de México. Entre las obras que estaba escribiendo al comenzar la década de 1690 se encontraba “un libro intitulado Despertador de Príncipes y Validos sobre la Vida de San Juan Bautista, en treinta y dos cuadernos a cuarto, en trescientas y veinte y una hojas sin encuadernar, manuscrito”[3]. ¿Cuál fue la reflexión que Valenzuela hizo sobre su caída? ¿Cómo pudo ayudarle escribir esta obra cuyo contenido no se conoce, más allá del título y extensión? Del desengaño de la corte surgía el concepto de caída cristiana, ensalzándose una virtud estoica frente a la mutabilidad de la navegación en el mar de los palacios. ¿Para qué conformarse con la gracia de los reyes cuando se puede aspirar a ser valido de Cristo? Los privados caídos se declaraban devotos y buscaban medrar en la corte celestial.
La reflexión sobre la caída desbordaba el ámbito de los diccionarios de las lenguas para ampliarse en los tratados de la época sobre los príncipes político-cristianos, los privados y ministros. Diego Saavedra Fajardo le dedicó dos empresas de su Idea de un Príncipe Político Christiano representada en cien empresas (Munich, 1640 y Milán, 1642), que fueron citadas por el diccionario de Autoridades. En la empresa 50 el diplomático murciano analizó el “arte de los validos”, que manejaban la Europa de su tiempo (ELLIOTT y BROCKLISS, 1999). Para examinar los ejemplos de caídas de privados Saavedra Fajardo no tenía que remontarse a los casos de los antiguos, sino solo observar los modernos “derribados en nuestra edad los mayores validos del mundo: en España, el duque de Lerma; en Francia, el mariscal de Ancre; en Inglaterra, el duque de Boquingan”, añadiendo trayectorias desastradas en las Provincias Unidas y en las cortes imperial y pontificia. Ante la inevitabilidad de la caída, recomendaba a los validos saber retirarse a puerto seguro a tiempo, evitando el naufragio. Pero también recordaba cómo Séneca quiso moderar su valimiento previendo el precipicio inminente, y su retiro no impidió su muerte por orden del emperador.
En otros tratados de la segunda mitad del siglo XVII tuvo eco esta temática. Andrés Mendo recogió el tópico “el no haber más que subir, es la señal más cierta de caer” en el documento LXXVI de su obra Principe perfecto y ministros aiustados, documentos politicos y morales en emblemas (Lyon: “A costa de Horacio Boissat y George Remeus”, 1662: 88-91). El jesuita riojano apuntaba que “suben algunos, que eran antes tortugas, a la mayor altura, mas es para caer con ímpetu y estrellarse”, recordando los casos de Sejano, Tomás Moro, el mariscal de Ancre, el duque de Friedland, o privados castellanos del siglo XV como Ruy López Dávalos y Álvaro de Luna. La clave para los ministros favorecidos era trocar la acción de caer por la de bajar, cambiando la fatiga de los negocios por la tranquilidad de los medianos, de forma que lograsen “el descanso de su casa, el gusto de su familia, es suyo el tiempo, cuentan su edad, y no la desperdician, tienen más vida, porque solo ellos saben vivir”. La alquimia de los validos era permutar las cumbres llenas de riesgos por el puerto seguro de la mediocridad, conservando en parte los beneficios obtenidos en tiempos de prosperidad. Sin embargo, los ejemplos de la historia ponían de relieve la dificultad de la conservación de quien había gozado de la privanza y trataba de retirarse. Al levantarse de la mesa y dejar el juego de la corte, quienes habían sido validos se arriesgaban a sufrir la persecución de los que pasaban a ocupar su asiento, y pretendían tanto su puesto como el patrimonio acumulado.
Otro jesuita, Francisco Garau, también se ocupó del tópico “el más alto vive con más riesgo de caer”, en su tratado El sabio instruido de la naturaleza en quarenta máximas políticas y morales (Barcelona: “En Casa Cormellas, por Vicente Surià”, 1675: 121-122). El jesuita catalán subrayaba el vínculo entre grandeza y ruina, ya que “nada hay tan grande que no pueda perecer, pues le nace de su misma grandeza su ruina”. Dando un paso más allá, evocaba a filósofos que preferían compensar las prosperidades con “algún leve fracaso” que sirviese de antídoto y evitase la fortuna adversa. Este planteamiento tenía cierto paralelismo con el diseño del hombre discreto formulado por Baltasar Gracián, en el que un “venial desliz” del cortesano servía para huir de la perfección y aplacar la emulación de los rivales. Fernando de Valenzuela, privado de la reina Mariana, tenía esta edición de la obra de Garau entre sus libros de mano.
El valimiento era la quitaesencia de la inestabilidad, de la mudanza tornadiza de la fortuna. En tratados impresos y obras manuscritas se reiteraba esta imagen, asociada con diversos términos como fuego, caballo y ruina. En el Discurso del perfecto privado el agustino fray Pedro Maldonado, confesor del duque de Lerma, identificaba al privado con el fuego: “por eso el Privado con razón se puede comparar al fuego”, ya que “así como del fuego ni hemos de estar tan lejos que no nos alcance algo de su calor y abrigo”, “no tan cerca que nos queme, y haga daño su mucho favor, mayormente si después hemos de salir al frío”[4]. Esta reflexión clasicista sobre la justa distancia con el fuego y el sol tenía manifiestas raíces mitológicas en las figuras de Ícaro y Faetonte, y tuvo amplio recorrido en la emblemática asociada a los riesgos de la cercanía al fuego. También Saavedra Fajardo aludió en su empresa 50 a la privanza como oscilación entre el fuego del favor regio y el hielo de la caída en desgracia. El valimiento era un rayo capaz de fulminar y convertir el cuerpo en cenizas, ya que “fuego del corazón es la gracia” (SAAVEDRA FAJARDO, 1988: 326). El favor de los privados también era “un caballo bárbaro y ligero, y ha de ser muy buen jinete, y tener muy buenas piernas, al que no le descomponga la silla el favor cuando bien no lo derribe”[5]. Las privanzas eran espejos de ruinas, que los validos tenían que tener presentes para afrontar sus postrimerías[6].
Los campos semánticos del fracaso remiten a la noción de caída, como plantea Iván de los Ríos en el Glosario del fracaso, de acuerdo con un imperativo natural que implica que todo lo que nace y se desarrolla tiene que decaer en el orden del tiempo (RÍOS, 2021: 47). La fascinación por la caída tenía tres arquetipos: Faetonte, Ícaro y Luzbel, el ángel caído que fue castigado por un delito de lesa majestad contra la divinidad. Desde la pintura al teatro, Ícaro y Faetonte se convirtieron en espejos de los peligros de las elevaciones súbitas y la privanza. También encarnaban la fascinación barroca por la caída.
Conviene aproximarse al margen de maniobra de las personas en la gestión de un fracaso anunciado. Para ello, se opta por seguir la trayectoria vital y política de Fernando de Valenzuela, un privado extremo por la rapidez de su elevación, tan solo comparable en la monarquía de España durante la edad moderna con Manuel Godoy, quien ejerció el poder supremo de una forma prolongada a diferencia del breve ministerio de Valenzuela. Si la tratadística y la opinión pública consideraban inevitable la caída de un favorito, ¿qué estrategias podía este adoptar para desviar o atenuar su fatídico destino?
Fernando de Valenzuela había nacido en Nápoles en 1636, hijo de un capitán andaluz. Al quedar huérfano de padre en la infancia, se trasladó con su madre a Madrid. Se convirtió en un criado de grandes, sirviendo al duque de Infantado cuando ejerció la embajada del rey de España en Roma y el cargo de virrey de Sicilia (MAURA Y GAMAZO, 1915: 155-186). Regresó a Madrid y la forma de mejorar su fortuna fue desposarse con María Ambrosia Ucedo, quien había servido el puesto de moza de retrete de la reina Mariana de Austria entre 1655 y 1658, siendo promocionada en ese año a moza de cámara (NOVO ZABALLOS, 2015, II: 690 y 698). La boda le reportó a Valenzuela el puesto de caballerizo de la reina, que le permitía entrar en la esfera de las casas reales y optar de las ventajas vinculadas a la condición de criado de la reina Mariana.
El ascenso de Valenzuela comenzó en 1671 al obtener el puesto de conductor de embajadores y el hábito de Santiago. En octubre de 1673 los poderosos en la corte eran conscientes de que Valenzuela tenía influencia directa en la reina gobernadora, asegurando el flujo de información y sorteando las rigideces de acceso a la soberana por la etiqueta. Por ello, le denominaron “el duende de palacio”, un confidente que sorteaba el ceremonial para tratar asuntos en presencia de Mariana.
La vida de Valenzuela durante tres décadas había transcurrido en el anonimato de la gente corriente, en la sombra, al servicio de grandes y reyes, con penurias y necesidades en una monarquía sometida a tribulaciones en España e Italia. Con anhelos de poeta y confianza en sus capacidades personales para brillar en el teatro cortesano. A partir de 1673 fue acumulando signos de honor, ascendiendo en la jerarquía de las casas reales, adquiriendo señoríos de vasallos e ingresando como ministro en los consejos. El problema creciente era que optó por elevarse por la vía reservada a la aristocracia: los puestos supremos de las casas reales y el ejercicio de las alcaidías de los reales sitios, oficios reservados a los grandes de España y a la aristocracia titulada. En la corte había otras formas de medrar que no suscitaban la oposición de la grandeza, desde el ejercicio de los negocios hasta la carrera togada que culminaba en los consejos reales, o el servicio durante décadas en las covachuelas. Estos ascensos eran tolerados por la aristocracia de sangre. Valenzuela fue considerado monstruo por adentrarse en el espacio de reserva de las personas reales por parte de la alta nobleza.
En el periodo final de la regencia, Valenzuela se convirtió en el hombre de confianza de la reina Mariana, que intentó de forma infructuosa acercarlo al rey para ganarse su confianza. En 1675 su elevación provocó una lluvia de sátiras dentro de la guerra de plumas que analizó Héloïse Hermant (2012: 87-125). Por tanto, se pueden distinguir dos fases en la culminación del ascenso de Valenzuela. La primera, que se extendió entre 1673 y 1674, es el periodo en el que actuaba como medianero del favor de la reina Mariana y canal de información de la misma, cobrando crédito como intermediario eficaz para obtener oficios y mercedes del patronazgo regio. En este periodo la aristocracia áulica le consideraba un mediador eficaz para sus pretensiones en palacio. La segunda fase tuvo lugar entre 1675 y 1676, cuando la reina Mariana se sirvió de Valenzuela como plataforma para prolongar su poder más allá de la mayoría de edad del rey, tratando de configurar un nuevo valimiento en la persona de un hidalgo recién enaltecido. Para llevar a la práctica este diseño la reina le fue dotando a su hechura de todos los atributos de un valido: un título de Castilla, la llave dorada de gentilhombre de cámara del rey, una jefatura en las casas reales, la grandeza de España, la dirección del gobierno de la monarquía e incluso se daba por seguro en la corte, que estaba previsto que se publicase su nombramiento como consejero de Estado y un collar del toisón.
La elevación de Valenzuela fue paralela al proceso simbólico que le fue transformando en cada una de las imágenes retóricas asociadas a la caída. En la primera fase se metamorfoseó en un duende, figura bufa con un tinte demoniaco. Según el Tesoro de Covarrubias los duendes eran espíritus “de los que cayeron con Lucifer”, adoptando cuerpos fantásticos (COVARRUBIAS, 1987: 487). En el Diccionario de Autoridades duende era una “especie de trasgo o demonio”. Así, desde el comienzo de la culminación de su carrera cortesana ya se asociaba a Valenzuela con un espíritu caído vinculado con el diablo. En el segundo periodo se le identificó con Ícaro y Faetonte, alcanzando los aires desde el mundo subterráneo de los trasgos. Las alas del favor regio permitían el ascenso del hidalgo a una dimensión celeste, reservada para la alta nobleza. Como se indicaba en los poemas satíricos que circulaban por los mentideros de la Villa Coronada:
Valenzuela, con plumas de oro vuela
Valenzuela, a los grandes da fortuna
Valenzuela, engañó a Liche y a Osuna
Valenzuela, es quien guisa la cazuela
Valenzuela, se engolfa a remo y vela
Sin valer Valenzuela cosa alguna
Valenzuela, es un cuerno de la luna
La balanza del mundo es Valenzuela
Valenzuela, es quien todo lo atesora
Valenzuela, es el vale a cuanto vaque
Valenzuela, es el Señor de la Señora
Valenzuela, es el Duende y aun el Draque
Pues que le falta a Valenzuela ahora
Que como al Confesor Don Juan le saque[7].
El privado era un nuevo Ícaro cuyo ascenso predecía su final. El discurso político de la inevitabilidad de la caída de Valenzuela se ilustraba con ejemplos e imágenes, y servía a la vez como augurio, amenaza y sentencia. El hidalgo se tenía que contentar con su esfera, desistiendo de escalar a una cumbre que le estaba vetada. Las facciones cortesanas de aristócratas y ministros usaban las sátiras como arma para reducir el margen de maniobra del privado ante la opinión común de la villa y los reinos. La transformación de Valenzuela en Ícaro le convertía en algo efímero y desastrado, en caso de no ceder y retirarse.
Del augurio fatídico se pasaba a la amenaza cuando se iban multiplicando las sátiras que concluían con la imagen del cuchillo que cortaba la cabeza o la horca. El nuevo Ícaro era forzado a colocarse otras máscaras que distorsionaban su identidad. La imagen de “Sejano segundo” no solo permitía asociarle con el privado más glosado de la Antigüedad romana, sino que implicaba una sentencia con respecto a su fin[8].
Embajador de Venecia
Fuiste sin salir de casa
Y Capitán General
Un mes, por vía ordinaria.
Gentilhombres sobre doce
Marqués mi Señor te llaman
Caballerizo mayor
Y obrero de la real casa.
Perpetuo gobernador
De las tres cazas vedadas
De la hacienda real, el fiat
De sus tesoros, el Papa.
Grande, del Tusón, Valido
Todo en cincuenta semanas
El diablo quede por firme
Obrero mayor tus trazas.
(…)
Mira Seyano segundo
La infausta historia romana
Que sí de allí empezó Livia
Aquí liviana la acaba.
Grandes, Nobles y Plebeyos
Si amáis la querida patria
Ya es tiempo que salgáis de Madre
Y que la Anatema salga.
Púrpura nuestra vergüenza
Cielo como no le aclaras
Alba como no amaneces
Y tú, Sol, como no abrasas.
Teme el día Duende grande
Que yo espero en la plaza
Al son de una cuerda sola
En el aire hagas mudanzas[9].
En la guerra de las plumas se arengaba a los magnates a intervenir para ejecutar al monstruo, incitando a la púrpura del cardenal Pascual de Aragón, arzobispo de Toledo, al sumiller de Corps duque de Medinaceli, al juanista duque de Alba e incluso al mismo rey Carlos II. La anunciada muerte legal de Valenzuela ya no consistía en cortarle la cabeza, sino en aumentar su humillación tratándole como un plebeyo y destinándole a la horca, despojándole de los privilegios inherentes a la condición heredada de hidalgo. La plaza mayor de Madrid sería el teatro donde se presenciaría el triunfo de la justicia, eliminándose de forma pública al advenedizo para restaurar el orden natural quebrado. Una catarsis de purificación que era eco del degollamiento en la plaza de otro monstruo, Rodrigo Calderón, que tuvo lugar el 21 de octubre de 1621, como rito que marcaba con un sacrificio humano la sucesión de facciones en el gobierno de corte (MARTÍNEZ HERNÁNDEZ, 2009).
La ofensiva de los papeles no se frenó con la advertencia de la muerte legal de Valenzuela, sino que se adentró en un espacio más tenebroso, el de la muerte ritual en manos de la aristocracia. Sin jueces, sin fiscales, sin autos, sin proceso ni sentencia judicial. La libertas de la alta nobleza contenía su derecho a restaurar el orden en un mundo al revés incluso frente a una majestad incapacitada por hechizos. Para liberar a Carlos II había que separarlo de la reina madre y acabar con Valenzuela. A este fin tenían un ejemplo historial moderno en las cortes europeas, y sus polemistas solo tenían que mencionar un nombre para que quedase manifiesto el alcance del funesto vaticinio: Ancre.
El caso de Concino Concini, mariscal de Ancre, se reiteraba en los tratados como advertencia a los privados y fue evocado, entre otros, por Saavedra Fajardo y Andrés Mendo. Su muerte y el ensañamiento ritual con los pedazos de su cuerpo ofrecían un ejemplo real y tangible del precipicio que ponía punto final a un valimiento (Figura 2). El asesinato de Concini, privado florentino de la reina María de Medicis, que tuvo lugar en las puertas de Louvre el 24 de abril de 1614, presentaba una doble vertiente. Por un lado, la legitimación de su muerte por disparos de armas de fuego al intentar supuestamente defenderse cuando iba a ser detenido por las guardias del rey Luis XIII. Por otro, la multitud profanando su cuerpo, arrancándole los ojos, la nariz y los testículos entre imprecaciones insultantes contra la reina madre. El cuerpo fue arrastrado, despedazado y quemado (BLANCHARD, 2009; DUBOST, 2017).
Fig. 2: Ejecución y profanación del cuerpo de Concino Concini, mariscal de Ancre, el 24 de abril de 1617 en París.
Fuente: BnF, département des Estampes.
El ritual de la profanación del cuerpo de personajes poderosos caídos en desgracia ni siquiera era lejano en tiempos de Valenzuela. Un estrecho aliado de la corona, Guillermo de Orange, había asumido la dirección del gobierno de las Provincias Unidas en 1672 tras el asesinato de los hermanos De Witt, seguidos de un ensañamiento con los cuerpos que llegó incluso a actos de canibalismo, como en el caso anterior (Figura 3).
Fig. 3: Los cuerpos de los hermanos De Witt, de Jan de Baen.
Fuente: Rijksmuseum.
Por tanto, el mensaje dirigido al privado de la reina Mariana a través de los algunos escritos era indudable. Por la corte de Madrid circularon unos poemas titulados Vida, muerte y milagros del Mariscal de Ancre Masacorral, Privado de la Reina Madre Maria de Medicis y del Christianísimo Rey Luis 13 su hijo, que es copia verdadera de Don Fernando Valenzuela[10]. En los versos se narraban los modestos orígenes de Concino Concini, trazando un paralelismo con los hidalgos hambrientos. Se aludía a la “consorte sabandija” de Concini, que compartió su desgracia al ser quemada por traición y brujería, describiendo el ascenso en honores del favorito, el malestar de la aristocracia y cómo usurpó el poder de un rey “maleficiado de la Madre”. Según el poema la elevación de Concini suscitó la oposición del parlamento de París y la movilización de los grandes al considerar “que el Rey estaba dormido”. Ancre era cosificado como “monstruo inhumano” que se beneficiaba del favor de una “Reina maleficiada”. En los versos se detallaba la profanación del cuerpo de Concini tras su asesinato, cómo lo arrastraron, ahorcaron, quemaron y trocearon, incluyendo la referencia al canibalismo. El poema proseguía con la ejecución de la esposa de Concini, la confiscación de sus bienes y su reparto entre los cortesanos cercanos al rey, así como el destierro de la reina madre. Los versos concluían con una crítica a los que seguían el partido de la “Reyna, Marqués, Condestable, Confesor y sabandijas”, criticando al jesuita Mateo Moya, confesor de la reina Mariana, lo que dejaba ver además el trasfondo de pugna de órdenes religiosas latente tras las guerras de plumas, que enlazaban polémicas teológicas entre jesuitas y dominicos con conflictos de facciones en la corte de Madrid. Una parte relevante de las plumas de cada partido eran clérigos regulares y seculares. Por otro lado, la alusión a reyes y reinas “maleficiadas” permitía evocar el principio de rex inutilis y desobedecer las órdenes del soberano, llegando a cuestionar la majestad.
De este modo, la evocación del desastrado final del mariscal de Ancre sirvió de admonición del precipicio inexorable al que se aproximaba Valenzuela en su ascenso, y del fin que le esperaba a su casa. Entre abril y diciembre de 1676 existía un marcado contraste entre los honores y dignidades que iba recibiendo el marqués de Villasierra, que se reflejaban en el creciente lujo de su residencia en Madrid, con el destino profetizado por las sátiras en su contra.
No todos los escritos condenaban a Valenzuela, algunos adoptaron la forma retórica de consejos neutrales que decían animar al privado a una salida que evitase el desastre.
Don Fernando escuche
Sin enojo V. E.
A quien celoso le advierte
Y sin odio le aconseja.
Yo asiento que la fortuna
La debe a sus muchas prendas
Aunque diferente origen
Darle la envidia pretende.
Mas supuesto que ha llegado
A tocar en la eminencia
Prudente con el retiro
Afirme un clavo a su rueda.
De continuo movimiento
La matemática enseña
Que quien ya subir no puede
Haya de bajar con fuerza.
Que pidiendo un mismo caso
La pregunta y la respuesta
A tan violenta subida
Sigue caída violenta.
(…)
Vuelva los ojos y mire
Tantas caídas sangrientas
Que le ofrecen sus Historias
Naturales y extranjeras.
De incautos ambiciosos
Tantas cortadas cabezas
Y asegurará la suya
Si escarmienta en las ajenas.
Las alas de la ambición
Son más blandas que de cera
Logre en Ícaro escarmiento
Y sus precipicios tema.
Y en fin si aqueste consejo
No me admite V. E.
Temo que se acuerde de mi
En el fin de la carrera[11].
¿Cómo reaccionó Valenzuela ante estos augurios y amenazas? ¿Cuál fue su estrategia para eludir la caída implacable? Numerosas fuentes indican que al entrar y salir de su casa el hidalgo leía un escrito frente a la puerta, teme el día, un Carpe Diem que le incitaba a reflexionar sobre la previsión del final.
Desde mediados de 1675 los cortesanos comenzaron a especular sobre cuál sería el camino que seguiría Valenzuela para canalizar su ascenso sin suscitar la oposición de la aristocracia de palacio. El embajador de la república de Venecia, Girolamo Zeno, dio cuenta en mayo de 1675 de cómo el intento de Valenzuela de convertirse en gentilhombre de cámara del rey había provocado el rechazo frontal de los grandes y títulos. El embajador especulaba con la posibilidad de que “sia egli per contenersi in Sfera accomodata al suo grado”, planteando la posibilidad de que pudiera optar al puesto de secretario del despacho universal, desplazando a Pedro Fernández del Campo[12]. En efecto, la dirección de la covachuela era un medio de medrar menos amenazador para los grandes que obtener una llave dorada en la cámara del rey. Sin embargo, Valenzuela no optó por la vía de la pluma y siguió brillando en los juegos ecuestres, en la organización de las comedias y en los festejos de las casas reales, emulando a la aristocracia palatina.
El 6 de noviembre de 1675 Carlos II cumplió catorce años y alcanzó la mayoría de edad que le permitía ejercer la dirección del gobierno por sí mismo. Ese día tuvo lugar un intento fallido de que don Juan asumiera el puesto de primer ministro apoyado por una facción de los Guzmanes, desplazando a la reina y a su hechura. En aquella encrucijada Mariana logró imponerse, alejando de nuevo a don Juan (OLIVÁN SANTALIESTRA, 2006: 251-268; MITCHELL, 2023: 227-234). El precio que se comprometió a pagar la reina a cambio del acuerdo con la aristocracia que controlaba la cámara del rey fue el sacrificio de su criatura, quien tendría que salir de la corte y trasladarse a Italia, acomodado como embajador en Venecia. Durante un mes Valenzuela estuvo prudentemente retirado, por indicación de la reina Mariana, que renegociaba su destino de forma infatigable. En Zamora, Antonio Moreno de la Torre anotó en su diario con satisfacción y en tono burlón “el Duende no aparece. Tengo para mí se habrá ido a los sótanos”[13]. ¿Se había desvanecido el duende?
Buscar un “retiro acomodado y honroso” era la fórmula con la que el duque de Medinaceli quería apartar a Valenzuela de su camino al valimiento sin irritar en demasía a la reina Mariana, siguiendo los arcanos del arte de la privanza[14]. La hechura de la reina debía seguir los mismos pasos que Juan Everardo Nithard, su confesor jesuita, obligado a partir a Roma por la acción de don Juan con el respaldo de buena parte de la aristocracia de palacio y del ministerio de los consejos. El mismo partido de la reina había seguido esta política para deshacerse de aristócratas inquietos, como el marqués de Liche, hijo de don Luis de Haro, enviado a Roma como embajador. Esta forma honorífica de desterrar de la corte a un candidato a la privanza se había practicado con frecuencia en varios reinados, sirviendo como ejemplo el intento infructuoso de impedir el valimiento del marqués de Denia nombrándole en 1595 virrey en Valencia para alejarlo del príncipe Felipe.
Un sector de la aristocracia no estaba conforme con esta solución de compromiso. Hubiera preferido el encarcelamiento de Valenzuela, la confiscación de sus bienes y un juicio severo. Es decir, escenificar de forma pública la caída del advenedizo, de modo que sirviese de ejemplo en la corte y los reinos para conservar la jerarquía del rango y que los hidalgos no tratasen de emular a los grandes. Sin embargo, el duque de Medinaceli, sumiller de corps y favorito del rey, impuso el acuerdo con la reina, que implicaba confirmar la concesión del título de marqués de Villasierra al advenedizo a cambio de su salida de la corte rumbo a Italia. No tuvo Medinaceli en cuenta la tenacidad de Mariana, que no cejó hasta conseguir trastocar el destino en Italia por el puesto de capitán general de la Costa del reino de Granada. En vez de a Venecia, el duende iría a Vélez-Málaga.
Aprender un nuevo arcano: invisibilizar la caída. Frente a la penosa salida de la corte del confesor Nithard, Fernando de Valenzuela partió de madrugada acompañado de un puñado de fieles, cuando la corte todavía no se había despertado. Desaparecer, esfumarse sin saber la dirección, cuando casi todos ignoraban el verdadero destino.
A principios de 1676 Valenzuela se estableció en la costa del reino de Granada, pero pronto quiso cambiar este mando militar por un puesto más honroso, el de capitán general del reino de Granada con residencia en el palacio de La Alhambra. En Granada tuvo ocasión de optar por un “retiro acomodado y honoroso”, que le permitiese clavar la rueda de la fortuna y prevenir la anunciada caída. En la corte de Madrid circuló el rumor persistente de que la reina se estaba planteando seriamente retirarse a Granada con las elevadas rentas que le garantizaba el testamento de Felipe IV, dejando de pugnar con la aristocracia palatina por el control de la persona del rey. Granada parecía un ensueño en el que disfrutar de los divertimentos que organizase el marqués de Villasierra, con el que compartía el gusto por la comedia y las lecturas de libros de caballería. La reina era más devota que su privado que, en todo caso, siempre podía fingir piedad. Sin embargo, esta perspectiva apacible se fue evaporando. Valenzuela aprovechó el favor de la reina para desafiar el poder de la Chancillería y del cabildo secular de la ciudad, pretendiendo la preeminencia en el ceremonial, ocasionando ruidosos conflictos.
En su inicio la estancia andaluza de Valenzuela había suscitado expectación también por otra posibilidad. El marqués de Villasierra tanteó al obispo de Málaga como posible compañero de gobierno si retornaba a Madrid. Sin duda por indicación de la reina Mariana, se diseñaba un triunvirato que ejerciese el poder, compuesto por el obispo, el presidente del consejo de Castilla, el conde de Villaumbrosa, y el propio Villasierra. La fórmula del poder compartido podía ser un modo de evitar los peligros de un valimiento individual, reforzando la prolongación de la injerencia de la reina en el gobierno con el respaldo de la toga en la persona de Villaumbrosa, y de un virtuoso prelado como el obispo de Málaga. Aunque no solo interesaba su piedad, sino su sangre. El dominico Alonso de Santo Tomás era uno de los hijos naturales de Felipe IV más destacados y podía servir para contraponer un hermano a otro hermano, don Juan. Como apuntaban los informantes de la corte de Francia, “si gioca a carte segrete”. En el hipotético triunvirato la sustancia quedaría en manos de Valenzuela, legitimado por la presencia del obispo y la colaboración del presidente del consejo de Castilla[15]. Aunque la opción del obispo de Málaga se barajó en diversas ocasiones en los mentideros de la corte regia, nunca llegaría a materializarse.
En abril de 1676 Valenzuela estaba de nuevo en la corte, dispuesto a culminar su elevación en las casas reales y en el gobierno de la monarquía. Con todo, no era Valenzuela el que elegía los tiempos, sino su patrona, la reina Mariana de Austria, quien le favorecía y le consideraba más apto para dirigir la monarquía que a los grandes y títulos. El sagaz agente de la Casa Barberini en Madrid, Domenico Millanta, supo captar la encrucijada en la que se encontraba el partido de la reina. Valenzuela residía de incógnito en la corte, mientras entre sus adversarios prevalecían dos dictámenes encontrados. Una parte se esforzaba en alejarlo de nuevo del palacio. Pero, según Millanta, había otros a los que les agradaba el regreso de Valenzuela “et lo desiderano primo ministro, supponendo che l´estremi favor debbino accelerare i suoi precipizzi”[16]. Culminar la elevación de Valenzuela era empujarlo al abismo, hacer irreversible y absoluta su caída, debilitando a la reina.
A partir de abril los pasquines y sátiras volvieron a inundar la corte coincidiendo con la exaltación de Valenzuela en palacio y los reales sitios. De nuevo, el agente Millanta supo comprender el peculiar juego de sentimientos entre la patrona y su criatura. El 26 de junio de 1676 informó a sus patrones que “la Regina si sodisfa assai più della grandeza di Valenzuela che egli medessimo”, dado que “Valenzuela giorno e notte pensi ad altro che alla sua grandezza, et che non sia per durare un pezzo la sua felicità, quanto depende dall´afanno della Regina, et dalla incapacità del Re”[17]. Mariana estaba empecinada en jugar la carta de Villasierra como forma de prorrogar de forma indefinida el sistema de poder de la regencia. En frente tenía de forma abierta a la aristocracia palatina y, de un modo más sinuoso, al propio Carlos II.
Tanto la reina como Valenzuela eran conscientes que un régimen personal del marqués de Villasierra sería débil en términos de apoyos en la corte. Por ello, intentaron en diversas ocasiones repetir y materializar el diseño que habían tanteado con el obispo de Málaga, es decir, un valimiento compartido. En el triunvirato podía entrar el duque de Medinaceli, el cardenal Pascual de Aragón y, más tarde, los otros jefes de la casa del rey[18]. Los intentos fueron fallidos ya fuese por la abierta negativa de algunos a compartir el poder con Valenzuela, o por los recelos entre facciones cortesanas. El anhelo por formar una junta de ministros que dirigiese el gobierno de la monarquía y canalizase el patronazgo reflejaba el intento de Mariana y su criatura por clavar la rueda de la fortuna, dotar de estabilidad al ministerio y fortalecer su partido.
En julio de 1676 la reina Mariana y su privado fulminaron al secretario del despacho universal. Pedro Fernández del Campo también era una hechura de la reina, que había ascendido gracias a su favor, colocando a su parentela en oficios y dignidades, y recibiendo el título de marqués de Mejorada. La opinión común de la corte asistió sorprendida a la súbita caída de un secretario tan poderoso durante años. Después de un periodo de incertidumbre, Mariana y Villasierra diseñaron una caída atenuada. En vez de visitas específicas y revisión de papeles, se le concedió un retiro honoroso con rentas. Por un lado, Mejorada conocía con gran detalle el engranaje de la monarquía y los movimientos del partido de la reina, tal vez no convenía irritarle demasiado. Por otro, a la reina Mariana le preocupó siempre ser una patrona justa y proteger de algún modo a sus criados. Por último, quizá de algún modo Valenzuela estaba delineando la caída a la que aspiraba, un retiro acomodado tras la pérdida del favor.
El 9 de noviembre de 1676 Antonio Moreno de la Torre anotó en su diario en Zamora: “Privado grande Valenzuela. Súpose que Valenzuela es grande y privado, debelo de merecer. Pero a mucho subir será Luzbel[19]”. El nuevo Ícaro se transformaba en Lucifer, espejo del ángel caído por lesa majestad divina. El nombramiento como grande de España del marqués de Villasierra supuso un punto de no retorno para el sistema de poder de la reina Mariana. Se le otorgó la dirección del gobierno de la monarquía como primer ministro, con residencia en el cuarto de príncipes en el palacio real. La mayoría de los grandes optaron por inclinarse a los medios violentos para desalojar del poder a la reina Mariana y su criatura, apoyando con tropas y dinero a don Juan.
El régimen de Mariana estaba al borde del colapso en la segunda quincena de diciembre de 1676. ¿Cómo intentaron impedir la caída la reina y el primer ministro? Mariana reunió en juntas a los aristócratas que se mantenían todavía en su partido. Villasierra sondeó la posibilidad de una defensa armada movilizando el regimiento de la guardia del rey para intentar oponerse a la jornada militar que don Juan estaba organizando desde Zaragoza hacia la corte. Sin embargo, la violencia política estaba excluida de hecho en la pugna de facciones en el gobierno de corte. Los alardes armados del regimiento de la guardia del rey y de las tropas que seguían a don Juan eran solo eso, alardes. Ninguna de las partes estaba decidida a disparar un arcabuz, sino que trataban de conseguir una posición ventajosa para negociar en la corte con más fuerza. La violencia extrema se escribía en los pasquines, no se ejercía en la pugna política cortesana en aquel periodo.
La imposibilidad de impedir la caída dio paso a la ansiosa búsqueda de una caída negociada por parte de la reina y su partido. En una coyuntura crítica la mejor opción era encomendarse a la mediación del prelado más poderoso de la monarquía, en parte también por su cercanía física a la corte de Madrid. Mariana no tuvo más remedio que autorizar la llamada a la corte del arzobispo de Toledo, el cardenal Pascual de Aragón, aun siendo consciente del desengaño de este con respecto a su régimen, así como su animadversión extrema hacia Valenzuela.
Desde el partido de la reina Mariana ofrecieron a Pedro Antonio de Aragón la presidencia del consejo de Italia, confiando que su hermano garantizase al menos la seguridad de Villasierra, que estaba dispuesto a salir de la corte de forma inmediata[20]. Pedro Antonio declinó la desesperada oferta. El juego con la expectativa de ocupar vacantes en las jefaturas de las casas reales y en las presidencias de los consejos que tanto había utilizado la reina para tener asida a la aristocracia ya no rendía frutos. A finales de diciembre Mariana y Valenzuela optaron por otra fórmula. El rey encargó al prior de El Escorial acoger a Villasierra. Frente al avance de don Juan hacia Madrid con numerosas tropas en enero de 1677, el valido se acogió a la protección de la inmunidad eclesiástica. Había buenos ejemplos de privados que se resguardaban en la esfera eclesiástica ante su inminente caída. Al duque de Lerma la púrpura cardenalicia le había protegido en tiempos de desgracia (FEROS, 2002: 413-462; WILLIAMS, 2006: 231-236).
En enero de 1677, aunque los aristócratas liderados por el duque de Medinasidonia y el hijo del duque de Alba habían extraído a la fuerza a Valenzuela del real monasterio, el engranaje de la defensa de la inmunidad de la iglesia comenzó a moverse en la nunciatura y la corte pontificia. ¿Fue esta la circunstancia que permitió a Valenzuela salvar la cabeza? Con la mediación de Roma, Valenzuela fue desterrado por diez años a una prisión en Filipinas. Todos los oficios y mercedes que recibió quedaron anulados, y sus bienes confiscados. Su esposa, familia y criados fueron perseguidos y maltratados. La reina Mariana tuvo que trasladarse a Toledo. Mientras don Juan vivió no pudo volver a pisar la corte. En vano rogó a su hijo durante años a favor de su hechura. Ni siquiera cuando pudo regresar a Madrid tras la muerte de don Juan en septiembre de 1679 pudo avanzar de forma sustancial en sus negociaciones múltiples a favor de Valenzuela. Carlos II, y sus validos aristócratas que dirigían el gobierno, el duque de Medinaceli y el conde de Oropesa, se opusieron con firmeza al retorno de Valenzuela a España.
En 1689 se permitió a Valenzuela trasladarse a México. Por aquel tiempo comenzaron a aparecer escritos en el entorno de la reina madre que defendían el regreso de Valenzuela a la corte y su rehabilitación en cargos y honores. ¿Qué reflexiones hizo en Cavite y México en torno a su caída? ¿Se limitó a adoptar la pauta de la caída cristiana, del desengaño de la vanidad de la corte? Valenzuela nunca dejó de instar para recuperar el honor y útil del que había sido privado. Falleció de un accidente en enero de 1692. Como en el juego de la corte, el tiempo cortaba anhelos de retorno y aspiraciones de volver bajo la protección de la reina madre.
Caer, estrellarse. Caída de rey, caída de reina, caída de primer ministro, caída de valido. Valenzuela intentó sin éxito zafarse de las imágenes que le sentenciaban. Salvó la cabeza, pero perdió sus bienes, cargos y dejó de ser pariente, incluso primo del rey. De la naturaleza de hidalgo no podía ser privado. Contra su voluntad, entró en la galería de ejemplos historiales de privanza desastrada. Otro caso para la filosofía moral.
Bibliografía
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* Este estudio ha sido realizado en el marco del proyecto “FAILURE. Reversing the Genealogies of Unsuccess, 16th-19th centuries”, programa H2020-MSCA-RISE, Grant Agreement 823998.
[1] Seguimos la traducción castellana de la obra de Boccaccio titulada Cayda de principes, publicada en Sevilla: “Meynardo Ungut y Estanislao Polono, compañeros, 29 decembre”, 1495, folio IIIr.
[2] Diccionario de Autoridades, tomo II (Madrid: “en la imprenta de Francisco del Hierro, Impressor de la Real Academia Española”, 1729; edición facsímil, Madrid, Gredos, 1990), p. 51.
[3] Archivo de la Nobleza (Toledo), Osuna, legajo 2026-24 (3).
[4] Biblioteca Nacional de España (en adelante, BNE), Mss. 6778, capítulo 3, folio 5. Al respecto remito a GARCÍA GARCÍA (1997).
[5] Obra manuscrita titulada “A un Gran Privado”, BNE, Mss. 8512, folio 86.
[6] “Discursos y Avisos necesarios a bien vistos, y favorecidos de Príncipes, Soberanos (…)”, BNE, Mss. 8512, ff. 10-24.
[7] BNE, Mss. 3884, f. 43.
[8] Sobre la visión en torno a Sejano en la tratadística remito a Quirós Rosado (2021).
[9] BNE, Mss. 3712, f. 53.
[10] BNE, Mss. 2034, ff. 61-72.
[11] BNE, Mss. 3884, f. 3.
[12]Carta de Girolamo Zeno; Madrid, 15 de mayo de 1675. Archivio di Stato di Venezia (ASVe), Dispacci degli Ambasciatori al senato, Spagna, 115.
[13] Diario de Antonio Moreno de la Torre. Zamora, 1673-79. Vida cotidiana en una ciudad española durante el siglo XVII, editado por F. J. Lorenzo Pinar y L. Vasallo Toranzo. Zamora, Diputación de Zamora, 1990, p. 113. Con cierta tristeza el autor del diario tuvo que anotar días después, el 18 de noviembre de 1675: “Se ha quedado el Duende” (ibíd., p. 114).
[14] En los Documentos y avisos necesarios a bien vistos y favorecidos de Príncipes (…), manuscrito citado, se recomendaba apartar los rivales en la privanza y que “trates de hacer bien, más no cerca de la persona del príncipe, sino en retiros acomodados y honrosos” (BNE, Mss. 8512, 14).
[15] Madrid, 19 de febrero de 1676. Archives du Ministère des Affaires Étrangères (París), 37 CP Espagne, 62, f. 316.
[16] Carta de Domenico Millanta. Madrid, 8 de abril de 1676. Biblioteca Apostólica Vaticana (en adelante, BAV), Barb. Lat., 9871, f. 93.
[17] Carta de Domenico Millanta. Madrid, 26 de junio de 1676. BAV, Barb. Lat., 9871, f. 197.
[18] En la correspondencia cruzada entre Pedro Antonio de Aragón y su hermano el cardenal Pascual de Aragón, arzobispo de Toledo, se detallaban varios de estos intentos fallidos, como el de finales de julio de 1676, también emulados por quienes se oponían a Valenzuela, como el conde de Oropesa, y trataban de derribarlo y aprisionarlo con un ministerio colegiado alternativo del que formasen parte el arzobispo de Toledo e incluso el propio don Juan. BNE, Mss. 2043, ff. 259-306.
[19] Cit., p. 129.
[20] Carta de Pedro Antonio de Aragón a su hermano. BNE, Mss. 2043, f. 538.
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