Reseña de SERRANO, E. y CRIADO, J., (Eds.) (2022). Santos extravagantes, Santos sin altar. Mártires modernos, Madrid: Sílex. 420 pp., ISBN 9788419077479.
Alfonso Esponera Cerdán, OP *
Facultad de Teología San Vicente Ferrer-UCSM, España
aespo.ar@dominicos.org
Recibido: 09/06/2023
Aceptado: 24/06/2023
Palabras clave: santos extravagantes; mártires; Edad Moderna; Pedro Ribanedeira.
Key words: extravagant saints; martyrs; Early Modern Age; Pedro Ribanedeira.
En 1604 se publicó el Libro de vida de Santos que comúnmente llaman Extravagantes, porque la Santa Yglesia no reza dellos en el Breviario Romano. El Flos Sanctorum o Libro de las Vidas de los Santos, del jesuita Pedro de Ribadeneira, o sea de los que extravagan, que caminan fuera de la oficialidad del Santoral Romano y es que múltiples postulantes a la santidad se quedaron en el largo camino hacia la Canonización debido a causas diversas tales como problemas financieros con los que afrontar los caros Procesos, problemas con la Inquisición pasando por enfrentamientos entre Órdenes religiosas, o porque fueron víctimas de la cambiante política papal, sin olvidar que los nuevos mártires de las misiones (América, Oriente) potenciaron virtudes heroicas.
Se recogen en este volumen -fruto de un español Proyecto de Investigación de la AEI- diversos trabajos que estudian de manera transversal esa categoría introducida por Ribadeneira con afán de comprender las múltiples facetas que el problema de la santidad tuvo en el mundo de la Contrarreforma. Son aportaciones de reconocidos especialistas en el estudio de la santidad moderna, desde diversas perspectivas como podrá observarse.
Después de la amplia Introducción de los editores (pp. 11-25), Miguel Gotor ofrece “’El excesivo fervor de aquel santo hombre’: los orígenes del modelo hagiográfico de San Camilo de Lelis en las biografías de Sanzio Cicatelli entre censura y autocensura (1615-1627)” (pp. 27-40). En él presenta la situación y compleja relación existente entre la Santa Sede, la Congregación de los Camilos y su cardenal protector al final de la vida del fundador, basándose en la versión manuscrita de la vida de Lelis a cargo de su biógrafo Sanzio Cicatelli y las ediciones censuradas que se hicieron entre 1615 y 1627, perfilándose su modelo hagiográfico. Problemas económicos y políticos, unidos al hecho del proyecto de clericalización de la asistencia sanitaria -la denominada “cuestión de los hospitales”-, y procedimientos inquisitoriales estuvieron detrás de todo ello. Muerto en 1614, se inició en 1619 su causa de Beatificación, pero fue beatificado en 1742 y canonizado el 29 de junio de 1746.
Jesús Criado Mainar en “Retrato funerario y anhelo de santidad. Apuntes en torno a algunas pinturas bilbilitanas de la Edad de la Contrarreforma” (pp. 41-65), analiza tres retratos pictóricos funerarios realizados entre finales del siglo XVI y los años centrales del siglo XVII correspondientes a Pedro Cerbuna (+1597), Clemente Paciencia (+1654) y Agustín Castán (+1651), ejecutados para mantener viva a través de los tiempos la memoria de su virtud y cuyo comportamiento era digno de ser emulado. Los tres que se estudian así como sus respectivas leyendas, responden a perpetuar la vera effigies de alguien en proceso de beatificación (Cerbuna), reconocer su munificencia (Paciencia) y admirar su resignación frente a los padecimientos físicos (Castán). Todos ellos conformando una especie de santidad local “directa” y por aclamación, sin causas ni procesos eclesiásticos, que poco tiene que ver con el modo de proceder trabajosamente construido por la Curia Romana, cada vez más reglado y estereotipado, y que al aventurarse por vías paralelas rozaba la heterodoxia.
La muerte del protestante Guillermo de Nassau, Príncipe de Orange, a manos del soldado borgoñón Baltasar Gérard en 1584 fue recibida en el mundo católico con júbilo y a su ejecutor, tras las crueles torturas y muerte que padeció, como un mártir, cuya biografía incorporó Alonso de Villegas entre sus Santos Extravagantes. A ello atiende el artículo de Fernando Baños Vallejo “Baltasar Gérard, asesino y mártir, entre los extravagantes del Flos Sanctorum de Villegas” (pp. 67-89), quien considera que este autor se vale de las convenciones hagiográficas para mostrar al magnicida como un Santo mártir. Como contrapunto del relato analiza varias relaciones protestantes que coinciden en afirmar que toda crueldad, dada la vileza de su acción, se queda corta y consideran su entereza como algo extraordinario, lo que para Villegas es sobrenatural. Baños Vallejo e aplica recursos del género de las Vidas de Santos comenzando con una comparación con el personaje bíblico Eleazar (1M 6,43-46). No le otorga el título de mártir, aunque algunos lo hagan, pero lo incluye entre los varones ilustres en virtud. En esta construcción hagiográfica Baños añade otro recurso presentado por Villegas: la analogía con un verdadero mártir; en este caso San Próculo de Bolonia, un soldado que mató en el 519 a un tirano arriano que perseguía a los católicos. El artículo se completa con tres apéndices en los que presenta el texto de Villegas sobre Gérard, el de San Próculo mártir y un fragmento del Fructus sanctorum en donde se brindan ejemplos de fortaleza.
Andrés Felici Castell en su “Imágenes y culto de un ¿olvidado? candidato a la santidad: Domingo Anadón” (pp. 91-121) aborda los retratos y sepulcro, realizados a lo largo de los siglos, de Domingo Anadón (1530-1602), dominico aragonés que profesó en Predicadores de Valencia. El autor hace un repaso pormenorizado de las pinturas conservadas, comenzando por los tres de Francisco de Ribalta haciendo hincapié en la representación de aquello que se va a destacar de Anadón: la limosna y la catequesis. Los frescos encargados por el Patriarca San Juan de Ribera para su Colegio del Corpus Christi en 1603, grabados de primera hora y una escultura de piedra blanca de 1616 para la puerta del convento de Predicadores completan este corpus retratístico de Anadón de los primeros momentos. La segunda oleada de imágenes se produce con la nueva biografía del Venerable publicada en 1716 en la que se incluye una imagen en la que se han modificado ligeramente con respecto a la canónica de Ribalta, los atributos que porta. Los dominicos por diversas causas no llegaron a relanzar su Proceso. En el siglo XVIII se encuentran pinturas en la turolense Loscos, su localidad natal, y una persistente memoria que le recuerda, al que se le rinde culto local.
La profesora Rosa Mª Alabrús Iglesias en “Martirio y santidad hispana en el Japón del siglo XVII” (pp. 123-132), analiza los martirios sufridos por los miembros de las Órdenes religiosas en sus misiones asiáticas, fundamentalmente en Japón y en el siglo XVII, y más concretamente en la década de 1620. Tras el debate de comienzos del siglo XVII sobre la disimulación del culto cristiano en tierras niponas, comenzó una represión de los franciscanos. A la persecución y martirio en Nagasaki en 1597 (los jesuítas Miki, Goto y Kisai y 23 hermanos franciscanos) le siguió en 1617 el de otros veinte religiosos más: franciscanos, jesuitas, agustinos y dominicos. Con la contraofensiva misional impulsada por el papado, según la autora, se reactivaron las persecuciones llegando en 1622 a ser 118 los religiosos martirizados de diferentes maneras. Pero a pesar de ello la santidad martirial, encaminada a los altares, sufrió importantes retrasos, lo que incrementó el listado de Ribadeneira. Sin embargo la actividad propagandística de Jean Bolland y seguidores llevó a una producción importante de historias de estos mártires e incluso a que el discurso eclesiástico catalán enfatizase la vocación de santidad catalana, globalmente considerada, poniendo varios ejemplos de ello.
Luisa de Carvajal y Mendoza fue una religiosa nacida en un pueblo de Cáceres, educada en la Corte y con una vida misional intensa en la Inglaterra anglicana gracias a sus orígenes familiares, sus amistades en los círculos cortesanos y su estrecha relación con la Compañía de Jesús. María Leticia Sánchez Hernández en “La insólita vida de Luisa de Carvajal (1566-1614). Una mártir truncada en los altares” (pp. 133-152), presenta la biografía de esta monja finalmente depositada en el relicario del monasterio de la Encarnación de Madrid (en su archivo se conservan sus obras completas así como su Proceso) tras su muerte en Londres en 1614. Huérfana prontamente, había sido recibida por su tío en un ambiente familiar de piedad, pero negándose a llevar una vida religiosa tradicional, se vio influida por confesores de la Compañía a la que dejó su herencia. Su obsesión por el martirio y su vocación misional le hicieron ir a Inglaterra con el objetivo de convertir a los herejes anglicanos. Detenida en varias ocasiones murió en la casa del conde de Gondomar en cuya capilla fue enterrada. Esta vida sacrificada fue postulada a la santidad incoando Proceso sobre su vida y virtudes en 1625 con una Positio en la que participaron treinta y siete testigos de diversos estamentos eclesiales y que se van desglosando. Como en todas las Causas, los testigos tenían que contestar a un cuestionario sobre el conocimiento que tenían de la aspirante, sus actos, su religiosidad. Finalmente, el Proceso no prosperó como muchos otros.
El profesor Jaime Elipe en “Devociones personales y familiares de las élites nobiliarias españolas y el culto de Santa María Magdalena a comienzos del siglo XVI” (pp. 153-171) estudia la vinculación de Santa María Magdalena con la familia Aragón, la descendencia de Fernando el Católico por parte de su hijo Alonso, Arzobispo de Zaragoza. Varios miembros de esta familia muestran especial predilección por ella, muy popular en la Edad Media. La presencia de Santos en los testamentos y en las capillas funerarias es elemento fundamental a la hora de determinar, con la consiguiente cautela, las devociones familiares. En la tumba de don Hernando de Aragón, Arzobispo e hijo de don Alonso, y su madre doña Ana de Gurrea aparecen diferentes Santos que el autor vincula en pura lógica al Arzobispo y a su madre. Allí se encuentra un medallón de Santa María Magdalena. La hija de don Alonso casada con un Medinasidonia y su sobrina Luisa de Borja, que había vivido con su tía en Sanlúcar de Barrameda, también parecen profesar devoción por la arrepentida de Magdala. La hipótesis sostenida por el autor es que hay devociones onomásticas, devociones heredadas -y esta parece ser una de ellas- y devociones propias. La situación familiar de Ana de Gurrea en Sanlúcar, donde vivió unos años amancebada con su cuñado, puede explicar -según el profesor-, la devoción a una santa “arrepentida” y redimida, algo que esperaría alcanzar la duquesa. Pero tampoco hay que olvidar la posibilidad que la cercanía de don Alonso de Aragón a las doctrinas de Raimundo Lulio, la intensa relación epistolar con Lefèvre d’Étaples, autor de un polémico texto sobre la Santa, y el hecho de editarse en 1521 la defensa de ella escrita por el dominico Baltasar Sorió, convergieron en el interés de don Alonso por ella y se proyectase en su descendencia.
El texto de Rebeca Carretero Calvo (“La representación artística de San Pedro Arbués a través de su Proceso de Canonización (Zaragoza, 1648)”) (pp. 173-210) ofrece un meticuloso estudio de este documento procesual, incoado en 1648 a instancias de su Arzobispo, el mercedario Juan Cebrián, para reimpulsar la Beatificación del Inquisidor Pedro Arbués, asesinado en 1485. La investigación debía acogerse a la modalidad de causas antiguas o casu exceptu, contemplada en la nueva normativa que Urbano VIII había promulgado en 1634 para regular el acceso a la santidad, que exigía la demostración de culto para las causas que afectaban a candidatos fallecidos hacía más de cien años, como sucedía con este aragonés. Es de interés que para una parte de las declaraciones actuaron como peritos los pintores zaragozanos Jusepe Martínez y Andrés Urzanqui, a quienes se encomendó revisar las representaciones del Inquisidor existentes, alguna de las cuales exhibía una antigüedad que excedía la centuria respaldando así la existencia de culto desde hacía más de cien años, como demandaba la norma pontificia. También se incorporó la descripción y un conjunto de dibujos de su tumba, con el catafalco que se disponía sobre la misma el día de su festividad. El documento ofrece además diferentes informaciones sobre diversos aspectos de la vida social, cultural y artística de la ciudad a medidos del XVII. El candidato no sería proclamado Beato hasta 1664, siendo declarado Santo dos siglos después.
En su aportación Paolo Cozzo (“El culto de los mártires dominicos en los valles valdenses (siglos XIV-XV): memoria y propaganda en la Edad del Risorgimento”) (pp. 211-223) analiza la utilización político-religiosa en el contexto del pleno Risorgimento italiano de un grupo de cinco dominicos piamonteses de finales del Medioevo que habían destacado en la represión de la herejía valdense, que habían sido martirizados y que la Santa Sede reconoció y aprobó entre 1853 y 1856 el culto inmemorial. Como explica el autor, el interés de la Santa Sede por estos dominicos no era inocuo y su canonización debe entenderse como una reacción frente a la creciente apertura en materia de libertad religiosa por parte de las autoridades civiles italianas, coincidiendo con la promulgación en 1848 del Statuto albertino, un texto constitucional que declaraba al Catolicismo como Religión del Estado al tiempo que sancionaba la tolerancia de otras confesiones, beneficiando de manera implícita tanto a valdenses como a judíos.
La contribución de Juan Luis González García (“Santos modernos e imágenes heterodoxas, de Palomino a Interián”) (pp. 225-246) propone una sugerente comparación entre los dos tratados pictóricos españoles más relevantes del siglo XVIII: el Museo pictórico y escala óptica de Antonio Palomino y Velasco y el Pintor cristiano y erudito del mercedario fray Juan Interián de Ayala. Son dos textos de planteamiento desigual, pues mientras que el primero está concebido para servicio de los pintores y se ocupa tanto de la libertad natural de este arte como de sus aspectos técnicos, el segundo está destinado a eruditos interesados por la Historia eclesiástica y pone el acento en cuestiones inherentes a la ortodoxia iconográfica. Lógicamente, ambos autores se interesan por la representación de los personajes sagrados, a lo que dedican muchos capítulos, pero mientras Palomino apenas da cabida a los Santos “modernos”, o sea los canonizados después de Trento, Interián les reserva buena parte de su tomo II. Tras un análisis en paralelo de los dos textos, el autor llega a la conclusión de que Palomino e Interián fueron hombres del Barroco por nacimiento y formación, que comparten una parecida perspectiva escolástica respecto a la teología de la imagen, minusvalorada en cierto modo por una parte de la crítica actual. A pesar de la escasa originalidad de su línea argumental, tanto uno como otro destacan por su extensa erudición y su capacidad para proponer ejemplos “locales”. Palomino se presenta como un excelente conocedor de la tratadística española, italiana y francesa, sin que falten textos latinos; Interián se sirve, sin embargo, de fuentes más seleccionadas que otorgan a su discurso un tono también más elevado. En palabras del profesor,
“el modo en que ambos abordan la figuración de los Santos modernos revela por su naturaleza y variedad un afán por equilibrar la tradición piadosa con la razón crítica propia de su tiempo y de su entorno y con la reivindicación identitaria de la santidad hispánica” (p. 246)
José Luis Betrán Moya (“Sobre Santos y Santas extravagantes en las hagiografías catalanas del Barroco”) (pp. 247-290) brinda un excelente trabajo sobre santidad y hagiografía catalanas de los siglos de la Edad Moderna desde los criterios que inspiraron al Padre Ribadeneira su tomo sobre Santos extravagantes. Es un sólido ejemplo de hagiografía territorial, elaborada por autores vinculados al clero regular y que tiene como responsables materiales al jesuita Pere Gil y al dominico Antoni Vicens Doménech. Los dos prepararon sus repertorios en la recta final del siglo XVI, en la senda marcada por Trento, pero mientras el primero permaneció inédito, el segundo fue impreso en Barcelona en 1602 y 1630. Las Vidas dels Sants de Cathaluña que foren naturals o visqueren o morien en ella o las reliquias dels quals se troban a Cathaluña del jesuita, escrita en catalán, incluye esbozos biográficos de noventa y cinco Santos, diferenciando entre catalanes y españoles; los primeros divididos, a su vez, entre Santos reconocidos oficialmente como tales por la Iglesia, y hombres y mujeres ilustres en santidad, pero no canonizados ni inscritos en martirologios. Por su parte, la Historia general de los Santos y varones ilustres en santidad del Principado de Cataluña del dominico se redactó en castellano y comprende ciento setenta y seis biografías, de los que ciento seis corresponden a Santos “en el sentido clásico” y los restantes a los de “vidas virtuosas en santidad”. Tras la presentación de estos dos textos, el autor analiza la mecánica de trabajo de Gil y Doménech en el marco de la renovación que el género hagiográfico experimentó tras el Concilio de Trento para mostrar cómo aplicaron una metodología moderna que perseguía reforzar el sentimiento religioso de la población y, al mismo tiempo, apoyar la construcción de una identidad catalana asentada en fundamentos sagrados. Con todo ello se pretendía en última instancia la creación de una “nueva hagiografía” acorde con el momento, que tenía muy presente la necesidad de hacer frente a la amenaza protestante situada al norte de los Pirineos potenciando la labor mediadora de los Santos, incluidos los locales, con frecuencia arrinconados o minusvalorados por la Curia romana.
Por su parte, Juan Ramón Royo García (“Misioneros y mártires aragoneses (siglos XVI-XIX)” (pp. 291-331) realiza una revisión y compilación bibliográfica en torno a las investigaciones sobre la labor misionera que el clero aragonés desarrolló en Asia y América durante la Edad Moderna. Da comienzo su estudio describiendo los instrumentos de los que la Iglesia romana dotó a este proceso, en particular la creación de la Congregación Romana de Propaganda Fide en 1622. A continuación, presenta los dieciocho prelados aragoneses -o considerados tradicionalmente como tales- que ejercieron su ministerio en América y Filipinas. Finalmente pasa revista a los misioneros aragoneses que sufrieron una muerte violenta para dar testimonio de su fe al amparo de la recuperación de la tradición martirial de los primeros tiempos del Cristianismo, que impulsó la Iglesia de Trento, así como los no mártires que ya están en los altares. También recoge a los mártires de las norteamericanas Florida y Georgia, Japón, Filipinas, China y Vietnam.
A partir de una detallada investigación de archivo, Juan Postigo Vidal (“Devociones populares y Santos Extravagantes en Zaragoza: cultura material y religiosidad en los siglos XVII y XVIII”) (pp. 333-368) rastrea la huella de algunas de las devociones a ellos en la ciudad del Ebro entre 1604 y 1808. Y lo hace tanto en las bibliotecas de dicho periodo como entre los “objetos tangibles”, es decir, entre los enseres domésticos, fundamentalmente pinturas pero también joyas, reliquias, relicarios u otro tipo de objetos menos comunes como esculturas. Y así rastrea la presencia de las distintas ediciones del Flos Sanctorum en las bibliotecas particulares, ya sea de Alonso de Villegas como del Padre Ribadeneira. Si bien no resulta fácil diferenciar entre uno y otro autor, los resultados obtenidos respaldan una mayor presencia del primero. La búsqueda llevada a cabo entre los objetos de la “cultura material” de las casas zaragozanas le permite descubrir la huella de veintiún santos extravagantes del total de cincuenta y seis que estudia el hagiógrafo; una cifra modesta en apariencia que Postigo justifica por el hecho de que los ausentes, además de extravagantes, eran santos “verdaderamente raros”. Su atención la centra finalmente en: San Braulio, Santa Engracia y compañeros y Santa Isabel.
La contribución de Pauline Renoux-Caron (“Los Santos sin altar de la Orden de San Jerónimo”) (pp. 369-392) reflexiona sobre el concepto de santidad en la Orden Jerónima fijando la mirada en sus dos grandes crónicas: la de fray Pedro de la Vega (1539) y la de fray José de Sigüenza (1600 y 1605), en las que sus autores incorporan “vidas edificantes de santos varones” y, en medida inferior, de “santas mujeres”, que si bien ilustran a esta familia religiosa no se redactaron con vistas a un reconocimiento canónico. En concreto, el texto de fray José de Sigüenza incluye un total de doscientas ochenta y nueve noticias de este tipo, repartidas entre sus dos volúmenes. Tras estudiar sus variantes y características, llega a la conclusión de que estas tienen un propósito reformador ad intra y persiguen la recuperación de la observancia primitiva. Posteriormente analiza en detalle los Procesos de Canonización de Sor María de Ajofrín (+1489) y fray Hernando de Talavera (+1507), al tiempo que se indaga en las causas del contexto político interior a la Orden y exterior a la misma, que llevaron a su abandono final.
Cierra el volumen Elíseo Serrano Martín (“Los Santos Extravagantes aragoneses de Pedro de Rivadeneira”) (pp. 393-420), con su colaboración dedicada a estos Santos que el Padre Ribadeneira incluye: San Braulio Obispo, Santa Engracia con los dieciocho mártires y Santa Isabel de Aragón, reina de Portugal. Tras detallar la historia editorial de la obra del jesuita y presentar las claves para el estudio de la santidad al amparo de las reformas impulsadas por el Concilio de Trento, incluida la creación de la Sagrada Congregación de los Ritos, subraya el aumento constante del listado de Extravagantes que tuvo lugar a lo largo del siglo XVII y que se ha sistematizado en torno a cuatro grandes grupos: santidad reformadora (Carlos Borromeo y sus seguidores), santidad inquisitorial (dominicos), santidad virtuosa (jesuítas) y santidad buscada (capuchinos). Los tres Extravagantes aragoneses de Rivadeneira representan los nuevos intereses romanos en torno a la santidad: un Obispo que encarna la autoridad eclesiástica, reforzada por Trento, y la defensa de la ortodoxia; una mártir de los tiempos más duros de las persecuciones al Cristianismo primitivo, convertida en paradigma del ideal de heroísmo que impulsó la Contrarreforma frente a herejes y paganos; y una reina santa que destacó por sus esfuerzos pacificadores en las guerras intestinas portuguesas que enfrentaron al monarca y su hijo, con todo lo que conlleva de simbiosis entre Religión y Poder, de santidad y autoridad política. Se completa con una revisión pormenorizada de lo ya conocido en torno a estos tres Santos aragoneses.
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