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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/magallanica - ISSN 2422-779X (en línea)

A mil millas de Hipona. Mito y realidad en torno a la agregación de Larache a la Monarquía Hispánica, 1610-1613[1]

 

 

 

Manuel Lomas Cortés

Universidad de Valencia, España

 

 

 

 

Recibido:        1/9/2022         

Aceptado:       18/9/2022     

 

 

 

 

Resumen

 

El presente artículo analiza la forma de agregación del presidio de Larache a la Monarquía Hispánica desde el punto de vista de su simbología, la teoría política y su aplicación práctica. Para ello, intenta primero establecer las posibles motivaciones que llevaron a la toma de la decisión. A continuación, trata de explicar en qué medida la experiencia acumulada por la Monarquía Hispánica, tanto en la gestión de presidios en el norte de África como en la fundación de ciudades a lo largo de su imperio, pudo influir en la forma en que se produjo la ocupación. Finalmente, estudia los primeros pasos del nuevo presidio con el fin de determinar la manera en la que se materializó la integración de esa nueva frontera en el orbe político y cultural hispánico.

 

Palabras clave: Felipe III; Marruecos; ciudad; presidio; agustinismo.   

 

 

A thousand miles from Hippo. Myth and reality around the aggregation of Larache to the Hispanic Monarchy, 1610-1613

 

Abstract

 

This article analyzes, point of view of its symbology, political theory and practical application, the aggregation of the presidio of Larache to the Hispanic Monarchy. To do this, the article tries to establish the possible motivations that led the decision. Next, it tries to explain if the experience accumulated, both in the management of presidios in North Africa and founding cities throughout its empire, could influence this ocupation. Finally, it studies the first steps of the new presidio, in order to determine the integration of this new border in the Hispanic political and cultural world took place.

 

Key words: Philip III; Morocco; city; presidio; augustinism.

 

 

 

Manuel Lomas Cortés. Profesor Titular de Historia Moderna de la Universidad de Valencia. Tras doctorarse en 2009 con la tesis titulada “El proceso de expulsión de los moriscos de España”, ha sido investigador posdoctoral de la Università degli Studi Roma Tre (2010-2012), de la Université Paris I Panthéon-Sorbonne (2012-2014) y del programa Ramón y Cajal (2014). Sus líneas de trabajo se centran en el estudio de la minoría morisca en la España moderna, las escuadras de galeras mediterráneas en los siglos XVI y XVII y la familia Doria. Entre otras publicaciones científicas, es autor de La expulsión de los moriscos del Reino de Aragón. Política y administración de una deportación (2008); El puerto de Dénia y el destierro morisco (2009) y El proceso de expulsión de los moriscos de España (2011) así como editor de El desterrament morisc Valencià en la literatura del segle XVII (2010), Oficiales reales. Los ministros de la Monarquía Católica (siglos XVI-XVII) (2012) y Governing the Galleys. Justice and Trade in the Squadrons of the Hispanic Monarchy (Sixteenth-Seventeenth Centuries (2020).

Correo electrónico: manuel.lomas@uv.es

ID ORCID: 0000-0003-1207-0930

 

 

 

 

 

A mil millas de Hipona. Mito y realidad en torno a la agregación de Larache a la Monarquía Hispánica, 1610-1613

 

 

 

“La Jornada en que el Mundo tiene puestos los ojos[2]

 

Larache fue uno de los últimos enclaves norteafricanos que la Monarquía Hispánica incorporó de manera estable a su cadena de presidios. Pese a su posición en la fachada atlántica, su constitución como nuevo confín en la frontera marroquí se ha entendido siempre como un hito en la política mediterránea de Felipe III, y como tal se ha explicado. Esto se debe a que, tras Lepanto, la posesión de la plaza se convirtió en uno de los objetivos de la política turco-argelina en Marruecos, lo que llevó primero a Felipe II a situarla en el centro de sus relaciones diplomáticas con Ahmad al-Mansur (CABANELAS,1960:19-53; GARCÍA-ARENAL, RODRÍGUEZ MEDIANO, EL HOUR, 2002: 47-48), y más tarde a Felipe III a recuperar los proyectos para su control, sobre todo cuando la creciente presencia de corsarios noreuropeos en el Mediterráneo y cierto interés toscano en el lugar, se sumaron a la ecuación (BUNES IBARRA, 2021: 23-50).

Aún así, la agregación de Larache al orbe hispánico no deja de sorprender. Si bien es cierto que la inestabilidad política marroquí derivada de la guerra civil iniciada tras la muerte de al-Mansur abrió la posibilidad de adquirir el lugar, y que su dominio garantizaba una mayor seguridad en la navegación a través del Estrecho de Gibraltar, arrebataba un puerto seguro a los corsarios y respondía con firmeza a los intentos de desestabilización de la Monarquía que pudieran acometerse desde esa zona por parte de otras potencias (BUNES IBARRA, 2021: 50-54), no acaba de entenderse por qué la solución a esos problemas pasaba por la posesión de la plaza. A aquellas alturas debía ser evidente para todos que la toma de un puerto corsario solo servía para que su actividad se trasladase a otro punto -como de hecho ocurrió también en este caso-, y a mediados de 1610 la tregua con los neerlandeses, la paz con los ingleses, el inicio de la regencia en Francia y los problemas otomanos en la frontera persa no parece que amenazaran especialmente la pax hispánica desde el norte de África, por mucho que las facciones en lucha en Marruecos ofrecieran a unos y otros la vaga promesa de la plaza a cambio de ayuda. Sin duda esta subasta (BUNES IBARRA, 2021: 47-50) era tan peligrosa para la Monarquía como potencialmente lucrativa, pero antes de pujar se debe siempre estar seguro de querer aquello que se ha puesto en venta.

En este sentido, cuesta pensar que alguien a comienzos del siglo XVII creyera en los beneficios que podían seguirse del establecimiento de nuevos presidios en Berbería, al menos tal y como habían sido propuestos inicialmente. A finales del siglo XV Hernando de Zafra había diseñado una estrategia de negociación diplomática para la cesión de plazas muy similar a la utilizada en Larache (ESCRIBANO PÁEZ, 2016: 37-58), pero por entonces se creía que el control de los puertos de salida del comercio africano hacia el Mediterráneo reportaría una conspicua fuente de ingresos, así como también honor y riqueza para una nobleza que, tras la conquista de Granada, podría continuar la lucha contra el infiel como medio de legitimación social y política (ALONSO ACERO, 2006: 59-64). Pero es bien sabido que la realidad acabó siendo bastante distinta. Los presidios de Berbería no tardaron en convertirse en reductos aislados, totalmente dependientes de los suministros de la Península y hostigados por sus vecinos musulmanes. El servicio en ellos tampoco resultaba atractivo para casi nadie, a resultas de lo cual eran muy costosos de mantener y una fuente constante de problemas (ALONSO ACERO, 2000: 321). No deja de ser cierto que la justificación política de su existencia, esto es, el servicio que prestaban como antemurales de la Monarquía contra el peligro del corso berberisco, era incuestionable, pero no debemos olvidar que existían otras opciones defensivas.

Cuando en 1574 cayó el presidio de La Goleta el pánico se adueñó de muchos territorios italianos, que temieron un recrudecimiento de los ataques desde la bahía de Túnez ante la pérdida de aquel escudo (BRAUDEL, 1953: 654-655). Pero la respuesta no pasó por la perentoria recuperación de la plaza. Don Juan de Austria se marchó a Flandes, y mientras algunos territorios escarparon sus costas con más torres, otros construyeron más galeras (MELE, 2000: 51-54; FILIOLI, 2016: 91-109), con lo que proveyeron a su seguridad de manera suficiente pese a la pérdida del presidio. De hecho el último presidio en incorporarse al sistema de plazas defensivas norteafricanas había sido el Peñón de Vélez de la Gomera en 1564, por lo que cuando se ocupó Larache hacía ya cuarenta y seis años que la Monarquía Hispánica no practicaba esa estrategia expansiva.

Podría argumentarse que durante el reinado de Felipe II hubo otros intentos, y sin ir más lejos se ha subrayado en más de una ocasión la “obsesión” de este monarca por Larache, trasladando así la idea de que su conquista estaba decidida desde hacía tiempo (CABANELAS,1960: 19; BUNES IBARRA, 2021: 68). Pero que se baraje una determinada opción y se analice la manera de realizarla no significa necesariamente que exista la voluntad inequívoca de acometerla, y no debemos olvidar que decisiones tales como la cesión de la plaza de Arcila a al-Mansur en 1589 (MOULINE, 2009: 330), no parecen indicar una decidida vocación expansionista de Felipe II en territorio marroquí.

Del mismo modo, también hay que ser precavido en la valoración de argumentos posteriores que atribuyen a este rey una u otra decisión. En mayo de 1605 el Consejo de Estado explicó, a cuenta de un memorial presentado por Samuel Pallache, que en 1581 Felipe II ya habría expresado en Lisboa su voluntad de conquistar la plaza, no ejecutándola luego por el excesivo riesgo que supondría la previsible reacción de la armada otomana, demasiado poderosa en aquel momento[3]. Por lo tanto sería razonable pensar que los acontecimientos sucedieron de esa forma, pero el caso es que unos pocos años más tarde, en las consultas de ese mismo consejo que llevaron a decidir la expulsión de los moriscos, también se dijo que Felipe II se habría determinado a hacerla durante su estancia en Lisboa -para dejarla en suspenso a continuación por los problemas que planteaba-, cuando en realidad nunca hizo tal cosa, pese a que solicitara insistentemente el análisis de la propuesta (BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO, 2001: 325-333). Debemos por tanto valorar si en 1581 se vivió en Lisboa una euforia tal que Felipe II “saltó por el rey de Francia”[4] a cada propuesta que allí se le presentó, o si más bien Felipe III usó en más de una ocasión el argumento de las presuntas decisiones de su padre como forma de legitimar las suyas propias, usando la referencia lisboeta como origen común y augurio propiciatorio de ambas empresas, por cuanto representaba un momento de apoteosis feliz del poder de los Austrias.

Que la expulsión de los moriscos y la toma de Larache compartieran esta parte tan precisa de su justificación cobra más sentido si se tiene en cuenta que Felipe III acometió juntos los dos proyectos -el primero a partir de septiembre de 1609 y el otro en noviembre de 1610- (LAPEYRE, 2009: 59-176). Se podría objetar que el marqués de Santa Cruz ya trató de tomar el puerto en 1608, y que dicho intento se vincula claramente a la necesidad de proteger el Estrecho tras la derrota sufrida por la armada real en 1607 frente a Gibraltar (BUNES IBARRA, 2021: 76-77). Pero aún así la coincidencia cronológica se mantiene, ya que el inicio de las discusiones previas a la expulsión se sitúa en octubre de 1607, cuando el Consejo de Estado pidió los papeles de Lisboa (BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO, 2001: 369-370). El destierro morisco y la cesión de Larache siempre han sido vistos como acontecimientos paralelos que inciden el uno en el otro (BUNES, 2021: 90), pero tal vez deberían pensarse más bien como las dos caras de una misma moneda, esto es, como una única empresa.

No nos referimos aquí al hecho de que en su ejecución ambos sucesos compartieran los mismos recursos. Que Felipe III aprovechó en Larache la logística y estructura militar desplegada en la expulsión de los moriscos andaluces es evidente (LOMAS CORTÉS, 2011: 245-246). Lo que planteamos es que pudiera tratarse de una única decisión dividida en fases, dirigida a proyectar una misma idea, un solo programa -articulado por la expulsión en clave interna y Larache en la externa- y por tanto basada en una misma justificación. De este modo tras la incorporación de Larache no solo estaría la preocupación tras la derrota de 1607, sino también el miedo a cómo sería recibida la noticia de la tregua que se había empezado a negociar ese año con los neerlandeses. Asimismo, junto al riesgo que suponía el posible asentamiento de otras potencias noreuropeas en la zona, se encontraría la afirmación del paso simbólico del rey guerrero al rey pacificador, capaz de mantener la hegemonía frente a sus adversarios por medios diferentes y menos costosos para su pueblo (GARCÍA GARCÍA, 2012: 11-22).

La idea milenarista que subyace en ambos casos es idéntica, y va unida a la formación de la nueva imagen que el monarca buscaba proyectar en esos precisos años. Si la expulsión de los moriscos serviría para sentar las bases de la concordia entre sus súbditos, erradicando de la república cristiana la presencia de los falsos creyentes, la ocupación de Larache anunciaba la conquista de la ciudad corruptora y su transformación, por obra del buen gobierno y el regimiento de la razón, en otra unida en el amor a Dios. Ambos sucesos proponían pues una misma dialéctica en buena medida complementaria, en la que a la destrucción causada por los pecados del pueblo elegido -el visigodo, antaño soberano de la tierra a ambos lados del Estrecho-, seguía la restauración de la fe y la verdadera justicia en las dos orillas, aquella que era “la única manera de alcanzar la perfección de los ciudadanos y la eternidad de la república” (SÁNCHEZ BARBOSA, 2016: 235).

Para reforzar este discurso, si Felipe III usó la expulsión para auto-representarse como el David vencedor de Goliat (GUADALAJARA, 1613: 28-29), en Larache pudo hacerlo como el Hércules cristiano que había ganado las manzanas del Jardín de las Hespérides, tras engañar a Atlas para que las robara por él, eludiendo así la vigilancia del dragón -trasunto de la cesión de Larache por parte de Muley Xeque sin necesidad de enfrentarse al poder musulmán[5]. En suma, el destierro morisco aportaba el vínculo que unía al rey con la mitología judeocristiana, mientras que la cesión de Larache le permitió hacer lo propio con aquella clásica, dotando a su decisión de un recorrido simbólico muy completo y ligado a los mitos propios de los Habsburgo.

Esta identificación profética de Felipe III con la figura del emperador escatológico y su reinado reunificador y mesiánico -“tres perdieron España: Rodrigo, Cava y Julián; y tres la redimen, que son Felipe, Margarita reyna y Lerma”, llegó a decir el cronista Verdú (1614, f. 140)-, podía servir para reafirmar la proyección universalista de la Monarquía en una coyuntura poco propicia. De este modo demostraba su capacidad para organizar empresas complejas con derivadas internas y externas, así como para articular una ofensiva política e ideológica regida por una visión global del mundo. Si una de las dos fallaba la otra podía servir de asidero, y en cualquier caso se lograba trasmitir la idea de superación del reinado anterior. Aunque Felipe II habría entendido en 1581 que ambos trabajos eran necesarios había dudado, lo que reforzaba el mérito de su hijo. Al mismo tiempo, emulaba aquellos monarcas guiados por el ideal de la restauración de España, retomando así la gran empresa inacabada de los Reyes Católicos -la expansión por Berbería- (ALONSO ACERO, 2006: 225) y propiciando con ello -y con la paz alcanzada con el resto príncipes cristianos- la profecía de San Juan. De acuerdo con lo que escribió fray Marcos de Guadalajara (1613) a raíz de la “Conjunción Magna” de 1603, Felipe III sería un rey predestinado[6]:

 

“Esta Conjunción pronosticava la caída y última resolución de la Secta de Mahoma […] Después de destruyda la Secta Mahometana en España y echados los moros, se tratará en ella de la recuperación de la tierra de Hierusalem, y se pregonará la guerra […] Este exército passará por el estrecho de Gibraltar en África, y caminará a sitiar la Ciudad de Libia o Fez, y  en ella el gran León de España desembaynará una espada de virtud, que está reservada para él, y proseguirá su jornada por Berbería matando y abrasando […] hasta Hierusalem” (ff. 159r-161r).

 

Así, la ocupación de Larache confirmaba el cumplimiento de la profecía:

 

“Viéndose entronizado el Cathólico y justíssimo Filipo […] y en eminente peligro lo divino y humano de sus Reynos con la compañía y trato de los hereges y Mahometanos […] convirtió su benignidad […] en rabia, justicia y vengança contra los Moriscos. Y sin atender que perdía esclavos y tesoros […] los desterró […] No quiso Dios que esta obra tan generosa y acertada quedase sin premio y galardón, y así a tiempo que todos creían que los Africanos con los Moros Españoles […] darían contra Orán […] y demás plaças de la marina, le entregó el puerto y Castillo de Alarache, para que sus Reales pendones tremolasen por aquellas tierras y sus temidas armas desterrasen (como en España) la maldita secta de Mahoma” (f. 29).

 

Si tenemos en cuenta que otros cronistas de Felipe III -como Aznar Cardona (1612)- también vincularon ambos acontecimientos con la visión apocalíptica de San Juan (f. 5r), resulta evidente que desde su perspectiva formaban una única entidad. De ser así, la incorporación de Larache también compartiría con la expulsión la lógica del sacrificio regio. Esta fue expresada por el rey -y recogida por Guadalajara- al declarar que, pese a los graves perjuicios que suponía el destierro, en su decisión pesaba más la salvación de las almas y el servicio a Dios que el desastre económico o cualquier otro inconveniente terrenal (LOMAS CORTÉS, 2011: 104). Con esta idea en mente, el coste de comprar y mantener un nuevo presidio se convierte de repente en una cuestión intrascendente al imponerse, en esa coyuntura concreta, la justificación religiosa y la imitación de las virtudes divinas a las finanzas o la logística, lo que finalmente habría permitido soslayar las rémoras que durante décadas habían desaconsejado la ejecución del proyecto desde un punto de vista exclusivamente práctico. En último término este hecho, sumado a la demanda de protección de Muley Xeque y su ofrecimiento de ceder Larache a cambio, invitando así a Felipe III a aliarse con él frente a sus rivales en Marruecos, habría puesto en marcha todos los resortes de la vocación imperial de la Monarquía Hispánica, viéndose obligada a responder al llamado y justificando todavía más la decisión (RUIZ IBÁÑEZ y VINCENT, 2021: 20).

Sea como fuere el discurso hegemónico y legitimador articulado por Felipe III entre 1609 y 1610 tuvo varias consecuencias. En primer lugar, obligó a Marruecos a sufrir dos transformaciones, en forma de sendas migraciones políticas. Una nació del reflejo de la expulsión. Si esta debía alumbrar en Castilla y Aragón una sociedad cristiana perfecta, al otro lado del Estrecho la penetración impuesta de decenas de miles de desterrados generó nuevas tensiones sociales, problemas de segregación y disturbios políticos que se añadieron al desastre de la guerra civil (AMILI, 2010: 229-236). La segunda acarreó la aparición de una nueva frontera física con la Monarquía Hispánica a costa de la pérdida territorial, imponiendo una nueva vecindad cristiana que venía a sustituir a la islámica preexistente, lo que generó descontento y modificó los equilibrios de poder en la región al introducirse un nuevo actor político, el gobernador de Larache.

Por su parte, para la Monarquía el nuevo confín que agregó a su orbe político representó el consabido reto logístico de sumar un problema más a la ya de por sí compleja estructura de mantenimiento de los presidios, pero también supuso la posibilidad de demostrar de forma práctica la experiencia secular acumulada no solo en la gestión de las plazas africanas, sino en la fundación de ciudades y la organización del territorio, a partir del conocimiento acumulado en las Indias orientales y occidentales.  Al fin y al cabo, las urbes no solo eran el eje sobre el que la Monarquía Hispánica había cimentado su expansión territorial (BREWER-CARÍAS, 1998: 3-4), sino también la dimensión esencial en la que se expresaban los principios y valores de toda república (LÓPEZ BARJA, 2016: 213-226). En Larache el rey católico podía representar a escala su capacidad para, primero, convertir un espacio en principio ajeno en parte del cuerpo político y, segundo, instalar una nueva comunidad que pensara en parámetros globales y compartiera unos mismos valores sociales y morales con el resto del mundo hispánico.

 

“El viernes he de oír misa en Alarache”

 

La justificación de las conquistas en Berbería, en base a la lógica de la recuperación del solar cristiano usurpado por los musulmanes, ha sido puesta de relieve en muchas ocasiones (BUNES IBARRA, 1995: 16-17; ALONSO ACERO, 2006: 101). De la misma forma contamos con un gran ejemplo del modo en que se articularon sus sociedades (ALONSO ACERO, 2000) pero, por el contrario, sabemos menos de sus dinámicas de agregación a la Monarquía, esto es, de los mecanismos simbólicos y jurídicos que legitimaban su entrada en el universo hispánico y que, a su vez, otorgaban a sus habitantes un marco de comportamiento político y de relación con el resto de la república.

Hasta ahora los estudios sobre este presidio no han prestado atención a la forma en que se agregó a la Monarquía pese a que, como hemos tenido ocasión de comprobar, se generó una mística muy elaboraba en torno a su posesión. Evidentemente era muy poco probable que fuera a ser el primer paso de una serie de conquistas que culminara con la toma de Jerusalén -aunque sin duda existía un programa más amplio que no renunciaba aún a la toma de Argel-, por lo que Larache prestó el escenario en el que representar y difundir sus ideales. Los ministros de Felipe III cuidaron mucho los detalles, y estos se dejan ver especialmente al principio, esto es, en el relato de la expedición y las primeras decisiones tomadas tras el desembarco.

La Monarquía Hispánica tenía para entonces mucha práctica en invocar la visión simbólica de la Nueva Jerusalén. Esto era lo que había hecho durante más de un siglo en las Indias con la fundación de cada nueva ciudad y, si retrocedemos un poco más, en cada territorio arrebatado a los musulmanes durante la conquista cristiana de la Península Ibérica. El discurso había permanecido bastante invariable pese a las necesarias adaptaciones a cada realidad política y cultural. De acuerdo con la doctrina de san Agustín las personas, para dotarse de un cierto orden y permitir el progreso de la humanidad, vivían insertas en diversas formas de sociedad, regidas a su vez por un código legal y sus instituciones. Mediante la práctica de las virtudes civiles, muchas de ellas pensaban vivir en la armonía del derecho y el amparo de la justicia, lo que creaba un consenso, una comunidad política que en último término hacía útil la existencia de esa república (LÓPEZ BARJA, 2007: 204-207). Pero los que creían en esta concepción ciceroniana de organización social se engañaban. La verdadera justicia no se podía alcanzar en el mundo terrenal, pues pertenecía a Dios, y por lo tanto solo se disfrutaba en la vida eterna. Era en la ciudad celestial donde, pese a su diversidad, todos sus habitantes vivían unidos en el amor a Dios, siendo este el que procuraba la concordia y armonía certeras, la justicia perfecta. Por lo tanto, si esta última no existía en la tierra tampoco lo hacía el derecho, y sin este no podía haber real y verdadero consenso, ni comunidad, pueblo o república. Pero pese a no poder adquirir la felicidad absoluta en la tierra, la persona podía emprender su búsqueda a través de la creencia y la correcta vida cristiana, y los gobiernos construir sus instituciones a imitación de aquellas de la Ciudad de Dios, con leyes que miraran a la religión y ayudaran a sus habitantes a alcanzar la postrera perfección (SÁNCHEZ BARBOSA, 2016: 229-235).

Esta visión agustiniana del orbe como contenedor de una comunidad universal sirvió a la perfección a los intereses hegemónicos de la Monarquía Hispánica, al recubrir su política de unos principios que le permitían presentarse como un medio para la felicidad y la concordia, al estar sus acciones en último término encaminadas al servicio de Dios. De este modo su imperio ofrecía un manto imperfecto pero adecuado en el que desarrollarse y adquirir los valores del verdadero ciudadano, al tiempo que este discurso dotaba a la Monarquía de un vehículo con el que ordenar y razonar la asimilación de nuevos pueblos y, llegado el caso, sus entramados legales e institucionales pues, si no existe la verdadera justicia en la tierra, no importa tanto una u otra forma de gobierno, o su jerarquía social, mientras garanticen la convivencia terrena.

En esta concepción de la política el espacio urbano adquiría una especial relevancia, por cuanto era el continente de un orden social reflejo del orden celeste; porque en él se podía representar de manera gráfica la semblanza de las acciones del monarca a las virtudes divinas y, en definitiva, porque permitía plantear, desde la arquitectura u otros medios, similitudes simbólicas con la Ciudad de Dios (JIMÉNEZ MARCE, 2008: 48-50). El modelo urbanístico a seguir lo había marcado San Juan en su visión de la Jerusalén Celeste, al describir una ciudad ortogonal, con sus doce puertas y otra serie de elementos que, a falta del imperio de la concordia en los corazones de sus habitantes -como preconizó san Agustín-, siempre podía recordarse a la vista de los muros, plazas e iglesias de cualquier ciudad. Esto es al menos lo que hizo la Monarquía Hispánica, que llenó sus virreinatos indianos de fundaciones regidas por estas pautas (DEL VAS MINGO, 1985: 83-101), lo mismo que antes habían hecho otros monarcas en Castilla o Aragón cuando no tuvieran que asumir la intrincada herencia del urbanismo musulmán (TORMO CAMALLONGA, 2021: 12).

Cuando en 1610 se ocupó Larache, la Monarquía contaba pues con una experiencia dilatada en la fundación de ciudades –tal como las grandes urbes de Indias-, basada a su vez en un discurso jurídico y legitimador muy asentado. La polémica en torno a la posesión de las Indias le había dado razones para ello y, en este sentido, es importante recordar que Francisco de Vitoria había señalado que la ocupación de una nueva tierra podía darse legalmente por tres vías, a saber, libremente si en el territorio no existía una autoridad previa, por herencia o guerra justa (BURILLO, 1988: 164-170). En este caso Larache fue adquirida de quien ejercía el dominio sobre ella en el momento del acto jurídico de compraventa, aunque no está tan claro que fuera su legítimo propietario y como tal reconocido por todos -no olvidemos que Marruecos se hallaba inmersa en una guerra civil-, como tampoco que se tratara de un ejercicio del todo voluntario -el acuerdo se cerró cuando Muley Xeque se hallaba “protegido” en Carmona, tras huir de África (BUNES, 2021: 93). Pero desde la perspectiva de la Monarquía el xarife no había hecho sino corresponder liberalmente a los beneficios recibidos de Felipe III. Tal y como se relata en la Relación de la felicíssima entrada en Larache (1610):

 

“Entró pues el Rey Muley Xeque en su fuerça de Larache a procurar el efecto de sus promesas, que tan bien a cumplido por la grande afición que siempre se le conoció tener a los Christianos, y desseos particulares de agradar al Christianíssimo Rey nuestro Filipo tercero, a cuyos beneficios se mostró tan reconocido, que pareciéndole ser la satisfacción como de Rey a Monarca supremo, no quiso fuesse de menor tamaño que la que a ofreçido en la fuerça inexpugnable de Larache, una de las más importantes piedras de su real corona” (f.1v).

 

De acuerdo con estas coordenadas, Larache entró a formar parte del orbe hispánico por medio de una translatio imperii, habiendo su señor natural reconocido la superioridad de Felipe III e, implícitamente, la de la religión católica -seguramente no por casualidad, en el relato de la muerte de Muley Xeque, acaecida en 1613, se difundió la noticia de que su cuerpo no fue enterrado por el rechazo que causó el habérsele encontrado una cruz colgada del cuello-[7]. La ocupación se vinculó por tanto a un supuesto jurídico -la incorporación por pacto o herencia- que, en la tradición ibérica, suponía el respeto de las leyes e instituciones existentes en la ciudad, eso es, una agregación fundada en el principio aeque principaliter (GIL PUJOL, 2012: 80).

 En la Ciudad de Dios de san Agustín, como en la Jerusalén Celeste de San Juan, la reflexión se construye a partir de la dualidad que se establece entre dicha urbe, santa y perfecta, y otra entidad contenedora de muerte, pecado y corrupción, a saber, la ciudad del Diablo -metáfora de las ciudades terrenales y, por extensión, del infierno-. Esta dialéctica se encarnaba en dos figuras alegóricas; una prostituta tentadora e impura y la mujer apocalíptica, vestida de sol y vencedora del dragón, que en el mundo hispánico se identificó con los atributos de la Inmaculada Concepción. La Virgen representaba así a una localidad engendrada mediante el espíritu, el espacio en el que Dios había edificado su sabiduría y sus hijos habitaban seguros y protegidos del pecado. De este modo las órdenes defensoras del dogma -franciscanos, jesuitas y agustinos- tomaron el relato y lo aplicaron en sus misiones en Indias, asociando la imagen de la Inmaculada a sus nuevas ciudades de elegidos, dirigidas por nuevos apóstoles en constante lucha contra el mal exterior (RUBIAL GARCÍA, 1998: 8-15). A su vez, la Monarquía Hispánica adoptó este discurso y lo instrumentalizó a su favor como mecanismo de propaganda política exterior, pero también como vehículo efectivo de integración de las comunidades indígenas, cobrando especial relevancia en el reinado de Felipe III (BAUTISTA Y LUGO, 2019: 148-171).

El diseño de la jornada de Larache incorporó varios elementos de esta experiencia y los unió a los de toda cruzada. En primer lugar, hacía falta recrear la presencia del rey y su llegada a la nueva tierra. Al mismo tiempo se debían emular acontecimientos importantes del pasado que sirvieran como base propiciatoria, sin olvidar que se trataba de una cesión, por lo que el desembarco debía producirse en términos que permitieran el inicio de la construcción del consenso con la población preexistente. En consecuencia, se decidió que la expedición debía estar encabezada por la Galera Real, la embarcación más simbólica de la armada católica, aquella en la que había servido don Juan Austria y se reservaba a la sangre del rey. El problema era que se había desarmado en 1602, pero se resolvió reuniendo los aderezos que habían sobrevivido e instalándolos en la Capitana de España, la segunda en el escalafón. Entre estos objetos destacaron el estandarte de don Juan y “los ornamentos y recaudos de la Real para decir missa […] Dios lo encamine como causa suya, para que allí sea loado su Santo Nombre”[8], que a la postre también sirvieron en la consagración de la primera iglesia y en todos los actos religiosos que siguieron en Larache durante casi dos años, hasta que se ordenó su devolución[9].

Asegurada la unión mística con Lepanto y la presencia simbólica del rey con el concurso de la galera Real, la vinculación mariana vino proporcionada por la fecha elegida para el desembarco, el 20 de noviembre, víspera de la Presentación de la Virgen[10]. Aunque en el relato posterior del suceso se atribuyó a la providencia, no parece que fuera así. Ese mismo día, un año antes, había sido el escogido para que los tercios del rey aplastaran la resistencia morisca en la Sierra de Laguar y la Muela de Cortes (LOMAS CORTÉS, 2011: 149). Este hecho permitía establecer una relación entre la victoria de las armas de Felipe III contra el infiel -en Laguar y Cortes se había librado lo más parecido a una batalla que tuvo la expulsión de los moriscos- y su celebración, un año más tarde, con la entrega de Larache, el premio divino logrado por la intercesión de la Virgen.

Asimismo, ambos sucesos juntos representaban la dialéctica de las dos ciudades. Los moriscos, falsos cristianos, habían sido castigados por la divinidad y arrojados a la tierra de sus congéneres donde, esperando un buen trato, habían encontrado sufrimiento, robos y muerte -por entonces se difundieron muchos avisos sobre el maltrato padecido por los moriscos en Berbería (ALONSO ACERO, 2000: 295-306)-. En suma habían dado con sus huesos en la Ciudad de Satanás. En contrapartida los verdaderos cristianos, tras extirpar la herejía, recibían de la Virgen la visión de una nueva tierra en la que servir, una nueva urbe que recreaba aquella otra en la que esperaban habitar en el futuro. La propia Virgen, en tanto que Ciudad de Dios, había vencido a la idolatría, y guiado al pueblo elegido a través de aguas turbulentas hacia la tierra prometida. Así se desprende al menos de las cartas que dieron aviso al rey del feliz suceso de la ocupación, en las que se explicaba cómo el marqués de San Germán -líder de la expedición- había decidido, pese al mal tiempo y riesgo de sus naves -algunas de hecho se fueron a pique-, seguir adelante, determinado a oír misa en Larache al día siguiente[11]. Se había revivido pues el éxodo de los israelitas a través del Mar Rojo y la Virgen, como el ángel a San Juan, había mostrado a los españoles la Jerusalén Celeste -repitiendo un modelo alegórico muy usado en la ciudad barroca novohispana (FERNÁNDEZ, 2001: 1019)-.

Llegados a este punto la historia presenta contradicciones. Según explicaron Tomás García y Carlos Rodríguez (1973), tras fondear en el río Lucus el marqués de San Germán habría mandado desembarcar a los capitanes Fernando Mejía y Mateo Bartox, con el propósito de negociar con los representantes de Muley Xeque la entrada en la ciudad (p. 87). Por el contrario, según un apunte contable, este no habría enviado a estos oficiales, sino a dos esclavos marroquíes -Alí Alcázar y Alí de Tetuán-, “a quienes el marqués, estando en la fuerza de Alarache, mandó dar libertad, por averlos enviado a pedir al rey Muley Xeque” la entrega de la plaza (LOMAS CORTÉS, 2020: 85). Tal vez estos esclavos solo sirvieron de intérpretes a los capitanes, o puede que San Germán no acabara de fiarse de la situación en un primer momento, y prefiriera mandar por delante a unos esclavos de confianza prometiéndoles a cambio la libertad por el riesgo que corrían. En cualquier caso fueron eliminados -¿y sustituidos?- del relato oficial, que a continuación vuelve a coincidir para ofrecer un matiz importante, esto es, las tropas que descendieron de las galeras se encontraron una ciudad desierta.

La Monarquía Hispánica atesoraba dos experiencias recientes en lo que a ocupación de ciudades se refería. En octubre de 1595 las milicias de la ciudad de Cambrai abrieron sus puertas al conde de Fuentes tras un asedio de mes y medio. Esta decisión no fue fruto de un asalto, sino de la negociación entre los ciudadanos encargados de la defensa y los asediadores. Poco tiempo después, reunido en asamblea, el pueblo cambresino decidía elegir a Felipe II como nuevo conde, dándose en vasallaje y efectuando un traslado de soberanía pactado. La monarquía aceptó esta incorporación consensuada de Cambrai, y por tanto reconoció sus derechos políticos, conservándose así hasta 1677 (RUIZ IBÁÑEZ, 1999: 74-114).

Unos pocos años más tarde, en enero de 1602, el mismo Fuentes entró en el marquesado de Finale con la intención de incorporar su territorio -y las quince mil almas que lo habitaban- a la corona de Felipe III. Su posesión generó mucha polémica, pero en resumen se trató, como Larache, de una compra, efectuada a la familia Doria, heredera del marqués Sforza del Carretto (LOMAS CORTÉS, 2013: 111-127). En este caso la asamblea del Consejo del Marquesado también reconoció a su nuevo señor, y este aceptó mantener sus “consuetudes, franquezas y ymunidades”, siendo parte de la Monarquía Hispánica hasta 1712 (CALCAGNO, 2011: 220-221).

Estas ciudades se agregaron pues al orbe hispánico de pleno derecho, por medio de la cesión y el pacto, lo que implicó el establecimiento de un marco de relación específico con el rey y el resto de territorios integrantes del cuerpo político. Ambas relaciones perduraron en el tiempo, y esto se debió a la búsqueda incesante de mecanismos de consenso, la asimilación política y cultural de sus habitantes, la creación de clientelas locales y, con todo ello, la estabilidad del poder real y el reconocimiento de su legitimidad (RUIZ IBÁÑEZ y SABATINI, 2009: 503-504).

Por el contrario, aunque adquirida por donación voluntaria de su señor natural, en Larache no existió el acuerdo con la población nativa, a resultas de lo cual San Germán entró en una ciudad sin pueblo. En el plano estrictamente teórico, esto facilitó su ocupación e incorporación a la Corona de Castilla, injertando una nueva población plenamente integrada en el sistema de valores hispánicos sin necesidad de llegar a acuerdos previos con los antiguos habitantes, y reforzando así el discurso simbólico de María vencedora del dragón y extirpadora de la idolatría.

La vinculación con la profecía de la Conjunción Magna también estaba en marcha. Como se decía en la relación impresa de la jornada (1610), Larache era una joya que “merece serlo de la Tiara del ViceChristo Paulo Quinto, donde campee con ygual admiración a su valor, y se tenga en la estimación que parece, desbastada y pulida de bruto” (f. 2r). Esta alusión al servicio hecho no solo a Dios, sino a su vicario en la Tierra, apelaba al acercamiento de las dos potestades y entroncaba con la tradición del agustinismo político (ARQUILLIÈRE, 2005: 119-120). No por casualidad, el pronóstico de Guadalajara (1613) auguraba que tras el León de España “se levantará en la Iglesia el espíritu de un nuevo David, que será un Pontífice Romano (…) y se juntará con el Rey (…) y con exército poderoso marcharán la vuelta de Hierusalem” (f.160v). La influencia bajomedieval en todo este discurso legitimador era evidente (ZABALLA y GONZÁLEZ, 1995: 199-204).

Por descontado, teoría y práctica difieren. La noticia de la ocupación de Larache fue bien recibida en Roma[12], pero después de que Felipe III decretara la expulsión de los moriscos sin informar antes a Paulo V, los esfuerzos del embajador no se dirigían tanto a negociar una nueva cruzada como a restañar una relación algo deteriorada (LOMAS CORTÉS, 2013/2: 698-702). Del mismo modo y en términos de práctica política, la situación en Larache a la llegada de los españoles era tan artificial como peligrosa. Sin el acuerdo con los agentes locales ni la integración de la población nativa sería muy difícil conectar la ciudad con el territorio, allanando las buenas vecindades y permitiendo ejercer un control estable de la zona. De mantenerse esa situación, haría falta transportar desde la Península hasta el último tablón de madera, con lo que Larache se convertiría en otro presidio aislado. Suele decirse que en la ocupación de Filipinas la Monarquía Hispánica quiso configurar un nuevo modelo de conquista que dejara atrás los errores cometidos en México y Perú (OLLÉ RODRÍGUEZ, 1998: 64). Cabe preguntarse si, tras más de un siglo de experiencia acumulada en la gestión de los presidios de Berbería, la Monarquía Hispánica era capaz de plantear algo nuevo en Larache, y sobre todo determinar la medida en que el marco ideal con el que se concibió su agregación se correspondió con la política práctica que se impuso en el nuevo presidio.

 

La ciudad aristotélica

 

Las nuevas ciudades hispánicas fueron el resultado de una suma de influencias en las que se proyectó el pensamiento de múltiples autores, todos ellos deudores en mayor o menor medida de Aristóteles. En su cosmovisión, la urbe era el corazón que movía la fe y el Estado, y debía cumplir una serie de ideales. En suma, el tamaño de su población debía ser equilibrado a sus necesidades, puesto que una ciudad con pocos habitantes no podía ser autosuficiente y, si tenía demasiados, imposibilitaba el buen gobierno. Debía tener buenas murallas para defenderse, y ser cercana al mar, porque así se facilitaba su socorro, permitía la existencia de alguna fuerza naval y sobre todo la presencia de mercaderes, ya que toda gran ciudad era comerciante. Por último, en su interior debía haber siempre alimentos, oficios y armas, recursos con que acudir a las necesidades propias o de la guerra, un culto cuidado y un órgano de justicia que permitiera al legislador conducir a los ciudadanos hacia la virtud (ARISTÓTELES, Pol.:1326b-1331a).

Sobre este modelo inicial o cualquiera de sus variantes posteriores -de San Isidoro de Sevilla a Francesc Eiximenis-, se insertaba muchas veces el paradigma de la ciudad cristiana, que aportaba una serie de valores morales y se basaba en la concepción agustiniana que, como ya hemos visto, permitía su adaptación a cualquier forma de gobierno, dado que la esfera de lo político, tanto en términos prácticos como teóricos, quedaba al margen de su interés (SÁNCHEZ BARBOSA, 2016/2: 344). De este modo la ciudad expresaba su importancia enfatizando su carácter evangélico en tanto que “militante, defensora y difusora de la fe”; demostrando el peso de su historia -por el número de sus mártires u otros hitos similares-, y comparándose con la Ciudad de Dios. En la práctica esto se traducía en la búsqueda de tres señas de identidad, esto es, la ciudad cristiana debía ser virtuosa -en términos de fuerza y valor-, caritativa -a través de la labor hospitalaria- y apostólica -en el sentido de polo religioso, como una Nueva Roma- (QUESADA, 1992: 42-43).

El día que se tomó Larache el marqués de San German desembarcó de su galera junto a un ingeniero, el presidente de la Casa de la Contratación, un antiguo alcaide de Melilla y varios franciscanos. Cada uno tenía cometida una labor, cuya combinación debía dar lugar a la definición de la frontera y la asimilación del espacio urbano a través de la puesta en marcha de la nueva ciudad hispánica.

El trabajo del ingeniero -Bautista Antonelli- fue fundamental en este sentido, y no nos referimos aquí a mejora de las defensas. Este fue un aspecto clave que centró buena parte del discurso en los primeros años (BUNES, 2021: 103-11), y no cabe duda de que la construcción y vigilancia de la trinchera que se construyó entre los dos castillos preexistentes desveló a los habitantes del presidio. Durante mucho tiempo sus vecinos musulmanes tomaron la costumbre de tocar a rebato cada día, de manera que en Larache se viviera con el temor incesante a un ataque que nunca acababa de producirse. Las incursiones en la plaza, no de soldados, sino de ladrones de materiales constructivos, tampoco ayudaron a mitigar el clima de inseguridad[13], pero uno de los castillos cedidos por Muley Xeque era de traza moderna, la villa vieja estaba amurallada y se contaba con algo de artillería, por lo que aún sin nuevas murallas no eran en absoluto vulnerables[14]. Si al comienzo de todo el concurso de Antonelli fue básico se debió a que, con el inicio del trazado de aquellas trincheras en el primer día de ocupación, construyó las fronteras de la nueva ciudad y describió así el nuevo territorio hispánico.

Este acto jurídico era esencial, porque convertía a Felipe III en el nuevo urbis conditor de Larache, emulando así a Rómulo y adquiriendo como él la consideración de conditor et pater patriae. De este modo el rey pasaba a ser el padre de una casa -Larache- en la que habitaban sus hijos, a los que debía proveer de protección, regulando sus leyes -con la introducción de la costumbre castellana- y alejándoles de la discordia civil. A cambio sus hijos debían ofrecerle respeto y lealtad, definiendo con todo ello un modelo de relación que la Monarquía Hispánica podía aplicar en cualquier espacio de su imperio, ya que se basaba en el establecimiento de un vínculo personal entre el monarca y cada uno de sus súbditos. De este modo les dotaba de un sentido de pertenencia a una familia común y más grande -la Monarquía-, mitigando los problemas derivados de la disgregación territorial y su diversidad cultural, integrando a todo el mundo en un mismo sistema de valores en el que el rey era el patrón todopoderoso (MENGESTU, 2013: 54-55).

Pero para que la ciudad acabara de cumplir este papel integrador necesitaba dotarse de un pueblo. Los soldados que desembarcaron el 20 de noviembre fueron los primeros habitantes de la nueva Larache. Su número ideal debía rondar los mil quinientos[15], pero esta cifra nunca se alcanzó en aquellos primeros años. En realidad, podemos establecer el primer censo de población en novecientos treinta hombres, perteneciendo a la milicia unos ochocientos veinte. El resto hasta completar la cifra se formó de trabajadores llegados desde Andalucía, pero sobre todo de las galeras. Debido al escaso atractivo del destino, sumado al abandono de la plaza por parte de los musulmanes, se decidió ofrecer a los trabajadores a sueldo de las galeras -los buenaboyas-, la posibilidad de servir en Larache, y ochenta y ocho de ellos aceptaron[16]. A partir de aquí, el nuevo presidio pasó a tener el mismo problema que cualquier otro, esto es, una dotación de soldados insuficiente por las dificultades para levantar compañías nuevas[17] y la salida de otras viejas[18], el elevado número de las deserciones[19] y las bajas en combate ya que, en el trabajo de descubrir y asegurar el campo cercano a las trincheras, la población musulmana andaba:

 

“Tan alborotada que casi todos los días hay encuentros con ellos, porque los primeros reconocedores nuestros, que se alargan un poco de la tropa gruesa, dan en sus emboscadas y, como es ordinario en la guerra, bienen a escaramuzar con ellos y se entretienen hasta que llega nuestro socorro y les hacen retirar. Estas refriegas son inexcusables, y siempre mueren de una parte y la otra […] dando ocasión que se rompa esta mal segura paz, y solo les falta tenernos sitiados para publicar la guerra”[20].

 

La población de Larache que no formaba parte de la milicia se desarrolló sobre la base de los buenaboyas de las galeras y, en los primeros años, se compuso principalmente de artesanos y jornaleros, captados en Andalucía por la Casa de la Contratación[21]. De acuerdo con el estudio de Manuel González-Mariscal (2015) sobre la evolución del nivel de vida de los peones de albañil en Sevilla, entre 1526 y 1603 la capacidad económica de estas personas se vio reducida entre un 12 y un 32 por ciento, situándose el salario medio al final de la serie en unos 102,3 maravedís (pp. 370-378). Por desgracia solo contamos con alguna referencia parcial, pero sabemos que en agosto de 1611 trabajaban en las obras de Larache noventa y cuatro oficiales y ciento setenta y tres peones. Estos se repartieron mil seiscientos cincuenta y nueve jornales -equivalentes a 4.109 reales-, lo que da una media de 84,2 maravedís por jornada -sin diferenciar por categoría profesional y número de horas-[22]. Un mes más tarde se contaban trescientos peones y cuarenta oficiales[23]. Lo que en cualquier caso parece intuirse es que los salarios que se ofrecían en el presidio no suponían una mejora sustancial respecto a aquellos que se cobraban en Andalucía lo que, unido al peligro del viaje, la estancia y los atrasos -la primera semana de junio de 1612 el presidio acumulaba noventa días sin pagar a sus peones y albañiles, a los que adeudaba 36.000 reales; en diciembre eran 54.000-[24], no debía de hacer este destino en absoluto atractivo. Muchos acababan volviendo a sus casas y, como comentaba Francisco Duarte -presidente de la Casa de la Contratación-, cada vez era más complicado enviar “oficiales canteros y albañiles, que estos voy buscando convenientes, y todos rehúsan el ir al presidio y dejar sus casas y tratos”[25].

Con todo, la inversión era significativa. Desde el 23 de febrero de 1611 que comenzaron las obras en el presidio, hasta el 18 de junio de 1612, la Monarquía invirtió más de 400.000 reales en salarios, elevándose a casi diez mil más el transporte de los trabajadores[26]. Si a esto sumamos que el coste de la milicia desde el momento de la ocupación hasta mediados de agosto de 1612 se calculó en otros 200.000[27] podemos concluir que, en esos primeros años, a Felipe III le costaba unos 340.000 reales anuales mantener en Larache una población flotante de unas mil almas aproximadamente, y esto sin contar el precio de los materiales y su envío, que requería de una logística enorme[28].

Al final, muchos de los que acababan residiendo en el presidio de una manera más o menos estable eran aquellos cuyas perspectivas más allá de sus muros eran aún peores, como los citados buenaboyas o Gonzalo Rodríguez, un herrador de Sevilla que, acusado de asesinato, llegó a un acuerdo para servir su oficio en el presidio, por “ser menos ese trabajo que el remo”[29]. Pero no todo era negativo. Por una carta del 24 de septiembre de 1612 sabemos que algunos soldados habían empezado a establecerse allí junto a sus mujeres e hijos, una noticia a la que el gobernador dio, y con razón, la mayor importancia, tratando de fomentar el fenómeno doblando las raciones de aquellos pioneros. Se trataba en total de once familias[30]. Como señalaban los gobiernos indianos, sin mujeres era muy difícil que los hombres se asentasen en la tierra, edificasen, criasen o llevasen una buena vida cristiana, que era lo que se esperaba de los buenos pobladores. Las mujeres en cambio, al ser más estáticas, fijaban la población y, por lo tanto, “no se hace pueblo sin ellas” (ALMORZA HIDALGO, 2018: 86). Su presencia era pues el signo del verdadero nacimiento de la nueva ciudad. Por supuesto, más allá de soldados y jornaleros, la ciudad fue poco a poco contando con una población más estable. En marzo de 1612 Gregorio Navarro ya había abierto un horno de pan fresco en el que empleaba a seis personas; Bartolomé de Constantina tenía una herrería[31], y el comercio, clave para mejorar el nivel de vida de todos, se había comenzado a reactivar.

Al igual que ocurriera en el caso de las Indias, la Casa de la Contratación fue la encargada de regular el tráfico de mercancías y personas hacia Larache. Ese fue el motivo de que su presidente, Francisco Duarte, acompañara al marqués de San Germán en la jornada, y fuera uno de los primeros en valorar las necesidades del lugar y sus prioridades. Él era el encargado de reunir el dinero que se iba mandando al presidio, comprar el material de construcción, buscar a los trabajadores y, también, poner en marcha el trato[32].

En los meses previos a la incorporación, la Monarquía recabó diversos informes de un mercader residente en Larache, a saber, Jacome Gomes, un portugués que servía como espía al duque de Medina Sidonia [33]. Sabemos también que la armada escoltó en ese tiempo otro bajel “de mercaderes que avía de yr a contratar al río de Alarache”[34], por lo que se puede decir que, en el momento de su llegada, los españoles mantenían un contacto amistoso con al menos una parte de los mercaderes de la plaza. Estos debieron servir de base para la reactivación del comercio, aunque en un primer momento fue muy complicado. Con la ciudad abandonada y las rutas terrestres interrumpidas, al comienzo todo el negocio giró en torno al aprovisionamiento de la guarnición, las obras y sus trabajadores lo que, sin ser un mal negocio, distaba de cumplir el objetivo real, que pasaba por alcanzar el mayor nivel de autosuficiencia posible.

De hecho el oficio de almojarife -proveído en Martín de Albisu- se constituyó en los primeros días de ocupación[35]. A él se encomendó la tarea de poner en funcionamiento la aduana, que fue despegando con mucha dificultad. De ello dan prueba los escasos 1.116 reales recaudados entre el 20 de noviembre de 1610 y el final del año, unas cifras que no mejoraron demasiado en los siguientes ejercicios. En 1611 los ingresos totales se elevaron únicamente a 14.670 reales, y en 1612 se quedaron en 12.026. Los datos remontaron hasta llegar a 28.049 reales en 1614, pero aún así se mantuvieron en una franja muy discreta a lo largo de toda esa década[36].

Algunas cartas daban cuenta del problema. En Larache había “mercaderes de aquí”, pero en sus casas “se halla poco que comprar, y sabe mal” [37], y “por la poca seguridad de los caminos de Berbería, entran pocas mercaderías, y como no se hallan salidas las de España, entran en el arca pocos derechos”[38]. La ciudad dependía pues de los barcos de la Contratación por lo que, si se retrasaban, sus habitantes se resentían. Esto se habría podido solucionar en parte si se hubieran podido aprovechar las huertas y campos de frutales que rodeaban la ciudad, y si hubiera surtido efecto la construcción de un molino en el río. Pero sus vecinos musulmanes destruían todas las estructuras que se intentaban levantar extramuros[39], y entre los frutales se escondían tantos ladrones que al final se optó por talarlos[40]. Incluso la leña escaseaba, porque los marroquís habían prendido fuego a todos los bosques cercanos[41]. Del mismo modo, y aunque desde el principio se empezó a criar ganado, su pasto se convirtió en un verdadero problema. Sin ir más lejos en julio de 1611 se perdieron treinta y dos cabezas de ganado a manos de los alarbes y, dos meses después, otras cuarenta[42].

Desde Sevilla, Francisco Duarte trataba de encontrar comerciantes que quisieran cargar sus mercancías a Larache, pero eran pocos los que se atrevían, y muchas veces solo lo hacían cuando recibían el permiso para navegar en conserva de las galeras[43]. Tal vez por eso, muchos de los pocos barcos que se aventuraban hasta la ciudad eran de arráeces. Por ejemplo, en el envío de bastimentos que se realizó desde Sevilla en abril de 1611 se alistaron cuatro naves, perteneciendo una al arráez Hernando de Fuentes, otra al arráez Pedro Núñez, la tercera al arráez Blas Yáñez[44] y la última a Bartolomé de Fuentes, el único que no fue identificado como tal[45]. Del mismo modo, la búsqueda para encontrar a dos patrones que quisieran emplearse en los barcos luengos del presidio -todas plazas norteafricanas contaban con dos, para asegurar su comunicación con la Península-, también dio como resultado la contratación del arráez Domingo de Molina -enrolado por su conocimiento de aquellas costas, y sobre todo de La Mámora-[46], y el arráez Miguel Nicolás, que tenía encargada la recogida la de leña a lo largo de río Lucus[47].

Mal que bien, la situación tendió a mejorar conforme el comercio terrestre comenzó a activarse. En mayo de 1611 el gobernador dio cuenta de su existencia, al explicar que sus soldados se entretenían “en su puesto gracias al bastimento que llevan los moros”[48]. Pero no se trataba de un gran tráfico. Estorbados por la inseguridad en los caminos, solo se acercaban con “pan, gallinas y otras menudencias” que, pese a todo, ayudaban a mejorar la situación[49]. Sea como fuere, hubo un comercio que empezó a ganar cierto peso al menos desde 1612, a saber, la trata. En abril de ese año se avisó de que “cada día vienen a este zoco moros robados”[50], y parece que el valor de este mercado reportó algún beneficio de consideración que, sumado a las pocas presas que sus barcos luengos pudieron hacer -conocemos al menos una en 1617 y otra en 1619-, dio al presidio un ingreso suficiente como para atraer el ojo fiscalizador del Consejo de Guerra[51].

De este modo, poco a poco, musulmanes y judíos volvieron a establecerse en la ciudad. Lo sabemos porque la mayoría de los veintiún acarreadores que servían en la fábrica de la muralla eran hebreos[52], y porque un musulmán llamado Nazar, criado del alcaide de la cercana Almanzor, fue nombrado “alguacil de los moros”, de manera que se pudiese acudir al castigo de los desórdenes que provocaban sin generar males mayores[53]. Incluso se detectó la presencia de veinte moriscos trabajando en las obras en diciembre de 1611, lo que causó reticencias[54], pero no conllevó su expulsión de la plaza, al menos hasta donde sabemos y pese a que existía una prohibición del rey que debía aplicarse en todos los presidios (LOMAS CORTÉS, 2010: 253).

El nombramiento de Nazar resulta interesante no solo por su función de mediación entre la población musulmana y las autoridades cristianas de Larache. Como ya hemos indicado, una parte de la política de integración territorial de la Monarquía Hispánica se fundamentaba en el establecimiento de alianzas con los agentes locales que ayudaban en la ocupación, estrategia que más tarde iban extendiendo a más individuos con el fin de afianzar el dominio (RUIZ IBÁÑEZ y SABATINI, 2009: 504). Pero en Larache, este guión no se cumplió en un primer momento. Pese a que el rey había prometido el gobierno de la plaza a Juanetín Mortara -instalado en Marruecos, este genovés había sido el encargado de llevar a cabo la larga negociación para la cesión (BUNES, 2021: 100)-, llegado el momento de volver a la Península, el marqués de San Germán dejó al mando a Gaspar de Vargas. Se decidió así primar la experiencia en la gestión de presidios -era el antiguo alcaide de Melilla- frente a la continuidad del agente que hasta ese momento había mediado con Muley Xeque. Él era el que conocía los entresijos y equilibrios de poder entre los diferentes alcaides y morabitos de la región, lo que podía agravar la desconexión inicial del presidio, ya complicada por la huida de sus habitantes musulmanes.

Parece ser que el nombramiento de Gaspar de Vargas fue querido por el duque de Lerma o, al menos, patrocinado por una de sus hechuras, a saber, Rodrigo Calderón[55]. La decisión debía conocerla al menos desde febrero de 1610 -momento en el que empezó a servir de entretenido de San Germán-[56], por lo que tuvo tiempo de reunir a un grupo de hombres de confianza. Sabemos que así lo hizo con los jinetes que debían formar la caballería de Larache, que salieron del presidio de Ceuta[57] a la espera de que los treinta bisoños que entrenaba en Marbella terminaran su formación[58]. No fueron los únicos. Junto a Vargas desembarcaron en Larache un grupo de soldados de Flandes que mantuvo a su lado hasta que el rey pidió su retorno –uno de ellos, el alférez Juan Gil, había servido con él durante dieciocho años[59]. Para mantener la disciplina de la soldadesca se nombró al citado Bartox -sargento mayor de la Armada-[60], y por jefe de la artillería a Juan Granero de Lomas hasta su muerte en 1612, momento en el que fue sustituido por Jerónimo Martín, que también ocupaba el oficio de veedor y, a lo largo de cuarenta años de servicio -era uno de los supervivientes de la caída de La Goleta-, había llegado a ser teniente general de la artillería del Reino de Nápoles y veedor de sus galeras[61]. Otro veterano en la gestión de las galeras italianas, Juan de Mena, fue nombrado contador[62], mientras que el cargo de capitán de caballos recayó en un familiar de Francisco Duarte, esto es, Martín Fernández Cerón de Duarte[63], que además de garantizar un trato fluido con Sevilla, acumulaba dieciocho años de servicio en Flandes, Francia, Milán y Saboya.

Este núcleo duro de veteranos escenificó el reparto de oficios que, como sabemos, era un paso jurídico esencial del proceso fundador de cualquier nuevo asentamiento, pero también aportaron una experiencia global a través de su servicio en múltiples ámbitos de la Monarquía. Fue así como Juan de Aríztide, pensando en el fondeadero, meditó en cómo aquellas olas se parecían a las “del mar de Noruega”[64]; como Vargas decidió que, para evitar los robos nocturnos, debían montarse las guardias como en Flandes[65] o como, para impedir que los musulmanes rompieran una y otra vez los molinos, a alguien se le ocurrió que debía construirse con barcas en medio del río, como había visto hacer en el río Po[66].  Pero estos hombres, no solo representaban el modelo de oficial curtido, como otros, en los diversos escenarios de la Monarquía, sino también el de aquellos que, con su servicio, ayudaban a la cohesión social y cultural de esta, trasladando a diferentes ámbitos territoriales experiencias comunes, y construyendo consensos a través del ejercicio de una misma práctica política que era a su vez el reflejo de los valores del rey (PARDO MOLERO y LOMAS CORTÉS, 2012: 9-21). A través del estilo con el que gobernaran sus oficios, ellos serían los verdaderos artífices de hispanizar Larache, insertándola en las dinámicas del sistema imperial.

Pero el presidio, para sobrevivir, también necesitaba de hombres como Nazar, el criado de un caudillo vecino y peligroso, del que no se podía esperar excesiva lealtad o fidelidad, pero que podía conectar el presidio con su entorno. Vargas quiso despedirlo en más de una ocasión y su sueldo siempre le pareció excesivo, pero lo cierto es que su concurso fue el que permitió la llegada de carne fresca y sobre todo cereal de la tierra[67], una de las únicas ventajas comerciales que la Monarquía Hispánica extraía de sus presidios (ALONSO ACERO, 2000, 365), y que también allí comenzó a desarrollarse con timidez.

A través de Nazar, el gobernador Vargas también pudo construir una amplia nómina de espías, que convirtió Larache en uno de los principales centros de información sobre la guerra marroquí y el movimiento de corsarios en Salé o La Mámora. Pero sobre todo permitió iniciar una relación amistosa con Muley Xeque, no solo haciendo del presidio su almacén de suministros -pólvora, municiones, armas, etc.-[68], sino un banco de depósitos en el que protegían su hacienda tanto él como sus principales alcaides[69]. De hecho, y para mantener las simpatías de estos, Vargas gastaba 200 ducados al mes en pensiones para los cuatro alcaides que habían apoyado a Xeque en la entrega de la plaza, y otros cien en Juan Mendoza, al que Felipe III mantenía entretenido junto al xarife[70].

En conclusión y si tenemos en cuenta los principios aristotélicos que definían la ciudad ideal, Larache contaba con menos población de la que necesitaba y no controlaba un territorio extenso del que alimentarse, por lo que no tenía garantizado el autoconsumo. Sus defensas no impedían la entrada de ladrones y, aunque mantenía cierta fuerza naval, sin el apoyo exterior no servía para gran cosa. Su comercio era escaso, por lo que en su mercado no había abundancia. Esto hacía que sus ingresos fueran exiguos, con lo que tampoco contaba con casi margen para proveer a la guerra o cualquier otro imprevisto. En definitiva distaba mucho de ser una ciudad ideal en términos prácticos. Ahora bien, queda por ver si se ajustaba mejor a las virtudes cristianas que podían esperarse de una plaza que, no lo olvidemos, era el premio de Dios a los servicios de Felipe III.

 

 

 

La ciudad cristiana

 

Una de las primeras tareas de Vargas y San Germán una vez llegados a Larache consistió en el reconocimiento de los dos castillos existentes, paso previo a rebautizarlos con las advocaciones de Santa María y San Antonio, nombre este último con el que también fue renombrado el lugar. La primera elección no plantea dudas; con ello se quiso agradecer la intercesión de la patrona de la jornada, en sintonía con la interpretación ya expuesta. En la segunda se evidencia la influencia franciscana, una orden con mucha experiencia en el desarrollo de modelos urbanos de “cristianización-hispanización” en las Indias (DÍAZ SERRANO, 2012: 109), que a su vez eran herederos de la labor evangelizadora de la orden en la Península Ibérica y África (TORMO CAMALLONGA, 2021: 12-15).

En ese sentido la consagración de la nueva villa a la advocación de San Antonio rememoraba la predicación de este portugués en el Marruecos del siglo XIII, anunciando la renovación de dicho voto. Esta no fue, por otra parte, la primera ni última vez que la orden vinculara el nombre de este santo a sus misiones en los presidios de las fronteras hispánicas. Con ello tal vez trasmitían a sus nuevos habitantes la idea del tránsito de lo conocido a lo desconocido, el viaje hasta un confín en el que las señas de la civilización conocida desaparecían y la barbarie se extendía más allá de los muros, a través de un desierto en el que la humanidad se degradaba. Pero este cambio no tenía por qué ser negativo. Para el creyente, este alejamiento del mundo podía llevar a habitar un nuevo confín interior, más cerca de Dios, guiado por la acción evangelizadora que se desarrollaba en su nueva ciudad. Este nombre debía pues alentar coraje a sus atribulados habitantes, reafirmándoles en el servicio que allí prestaban y expresando la fortaleza simbólica de la ciudad (ROZAT DUPEYRON, 2015: 83-86).

Curiosamente y pese a que, hasta ese momento, la tradición ibérica en el norte de África había dictado la fundación, en todo nuevo presidio, de un convento dominico y otro franciscano (MASCARENHAS, 1995: 17; ALONSO ACERO, 2006: 167)[71], en San Antonio de Larache inicialmente solo se establecieron los segundos. Situaron su casa junto a la residencia del gobernador y muy cerca de la mezquita, que fue consagrada en iglesia una semana después del desembarco[72]. En esto siguieron pues el modelo clásico de disposición espacial de los poderes en el espacio urbano, en el que los Hermanos Menores ocuparon una parte de la centralidad (RAMÍREZ MÉNDEZ, 2021: 196-197).

Por el contrario, no se siguió la tradición en otro aspecto no menor de las funciones atribuidas a los franciscanos. Pese a que la orden había sido la encargada de fundar numerosos hospitales en los virreinatos indianos -donde en ocasiones también adaptaron concepciones utópicas en su organización (VENEGAS RAMÍREZ, 1968: 230-232)-, y habían hecho lo propio también en Berbería -como fue el caso del hospital de San Bernardino en Orán, fundado la misma semana de su llegada (ALONSO ACERO, 2006: 169)-, en San Antonio de Larache este trabajo competió al gobernador. Para ello se ocuparon “unas casillas de paja que se hallaron” y, a falta de personal más formado, se escogió entre los soldados a quienes quisieran servir de mayordomo, boticario, “medicinero”, barbero, escribano y enfermero, pagando a cada uno la plaza ordinaria que tenía más “el trabajo de la ocupación”[73].

Como era de esperar “enseguida se llenó de enfermos”, pese a que en un primer momento toda la dotación material se redujo solo a algunas medicinas y mantas[74]. En teoría este arreglo debía ser temporal, hasta que se construyera una infraestructura nueva, pero el tiempo pasó y las limitaciones materiales hicieron que una solución que había sido ocasional se convirtiera en permanente[75]. El trabajo aumentó rápidamente, y los soldados-enfermeros no tardaron en solicitar que sus sueldos se equipararan a aquellos que cobraban quienes realizaban sus mismas funciones en la armada real. En respuesta el gobernador casi les duplicó el salario, y todo mejoró unos meses más tarde, cuando por fin consiguieron convencer a un barbero de Sevilla para que se instalase en la villa.

El idilio duró poco. El gobernador, que hacía equilibrios para mantener el hospital en funcionamiento, decidió compensar el aumento de los salarios con una reducción de la plantilla. Tenía por entonces el hospital un cocinero y su ayudante, aunque este último se encargaba también de lavar la ropa de las camas y remendarla. El gasto era a todas luces excesivo, así que se encontró a un hombre, uno de los pocos que se había instalado con su mujer y por tanto tenía más necesidad, que aceptó obligarse a hacer “los guisos, lavadas y remiendos, más ser enfermero y barrendero a su costa, con que se le den 200 reales por todo". Así se ahorró de golpe varios sueldos, pero era de esperar que la calidad del servicio se resintiera. Con este panorama el nuevo barbero no tardó en declarar su intención de pedir licencia para volverse a casa, pero el gobernador no se la dio. A cambio de un pequeño aumento de sueldo y el ascenso a la consideración de cirujano, le mantuvo por la fuerza, y en esa precariedad se mantuvo el hospital durante sus primeros años de existencia[76].

En sus demandas de dinero el gobernador no dejó de insistir en que la mejora del hospital era una necesidad básica, pues esa “prevención suele ser buena para confiarse un poco más la gente de los presidios”[77]. La labor que estas instituciones realizaban no solo con los enfermos, sino con todos los pobres, era uno de los pilares de todo regimiento urbano, puesto que el ejercicio de la caridad era una de las señales de la ciudad cristiana, una prueba de virtud enviada por Dios a los hombres. Por lo tanto, su existencia constituía una señal de cristianización, y de ahí que ocupara una posición central en espacios de evangelización como las Indias o Berbería (QUESADA, 1992: 44-45). Este era el motivo por el que, en muchas ocasiones, eran administrados por religiosos, pero en Larache, un lugar donde la mayoría de la población era inmigrante y por tanto carecía de la estructura asistencial que prestaban las familias -otorgando así mayor relevancia a la beneficencia de su hospital-, los medios humanos y materiales eran escasísimos.

Tal vez la poca asistencia que se podía esperar del hospital fue uno de los motivos que llevó a que cuarenta y ocho de los ochenta y ocho buenaboyas desembarcados en noviembre de 1610 ya hubieran huido del presidio en junio de 1611[78], o que ciento cincuenta soldados también lo hicieran a lo largo de los dos primeros años[79]. Sea como fuere el mayor problema residió en que un porcentaje muy significativo de todos ellos escaparon para convertirse al Islam, recibiendo la protección de Muley Xeque y sus alcaides, que solo los devolvían en ocasiones y con la promesa de que no serían castigados por la nueva fe que profesaban, algo que Vargas se vio obligado a respetar para mantener la paz[80]. Por supuesto este camino tuvo dos sentidos. A Larache también llegaron musulmanes y judíos a convertirse al cristianismo, y en esa labor sí destacaron los franciscanos, que acogieron a los conversos en su convento, dándoles vestido y dinero[81].

Pero pese a estas pequeñas victorias, la sangría de las deserciones fue mucho mayor. El presidio no solo no se había convertido en un centro efectivo en la difusión de la fe, sino que facilitaba el aumento de las filas musulmanas a costa de la pérdida de las almas cristianas, y a un ritmo mucho mayor que el de su labor evangelizadora. Las enormes limitaciones de su hospital impedían el correcto ejercicio de la caridad y, pese al poder de sus patrones celestiales, no hay indicios sobre el nacimiento de un fervor religioso específico entre la población, vinculado al culto o a los altares que pudieron erigirse como refuerzo de su mito fundacional. En definitiva, Larache tampoco fue, al menos en sus primeros años, una buena ciudad cristiana.

Por lo tanto, cabe preguntarse qué demostró la Monarquía Hispánica con esta incorporación. En primer lugar debe señalarse que, en su organización y forma de afrontar los problemas iniciales, la experiencia no fue diferente de la que conocemos para otros presidios, esto es, pese a la experiencia acumulada, en Larache no se introdujeron novedades tangibles que permitieran soslayar los vicios en los que habían caído sus vecinos de Orán o Melilla. Muy al contrario, heredó todos los problemas de estos con bastante presteza, y eso que contaban con la “amistad” de Muley Xeque. A partir de 1613, con su muerte, la historia del presidio entraría en una nueva fase si cabe más complicada así que, de nuevo, surge la cuestión del porqué de aquella empresa.

Si la decisión de ocupar Larache tuvo únicamente fines estratégicos y debe leerse en términos de lucha contra el corso, entonces debemos concluir que fue un fracaso. Como era de esperar, Salé y La Mámora se configuraron rápidamente como alternativas a esta vieja escala, y así alimentaron un nuevo gólem al que aplacar. De ser así, en definitiva, Felipe III y sus ministros no habrían hecho otra cosa que jugar a “limitar el poder del turco”[82].

Existe empero otra posibilidad. En un grabado anónimo alemán del siglo XVII, titulado “Larache in barbarien von spanischen eingenomen” y diseñado para ilustrar la ocupación española de 1610, la ciudad fue representaba como un cuadrado, con cuatro torres en cada uno de los tramos de muralla. Así se reunían, en definitiva, los atributos arquitectónicos de la Jerusalén Celeste. Por supuesto, la realidad espacial era completamente diferente, pero en la elección de esta imagen podemos entrever al menos un pequeño éxito de la labor de propaganda de la Monarquía Hispánica. Por el camino también había demostrado su capacidad para implantarse con éxito en un espacio geográfico ajeno, mediante la articulación de una serie de mecanismos de agregación territorial y justificación moral y jurídica que se fundamentaron en una experiencia global. Si aquella incorporación debía servir sobre todo para permitir a Felipe III articular un discurso legitimador de su reinado, entonces sí que había sido un éxito, pese a todos los perjuicios que supuso.

 

 

 

 

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[1] Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto de I+D+i Privilegio, trabajo y conflictividad. La sociedad moderna de los territorios hispánicos del Mediterráneo occidental entre el cambio y las resistencias” (PGC2018-094150-B-C2), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España.

[2] De este modo definió el marqués de Villafranca la toma de Larache. Archivo General de Simancas (AGS), Guerra y Marina (GYM), 742. Villafranca a Juan de Ciriza, 18 de junio de 1610.

[3] AGS, Estado, 2637, 68. Consulta del Consejo de Estado, 14 de mayo de 1605.

[4] En el sentido de hacer cualquier cosa que se le diga. CERVANTES, M. (1622: 118).

[5] Por si quedaba alguna duda la ciudad se asentaba cerca de la antigua Lixus, donde la tradición situaba dicho jardín (BLÁZQUEZ, 2008: 179-181).

[6] El 24 de diciembre de 1603 se produjo la conjunción de Júpiter y Saturno. Conocida como “Conjunción Magna”, dio pie a diversas interpretaciones astrológicas (MARTIN, 1604).

[7] AGS, GYM, 783.  Francisco Lobo de Castrillo a Felipe III, Puerto de Santa María, 22 de septiembre de 1613.

[8] AGS, GYM, 741. Miguel de Oviedo a Felipe III, Puerto de Santa María, 7 de noviembre de 1610.

[9] AGS, GYM, 771. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 9 de junio de 1612.

[10] AGS, GYM, 742. El marqués de Villafranca a Juan de Ciriza, Larache, 20 de noviembre de 1610.

[11] AGS, GYM, 741. El marqués de Villafranca a Felipe III, Larache, 20 de noviembre de 1610.

[12] Archivio Segreto Vaticano (ASV), Segretaria di Stato, Avvisi, 4, ff. 44r-48r y 51r-55r.

[13] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 17 de agosto de 1612.

[14] AGS, GYM, 741. Juan de Aríztide a Felipe III, Puerto de Santa María, 5 de diciembre de 1610.

[15] AGS, GYM, 754. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 17 de septiembre de 1611.

[16] AGS, GYM, 743. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 4 de diciembre de 1610.

[17] AGS, GYM, 757. El duque de Medina Sidonia a Antonio Aróztegui, Sánlucar, 10 de junio de 1611.

[18] AGS, GYM, 759. Jerónimo Agustín a Juan de Ciriza, Sánlucar, 17 de octubre de 1611.

[19] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 6 de septiembre de 1612. El mes transcurrido entre agosto y septiembre de 1612 muestra los constantes altibajos en la dotación de hombres, que pasaron de mil ciento treinta y nueve a ochocientos veinticinco por diversas causas. AGS, GYM, 783. Manuel Filiberto de Saboya a Felipe III, Puerto de Santa María, 29 de septiembre de 1612.

[20] AGS, GYM, 754. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 17 de septiembre de 1611.

[21] AGS, GYM, 754. Francisco Duarte a Felipe III, Sevilla, 20 de septiembre de 1611.

[22] AGS, GYM, 757. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 22 de agosto de 1611.

[23] AGS, GYM, 754. Bautista Antonelli a Felipe III, Larache, 16 de septiembre de 1611.

[24] AGS, GYM, 771. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 9 de junio de 1612. AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 19 de diciembre de 1612.

[25] AGS, GYM, 754. Francisco Duarte a Felipe III, Sevilla, 20 de septiembre de 1611.

[26] AGS, GYM, 771. Francisco Duarte a Felipe III, Sevilla, 19 de junio de 1612.

[27] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 17 de agosto de 1612.

[28] En julio de 1611, por ejemplo, once galeras tuvieron que escoltar a otros tantos navíos redondos cargados de materiales de construcción para Larache. AGS, GYM, 757. Francisco Duarte a Antonio Aróztegui, Sevilla, 26 de julio de 1611.

[29] AGS, GYM, 771. Francisco Duarte a Felipe III, Sevilla, 4 de mayo de 1612.

[30] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 24 de septiembre de 1612.

[31] AGS, GYM, 757. Don Martín Fernández a Felipe III, Larache, 12 de marzo de 1611.

[32] Dicho coste debía sufragarse con las haciendas de los moriscos expulsados. Aunque no fueron suficientes, estas haciendas permitieron el envío de 200.117 reales a lo largo del primer año de ocupación. AGS, GYM, 754. Francisco Duarte a Felipe III, Sevilla, 20 de septiembre de 1611.

[33] AGS, GA, 739. El duque de Medina Sidonia a Felipe III, Sanlúcar, 11 de enero de 1610.

[34] AGS, GA, 742. El duque de Medina Sidonia a Felipe III, Sanlúcar, 25 de mayo de 1610.

[35] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 19 de diciembre de 1612

[36] Fueron 22.634 (1613), 21.662 (1615), 21.514 (1616), 11.763 (1617), 11.629 (1618), 9.448 (1619) y 1.155 (enero-febrero 1620). AGS, GYM, 740. Los oficiales reales a Felipe III, Larache, 17 de marzo de 1620.

[37] AGS, GYM, 757. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 18 de mayo de 1611.

[38] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 6 de septiembre de 1612.

[39] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 19 de diciembre de 1612.

[40] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 17 de agosto de 1612.

[41] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 18 de julio de 1612.

[42] AGS, GYM, 754. Martín Fernández Cerón a Felipe III, 20 de junio de 1611.

[43] AGS, GYM, 786. Manuel Filiberto de Saboya a Felipe III, Puerto de Santa María, 22 de septiembre de 1613.

[44] Yáñez había servido con su nave en la toma de Larache y debió de fijar allí su residencia, participando activamente en el transporte de mercancías hasta que fue capturado y enviado a La Mamora. La guarnición del presidió reunió una colecta de 5.763 reales para su rescate. AGS, GYM, 783. El duque de Medina Sidonia a Felipe III, Sanlúcar, 24 de octubre de 1613.

[45] AGS, GYM, 754. Francisco Duarte a Felipe III, Sevilla, 27 de abril de 1611.

[46] AGS, GYM, 754. Gaspar de Vargas a Felipe III, Larache, 1 de junio de 1611.

[47] AGS, GYM, 757. Martín Fernández a Felipe III, Larache, 12 de marzo de 1611.

[48] AGS, GYM, 757. Francisco Duarte a Felipe III, Sevilla, 23 de mayo de 1611.

[49] AGS, GYM, 760. Gaspar de Vargas a Felipe III, Larache, 29 de octubre de 1611.

[50] AGS, GYM, 772. Gaspar de Vargas a Felipe III, Larache, 19 de abril de 1612.

[51] AGS, GYM, 740. Los oficiales reales a Felipe III, Larache, 17 de marzo de 1620.

[52] AGS, GYM, 757. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 22 de agosto de 1611.

[53] AGS, GYM, 754. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 20 de junio de 1611.

[54] AGS, GYM, 760. El duque de Medina Sidonia a Antonio Aróztegui, Sanlúcar, 7 de diciembre de 1611.

[55] AGS, GYM, 730. Bartolomé de Aguilar a Rodrigo Calderón, Madrid, 5 de julio de 1610.

[56] AGS, GYM, 737. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 29 de noviembre de 1610.

[57] AGS, GYM, 741. Juan de Aríztide a Juan de Ciriza, Puerto de Santa María, 5 de diciembre de 1610.

[58] AGS, GYM, 753. Juan de Alarcón a Felipe III, Marbella, 18 de junio de 1611.

[59] AGS, GYM, 772. Gaspar de Vargas a Felipe III, Larache, 19 de abril de 1612.

[60] AGS, GYM, 743. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 4 de diciembre de 1610.

[61] AGS, GYM, 754. Jerónimo Martín a Felipe III, Larache, 18 de junio de 1611.

[62] AGS, GYM, 760. Juan de Mena a Felipe III, Larache, 16 de septiembre de 1611.

[63] AGS, GYM, 754. Martín Fernández Cerón a Felipe III, 20 de junio de 1611.

[64] AGS, GYM, 741. Juan de Aríztide a Juan de Ciriza, Puerto de Santa María, 5 de diciembre de 1610.

[65] AGS, GYM, 772. Gaspar de Vargas a Felipe III, Larache, 17 de agosto de 1612.

[66] AGS, GYM, 772. Gaspar de Vargas a Felipe III, Larache, 9 de abril de 1612.

[67] AGS, GYM, 772. Gaspar de Vargas a Felipe III, Larache, 19 de abril de 1612.

[68] AGS, GYM, 754. Gaspar de Vargas a Felipe III, Larache, 1 de abril de 1611.

[69] AGS, GYM, 786. El duque de Medina Sidonia a Felipe III, 8 de septiembre de 1613.

[70] AGS, GYM, 772. Gaspar de Vargas a Felipe III, Larache, 6 de septiembre de 1612.

[71] Esta costumbre seguramente era heredera de la rápida difusión que ambas órdenes mendicantes habían tenido en los espacios urbanos conquistados a los musulmanes desde el siglo XIII, su vocación evangelizadora y el contrapeso que cada una de ellas ejercía sobre la otra (RUCQUOI, 1996: 65-67).

[72] AGS, GYM, 741. Martín de Quijano a Juan de Ciriza, Larache, 27 de noviembre de 1610.

[73] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 19 de diciembre de 1612.

[74] AGS, GYM, 743. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 4 de diciembre de 1610.

[75] AGS, GYM, 754. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 17 de septiembre de 1611.

[76] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 19 de diciembre de 1612.

[77] AGS, GYM, 754. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 17 de septiembre de 1611.

[78] AGS, GYM, 754. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 20 de junio de 1611.

[79] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 29 de noviembre de 1612.

[80] AGS, GYM, 772. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 15 de diciembre de 1612.

[81] AGS, GYM, 771. Gaspar de Valdés a Felipe III, Larache, 18 de febrero de 1612.

[82] Esta expresión servía para definir a la conversación sin esencia que mantenía la gente ociosa en las tabernas (ALEMÁN, 1599: 334, n. 24).

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