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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/magallanica - ISSN 2422-779X (en línea)

LOS HORIZONTES DE UNA GEOGRAFÍA IMPERIAL. PENSAR LAS FORMAS DE EXPANSIÓN Y VERTEBRACIÓN POLÍTICA DEL MUNDO HISPÁNICO ENTRE LOS SIGLOS XV Y XVII[1]

 

 

 

María del Pilar López Martínez

José Javier Ruiz Ibáñez

Universidad de Murcia, España

Universidad de Murcia, España

 

 

 

 

Recibido:        1/9/2022         

Aceptado:       18/9/2022     

 

 

 

 

Resumen

 

La actuación política de la Monarquía Hispánica se apoyó en percepciones del mundo que evolucionaron a lo largo del siglo XVI y principios del siglo XVII. La identificación y calificación de los diversos territorios era crucial para definir la posibilidad y, en ese caso, el medio de incorporarlos. Las necesidades y las tradiciones de pensamiento disponibles en la Monarquía sentaron las bases desde las que interpretar la prioridad de destinar los recursos sobre un espacio u otro. Confrontada a proyectarse sobre diversas regiones del planeta la acción concreta de las fuerzas del rey dependió de esa cambiante jerarquía política. Se puede distinguir tres grandes periodos: un primero de construcción del territorio de manera sincopada, uno segundo de expansión por reacción y otro tercero, ya en el siglo XVII, de fuerte jerarquía de los espacios.

 

Palabras clave: geopolítica; universalismo; Monarquía Hispánica; territorio; incorporación.

 

 

THE HORIZONS OF AN IMPERIAL GEOGRAPHY. THINKING ABOUT THE FORMS OF EXPANSION AND POLITICAL STRUCTURING OF THE HISPANIC WORLD BETWEEN THE 15TH AND 17TH CENTURIES

 

Abstract

 

The political action of the Hispanic Monarchy was based on perceptions of the world that evolved throughout the sixteenth and early seventeenth centuries. The identification and qualification of the various territories was crucial in defining the possibility and, if so, the means of incorporating them. The needs and traditions of thought available in the Monarchy laid the foundations from which to interpret the priority of allocating resources to one area or another. The concrete action of the King's forces, that were deployed to many regions across the planet, depended on this changing political hierarchy. Three main periods can be distinguished: the first one of syncopated territorial construction, a second one of expansion by reaction and a third period, already in the 17th century, that was characterised by a strong hierarchy of spaces.

 

Key words: geopolitics, universalism, Hispanic Monarchy, territory, incorporation.

 

 

 

María del Pilar López Martínez. Doctoranda de la Universidad de Murcia, que ha realizado el master de investigación, y especializada en el análisis del pensamiento político hispano ligado a los procesos de expansión política de finales del siglo XVI y principios del siglo XVII.

Correo electrónico: mplm292@gmail.com

ID ORCID: 0000-0002-0681-5011

 

José Javier Ruiz Ibáñez. Catedrático de Historia, especialista en historia política de los mundos ibéricos en la Edad Moderna temprana, en las relaciones entre teoría y práctica política y en la proyección del poder ibérico más allá de sus fronteras.

Correo electrónico: jjruiz@um.es

ID ORCID: 0000-0001-6539-7617

 

 

 


 

LOS HORIZONTES DE UNA GEOGRAFÍA IMPERIAL. PENSAR LAS FORMAS DE EXPANSIÓN Y VERTEBRACIÓN POLÍTICA DEL MUNDO HISPÁNICO ENTRE LOS SIGLOS XV Y XVII

 

 

 

 

 

Teniendo que posicionarse en el mundo, las sociedades se piensan en relación a los espacios que conocen y sobre los cuales construyen sus expectativas. En la geografía variable resultante se ubican prioridades políticas construidas sobre intereses que son, a la vez, objetivos e imaginados. Durante las diversas etapas que atravesó el poder imperial español, las visiones que produjo del mundo varió enormemente. A la hora de definir la prioridad territorial de sus actuaciones, unos espacios dejaron de ser simples referencias exóticas para ocupar una centralidad argumentativa y militar que antes hubiera parecido ilusoria. La acumulación de señoríos por parte del rey católico y del rey de Portugal no significó su simple adición a una visión preestablecida estática, sino que reordenó la autoconciencia de Imperio. En otras palabras, el orden geopolítico se modificó, y el valor o la urgencia dada a un territorio variaron en relación a una lectura que se asumía global.

La conciencia de imperio imponía dar un sentido a las relaciones con los diversos espacios donde el poder efectivo o los intereses del rey católico, de una forma u otra estaban presentes. Para construirlo fue preciso definirse, definir a los vecinos, las relaciones con ellos y cómo éstas condicionaban la acción del rey católico, sus súbditos y adherentes. No era una operación neutra, dado que a partir de tales representaciones se identificaría el campo de actuación con sus opciones y con sus posibilidades y sus tiempos (KOSELLECK, 1993; HARTOG, 2012). En la algarabía de las múltiples interpretaciones de qué era y qué debía hacer la Monarquía, unas se impusieron ante la prueba de la terca realidad y otras persistieron pese a ser menos operativas, Salvo para elementos muy concretos y verdaderamente vertebradores (la religión, el rey, la justicia) no hubo un pensamiento estático, coherente, oficial, estándar o canónico sobre el poder español. Notar las variaciones que tuvo por y en su relación con el mundo, permite ver cómo fluyó y cómo se adaptó a unos contextos que, por reacción, el mismo poder hispano colaboró en su construcción.

Rosella Cancila (2018) en su estudio sobre el teatro marmoreo levantando por Gaspare Guercio y Carlos D’Aprile en 1662 delante del palacio virreinal de Palermo reafirma la visión de centralidad que tuvo de sí mismo el poder español. La gloria regia, del rey presente y de sus antecesores, resplandecía por oposición y superación de unos rivales convertidos en espectadores de su triunfo. Felipe IV ocupaba una columna central alrededor de la cual una serie de personajes históricos, sus satélites, no tenían otra opción que someterse, no siendo nada casual que su procedencia fuera Granada, Tremecén, Chile y Mindanao en una alegoría directa al domingo del rey sobre las cuatro partes del Mundo.

Por otra parte, la existencia del poder español y su despliegue territorial forzó a incorporarlo en las categorías que se usaban en los procesos de construcción geopolítica. Los habitantes de la Monarquía Hispánica y de las tierras que le eran contiguas desarrollaron entre los siglos XVI y XVII una visión compleja sobre los territorios del rey católico y sobre los mecanismos por los cuales se integraban en un conjunto. Estas visiones, tanto la interior como la exterior, fueron influidas por el contexto geopolítico y por las formas de proyección imperial, generando una conciencia de amenaza, oportunidad o hegemonía dependiendo de cada espacio y momento. La historiografía ha incidido, especialmente hace una década, en comprender el sentido político, jurídico y administrativo de la estructuración politerritorial de la Monarquía (ELLIOT, 1992 y 2009; ARRIETA ALBERDI, 2004; ARRIETA ALBERDI y ASTIGARRAGA, 2009; ARRIETA ALBERDI, GIL PUJOL y MORALES, 2017; FLORISTÁN MÍZCOZ, 2012; GIL PUJOL, 2012; CARDIM, HERZOG, RUIZ y SABATINI, 2012). Junto a esta pesquisa se va abriendo camino la de la percepción que, a escala local e imperial, se tuvo de esas uniones y el efecto que tales representaciones ejercieron sobre la gestión del poder.

La posición eminente de los dominios del rey católico, y su capacidad de expansión, llevó a una profunda reflexión sobre qué significaba integrarse en ellos. Estas ideas no se limitaron sólo a las bien conocidas discusiones de la Escuela de Salamanca o a los conocidos debates sobre la incorporación de los reinos americanos. El universalismo de la Monarquía se improvisó, para justificar su expansión, sobre una reflexión que bebía en varias fuentes. Todas estas ideas, conceptos y comportamientos se desplegaban dentro de un contexto teórico que, si bien podía ser etéreo, verificaba y podía convertir en real aquello que se planteaba. La gran ebullición de ideas y teorías en torno a la persona como tal respondían al gran cuestionamiento que suponía para aquel Imperio un mundo que, por primera vez, era pensado global. Además de la vasta producción medieval en torno a estas cuestiones, (pensadas, entonces, para organizaciones políticas mucho más limitadas) sumadas a las posteriores teorizaciones de la Escuela de Salamanca, persistieron dos autores que por su influencia en los agentes inmediatos a Carlos V (PADGEN, 1997: 56, 64-65) y por la capacidad de adaptación de sus teorías, sintetizaron de manera notable los nuevos y necesarios ideales de Imperio: Educación del príncipe cristiano, de Erasmo de Rotterdam; y la recopilación escolástica De Monarquía, de Dante Aligheri. Es bien sabido que sendas obras, además, despertaron enormes intereses o repulsas evidenciando su notable circulación o manejo (SEPÚLVEDA, 1991; LANTIGUA, 2020: 89-91, MULDOON, 1999: 90-92).

De Monarquía de Dante brindaba por su parte un interesante esquema que sería tenido en cuenta por multitud de autores. En los debates teológicos en torno a la conquista, su visión sobre la potestad y el deber del Imperio Romano sobre los pueblos foráneos, sería una base sólida para los dominicos españoles como Juan de Torquemada, o incluso, algunos jesuitas como Francisco de Suárez o Roberto Belarmino (LANTIGUA, 2020: 89-90; MULDOON, 1999: 90-92). Para el autor florentino, en definitiva, la forma de gobierno de «Imperio» sería la vía perfecta de regir las naciones. Su fundamento era que, como garantes del bien común, las disposiciones imperiales debían ir en consonancia con las leyes naturales emanadas por Dios para el bien de los hombres (LANTIGUA, 2020: 90). Desde esta perspectiva gibelina el poder imperial bastaría y no sería preciso recurrir a la legitimidad última papal. En otras palabras:

 

“Pues, probando con esto que el Imperio ha existido conforme a derecho, no sólo se disipará la niebla de la ignorancia que ciega los ojos de los reyes y príncipes que usurpan los gobiernos de los pueblos, pensando equivocadamente que hizo lo mismo el pueblo romano, sino que también todos los mortales reconocerán que son libres del yugo de tales usurpadores” (DANTE, 1992: Libro II, cap. I).

 

Esta tensión entre sentido cívico y/o carismático de Monarquía y la importancia dada a las Bulas alejandrinas estaría presente a lo largo de los debates sobre la expansión imperial. Así pues, si lo importante de una hegemonía es la posición de su cabeza, ésta es el príncipe. Lo proyectado en él serán las aspiraciones de ese imperio. En este sentido, la obra de Erasmo muestra a la perfección las pretensiones granjeadas desde una parte de la elite intelectual para el sucesor de Maximiliano I. Los escritos del humanista neerlandés son una renovación del sentido primigenio de la labor cristiana. Para él, el arte de gobernar de un príncipe cristiano debía ir de la mano con el ejercicio misionero de la Iglesia. Siendo esto así, procuró en todo momento mantener distancia entre la Iglesia y el gobierno civil como dos potencias cuya legitimidad, emanadas de Dios, son complementarias pero independientes. Por tanto, el deber del gobierno civil cristiano será el de atender también a las necesidades “humanas” de sus súbditos. Una vez más, es el reflejo de una potencia soberana que debe poseer un claro carisma humano y público, con una evidente posibilidad de intervención en distintos puntos del planeta. Un compromiso, en conclusión, del príncipe con el pueblo y no al revés. Erasmo recalca la función mística de ese gobierno civil cuyo objetivo será siempre el de la felicidad de la república unida a una proyección claramente universalista:

 

“Sea la primera finalidad del príncipe granjearse las simpatías de los mejores, así como la aprobación de quienes son aprobados por todos; tenga a éstos como amigos confidenciales, llámelos a su consejo, otórgueles distinciones y consienta que estos tengan ante él la máxima influencia” (1996: Cap. III, p. 104).

 

Con estas bases era posible visualizar el continuo deseo por constituir un sentido cívico del gobernador, al tiempo que se procura incorporar la herencia pontificia. No hay que olvidar que desde cada territorio europeo, africano, americano o asiático que formó parte de los dominios reales se formuló una discusión que buscaba definir su papel y sus privilegios en el entramado imperial. También es bueno ser consciente de que los términos de dicha reflexión cambiaban por la tensión del momento, la competición entre señoríos y la evolución de las demandas fiscales. Esa visión plural de la Monarquía se multiplicaba al infinito si consideramos que tales proposiciones no estaban aisladas, sino que se influían en un ámbito de competición constante (VASCONCELOS DE SALDANHA, 1997; CARDIM y MÜNCH, 2012; GIL PUJOL, 2012; CARDIM, 2017; MAZÍN GÓMEZ y RUIZ IBÁÑEZ, 2012: 183-240; DÍAZ SERRANO, 2022).

Los protagonistas de estos procesos no sólo eran los doctos señores teólogos y juristas, el análisis de cuyos textos tanto gusta a los historiadores, sino que se reclutaban en toda la sociedad política que necesitaba definir la cultura política compartida según sus propias categorías (PARDO MOLERO, 2017). De estas últimas, unas se asentaban en sus tradiciones, mientras que otras se renovaban por el contexto, y su amalgama generaba una identidad fuerte, un sentido de pertenencia privilegiada declinado en cada momento. Así, ante las noticias que les llegaban de la posible cesión de sus localidades al reino de Francia:

                                  

“Los becinos y moradores de los lugares de Poinsson y Argiliers en el Condado de Borgoña […] han sido y dessean ser fieles vasallos y sujetos a la jurisdicción del dicho condado […] en el qual se han señalado en todas las ocasiones de guerra que se han ofresçido contra franceses por ser los dos lugares situados en la frontera del dho Reyno […] antes de […] dexar de ser buenos y leales borgoñones se dexaran todos perescer”[2].

 

Tras casi casi un siglo de repetirlo y repetírselo, para ellos ser borgoñón era ser súbdito del rey de España y tener tal estatuto era el zócalo de su tradición y sus fidelidades, es decir, de su ser político. La fricción con los enemigos franceses marcaba por negación los límites de la propia identidad.

Estos procesos no se dieron sólo entre los buenos súbditos del rey, sino que también estuvieron presentes entre quienes, desde fuera, miraban a sus dominios. No hay que olvidar la pluralidad de percepciones exteriores se construía a la vez sobre la conciencia de que existía una entidad política única pero que estaba compuesta por múltiples y disímiles territorios. Para referirse a ellos no fue infrecuente hablar de los dominios del rey de España, título que aparece claramente generalizado a finales del siglo XVI, al menos en los territorios flamencos, italianos, una parte significativa de los ibéricos (THOMPSON, 2005) y, por supuesto, en aquellos que eran externos a su soberanía (HILLGARTH, 2000: Parte 3; RUIZ IBÁÑEZ, 2008).

Junto a las definiciones interiores y exteriores de qué era la Monarquía, un tercer elemento a tener presente fue la consideración sobre cómo debían interactuar ambos espacios. No era un problema menor, pues era ahí, en esa relación, dónde se estaba significando la función o el carisma de la Monarquía. Este proceso siempre dio lugar a equívocos, malentendidos y conflictos, materia de la que se hizo la propia hegemonía española. En 1593 Felipe II revisó el borrador de dos cartas que se iban a enviar al hombre fuerte de la villa de Ruan, el señor de Villar-Brancas. En la versión original, el rey se congratulaba de su perseverancia en la Liga Católica francesa y también le garantizaba que iba a atender sus demandas personales en dinero y mercedes. No gustó de tales palabras el soberano que mandó rehacer las misivas, pues tal argumentación, plebeya y mercantil, “parece mas estilo de republica que otra cosa”. El rey rechazaba una moral política que iba contra la afirmación de su magnificencia y liberalidad, reduciendo la protección que brindaba el hijo de Carlos V a un intercambio venal y contractual. Sería mejor que el capitán Saravia, enviado a Normandía, informara discretamente sobre las intenciones del rey y sobre los premios que prometía a sus fieles, pero que dicha acción no se presentara como el resultado de una relación bilateral[3]. Atrincherada en percibirse como un poder providencial y magnánimo, la retórica que preferían los ministros regios sería la empleada por algunos de los participantes en la conjura del mariscal de Biron, quienes ante la tolerancia de Enrique IV de Francia con los hugonotes se acercaron a Felipe III “de quien quieren depender en todo y por todo como amparo de la Christiandad”[4].

Este punto de vista, el de un poder providencial, era el resultado de la posición relativa de unos reinos hispánicos que se habían desplegado sobre continentes y contaban con una singular preponderancia en Europa. A partir de ese tiempo, para finales del XVI, se podía imaginar un sueño imperial que situaba a los españoles en el centro de un mundo del que se poseía ya clara conciencia, sobre el que se creía tener capacidad de liderazgo y ante el que se experimentaba una sensación de responsabilidad no poco dotada de mesianismo. Construir esta perspectiva no había sido nada sencillo dado que apenas un siglo antes los intereses de los reinos ibéricos habían sido mucho más locales, modestos y limitados a sus propias guerras civiles, a su relación con el islam y a su titubeante proyección atlántica.

 

*  *  *

 

Pronto las cosas cambiaron. La expansión aragonesa tardomedieval, la proyección portuguesa y la rápida construcción de la Monarquía Hispánica activó la necesidad de dar un significado y una justificación a la incorporación a las coronas de nuevos y, hasta ahora, lejanos o ignotos territorios. No se trató de un proceso unidireccional y no se limitó a un único protagonista. Construir un marco político, jurídico y teológico que explicara la posesión de esos nuevos señoríos fue una empresa en la que se vieron involucradas las propias coronas pero, pronto, también las instituciones locales. En los años de formación de la Monarquía Hispánica la acumulación de herencias y la alta densidad de incorporaciones y “pacificaciones” violentas en un corto periodo (Canarias, Granada, el Caribe, Navarra, Castilla, Nueva España, Valencia, Perú…) funcionaron como un laboratorio en el que desplegar y dar sentido a la panoplia de posibles argumentos, tanto para definir la relación puntual del rey con cada señorío, como para proclamar el sentido mismo de la Monarquía. Y es ahí, en ese momento, donde no sólo se movilizaron los recursos disponibles, sino que se construyó una nueva forma de ver el mundo y, en correlación, una nueva forma de mirarse en él (RUIZ y SABATINI, 2009).

Todas estas herencias se vieron puestas a prueba, verificadas, falsadas o reafirmadas en el ciclo de expansiones intentado con Felipe II tras 1580. La escala que debía interpretar el pensamiento hispánico había cambiado desde hacía décadas y los súbditos del rey eran conscientes de ello. Como evocaba en 1606 ante el Consejo de Guerra don Alonso de Villegas, al pedir una merced, “Pedro Ruiz de Villegas su bisabuelo el gran cosmógrafo sirvió de juez de la reparticion del mundo”, en clara referencia a su participación en la Junta de Badajoz de 1524 para discutir la ubicación de las Molucas[5]. Para los ibéricos pensar el mundo, catalogarlo, definirlo y reclamarlo habría dejado de ser un simple ejercicio retórico y pasado a constituir una práctica profesional.

La experiencia construida sobre los diversos espacios imperiales había generado para finales del siglo XVI unos potentes saberes, en ocasiones contrapuestos, sobre el papel que debían ocupar en el orbe, una reflexión de la que participaban con energía e interés sus enemigos. El rechazo que de la política hispana y de sus injerencias se haría en Europa y, en cierta forma, fuera de ella, se fundó en una visión moral construida a partir de las experiencias de expansión desarrolladas en múltiples frentes. La derrota de los hugonotes en Rio de Janeiro, la destrucción de sus puestos en Florida, las exacciones de los españoles en América y su brutalidad en Flandes construyeron la base de un discurso que se combinaba con éxito con los supuestos de la xenofobia tardomedieval, con la repulsa explícita del maquiavelismo, con el rechazo a la Iglesia romana y con las argumentaciones sanguíneas redefinidas en el Renacimiento. De manera más o menos ordenada todos estos relatos servían para construir la imagen de un español amenazante, soberbio, agresivo y taimado, como ha comprobado la historiografía reciente que ha ido más allá del bloqueo académico que trae el supuesto debate de la Leyenda Negra (HILLGARTH, 2000: 309-328; SCHMIDT, 2001: 77-122; SCHMIDT, 2012: 292-344; GARCÍA CÁRCEL, 2017: 19-42; VALERA ORTEGA: 312-448, 2019; RODRÍGUEZ PÉREZ, 2020).

Si la formación del discurso de condena moral de la Monarquía y de descalificación política de sus socios se basaba en un saber territorial que ponía a un mismo nivel experiencias policontinentales, lo mismo sucedería con las propias concepciones institucionales y administrativas de los agentes del monarca. Cada uno de los territorios del rey se veía en el espejo de las experiencias exitosas desarrolladas en el resto, con lo que resultó perfectamente natural la mímesis a la hora de definirse a través de discursos históricos que sublimaban elementos compartidos y que buscaban sustentar afirmaciones de precedencia jurídica, derechos y libertades locales (FLORISTÁN IMÍZCOZ, 1998 y, 2002; DÍAZ SERRANO, 2022).

Todos estos elementos, las herencias medievales, sus reformulaciones humanistas y sus lecturas se movilizaron en las dos últimas décadas del siglo XVI cuando fue necesario argumentar pro y contra una hegemonía española particularmente agresiva que permitió repensarla desde la declinación siempre compleja del principio de Monarquía Universal (PAGDEN, 1991; FERNÁNDEZ ALBALADEJO, 1991; Schmidt, 2012: 109-177; Gil Pujol, 2016: cap. 1). La coyuntura geopolítica y la simple extensión de los dominios del rey católico activaron diferentes formas de leer las oportunidades de incorporación que desde múltiples ángulos llegaban al rey católico. Tras el caótico ciclo de incorporaciones violentas que trajo la secuencia de formación de la propia Monarquía, ahora, en el último tercio del siglo, se superpusieron las opciones de sumar nuevos reinos a los dominios regios. Estas dinámicas se vieron apoyadas en la gran crisis dinástica que se dio en Occidental tras 1578, en un potente y descoordinado torbellino de rebeliones católicas que buscaron en Felipe II a un benefactor o a un patrón (MICALLEF, 2010 y 2014), y en el eclipse de los enemigos tradicionales de la Monarquía (RUIZ IBÁÑEZ, 2022: caps. 2 y 6). Los ministros, militares, diplomáticos y pensadores de la Monarquía debieron de adaptar sus discursos a los vaivenes de esa política imperial. Resulta claro que las empresas militares, con la propagada de Lepanto a la cabeza (MÍNGUEZ CORNELLES, 2017: 337-415) y la propia guerra de Flandes, permitían presentar el ethos del poder hispánico en una clave providencialista y militante propia de una potencia y una “nación” que se reclamaba ahora protagonista de la Historia (PAGDEN, 1997: 63-67; RIVERO, 2012). Por otro lado, era preciso adaptar esta imagen a la realidad práctica y posicionarse frente a las demandas de auxilio que reclamaban la intervención de la Monarquía allende sus fronteras. Pese a los enormes esfuerzos empleados, estas opciones a la postre habrían de fracasar dejando un mal regusto y una importante frustración entre la élite política hispana (RUIZ IBÁÑEZ y SABATINI, 2021).

A la hora de pedir los crecientes sacrificios fiscales de la población española e italiana para sostener la política regia, los agentes del rey argumentaron que la obligación de la Monarquía era socorrer a los pueblos tiranizados. Al rey católico, y casi sólo a él, le correspondería, por la posición que le había dado Dios, ser el paladín de la fe y a sus súbditos seguirle en tan santa empresa. Aunque una parte considerable de las demandas de ayuda no trascendieron hacia la población hispánica, otras, sí iban a ser accesibles a la opinión de los súbditos del rey católico. En la Península Ibérica se publicaron y tradujeron algunas obras de autores ingleses y, en menor medida, franceses (DOMÍNGUEZ, 2020; HILLGARTH, 2000: cap. 11; GUTIÉRREZ, 1997; CENTENERA SÁNCHEZ-SECO, 2009) que pretendían sensibilizar a la población con las justificaciones de la política regia. A ellos se sumaban las obras de historia inmediata que se estaban publicando en español por autores como el cronista real Antonio de Herrera o de los miembros de la Compañía de Jesús que leían el ser de la Monarquía desde su participación en la política internacional.

La política imperial agresiva de finales del siglo XVI pronto generó una amplia producción que buscaba relatar la experiencia de la hegemonía, comprender qué era la Monarquía y cuál su función global. En una Monarquía Hispánica que se veía como eje del mundo, los relatos que podían realizar los veteranos sobre sus experiencias en Francia, Flandes o Inglaterra, competían ahora con otras narrativas sobre América, África o el Lejano Oriente. Todo ello era algo que iba mucho más allá de un simple mercado literario o pintoresco, y se imbricaba en la reflexión sobre el sentido mismo de la Monarquía, la política a seguir y sus implicaciones en unos u otros escenarios (VALLEJO, 2019; GRÊ, 2015).

No fue sólo una reflexión interna a la administración regia. La concepción de la Monarquía como una entidad con un sentido, que iba mucho más allá de las fronteras y los dominios patrimoniales, fue un argumento central en las demandas de unos aliados que, pese a su derrota, buscaban mantener la resistencia en sus patrias con el apoyo del rey católico. Es conocido cómo el jesuita Joseph Creswell fue uno de los líderes más militares, conspicuos y activos del exilio británico para finales del reinado de Felipe II y en el de su hijo (LOOMIE, 1963: cap. 6; MCCOOG, 2017: cap. 4 y 5). Defensor convencido de la política española de intervención en las Islas y de las fundaciones religiosas y educativas británicas en el Continente, este radical atribuyó una función providencial a la Monarquía, un carisma en el que encontraría la razón de su éxito, de su sentido y, en caso de darles la espalda, de su fracaso. Cumplidos ya sus 63 años, Creswell podía construir una visión del mundo en la que cabían y se daba sentido a la vez, a las acciones inglesas en el Golfo Pérsico, el empecinamiento de Jacobo I-VI en apoyar a su yerno, Federico del Palatinado, y su perseverancia en acosar a los seguidores de la Vieja Fe. El devenir del poder del rey de España dependería directamente de lo que pasara en Inglaterra, un reino que lejos de ser un extraño, estaba ligado a la propia médula de su Monarquía. Para Creswell la forma de que ésta cumpliera con su destino y con el papel que el Creador le había otorgado era sostener la restauración de la Vieja Fe en las Islas, así que no dudaba en poner en valor los efectos de los misioneros en Inglaterra ni de

 

“ençalçar grandemte delante de Dios y de todo el mundo lo que la feliz memoria del Rey nro señor y V, Mgd han hecho para esta misión la qual en medio de las cárceles y muertos y millones de dificultades [que] nos ha puesto continuamte el poder y la violencia de los contrarios”[6].

 

La política interna inglesa no era, no podía ser, por lo tanto, extraña a los súbditos del rey católico. Se aplicaba así de forma inversa la misma lógica universalista que había justificado la intervención hispánica en los asuntos ingleses. Una vez pasado el tiempo de la guerra viva, este planteamiento de solidaridad imperativa seguía activo por parte de los exiliados más dinámicos y podía resultar muy virulento en los púlpitos y en las publicaciones que desde la Península cuestionaban la acción de Jacobo Estuardo. Lo que, considerando que era un soberano, en principio, amigo del rey católico podía resultar un poco molesto al gobierno español. El Consejo de Estado ya había sostenido la libertad de Francisco Suárez en sus propuestas contra la autocefalia de Jacobo, pero en 1607 tuvo que intentar moderar el entusiasmo de los jesuitas ingleses a la hora defender la memoria de los ejecutados tras el Gunpowder plot y las invectivas que lanzaban contra el gobierno Estuardo. El embajador inglés envió una airada y elegante carta al rey católico protestando contra la:

 

“impresión y publicación de un falso y malicioso tratado de las leyes establecidas en la sesión del Parlamento nuevamte se celebró en Yngalatierra por ocasión de la monstruosa traycion de la Polvora. Continuanlo con rumores esparcidos de la miraculosa tintura de una paja con sangre de [Henry] Garnet teatino al qual por esta invention querían hazer martyr no obstante q el mismo por boca y mano aya confesado aver cometido y ser muerto por ofensa y delito de traydor. Passaron adelante por procurar q se pintase su retrato con nombre y titulo de Martyr pero para mas perfeta demostración de su cumplida malicia parece matienen en su Teologia por licito y legitimo calumniar y olvidan la manifiesta prohibición de Dios allegada y approvado por S. Pablo en si mismo Principem Populi Tui non maledicar [en realidad es “maledices”, Hechos, 23:5]

 

Tal ofensiva argumental desbordaba las páginas de los libros y había sido expresada, en Alcalá de Henares, según denunciaba el consternado diplomático

 

“en un sermón publico […] por boca del padre Praefecto principal del colegio de los teatinos de la dha villa no solamte fueron encarecidas las postreras execuciones en Yngalatierra bautizadas (en deshonra de la Magd del rey mi Sr y su govierno) con nombre de crueldades y tyrannias”.

 

Esto era complementado por la descripción de toda una serie de prodigios que acompañaban a las ejecuciones y que, para los jesuitas, evidenciaban la confirmación divina de carácter martirial de las víctimas, lo que ciertamente era un elemento central de su argumentación (DILLON, 2002; TUTINO, 2007; PENZI, 2017). El Consejo de Estado consideró conveniente que el conde de Miranda hablara con el rector de los jesuitas complutenses para que éste moderara su verbo e informara del origen de los escritos que manejó[7]. No sería la última vez que el gobierno Estuardo ocupara el interés de las gentes de las plazuelas, de los púlpitos y de las tabernas. La corte de Madrid estuvo muy atenta a las opiniones que se vertieron durante el Spanish Macht (REDWORTH, 2003) para desgracia de algún escritor demasiado abierto en sus juicios[8]. Las prevenciones hacia la corona inglesa, e incluso el deseo manifiesto de contención, eran un acto de prudencia y de disimulación, pero no implicaban que se hubiera suspendido el juicio sobre la valoración de las acciones del gobierno de Londres contra los católicos o que la oposición a éste hubiera dejado de ser una vía de acceso al servicio a Felipe IV, como clamaba:

 

“Don Guillermo del Burgo cavallero de la orden de Santiago [que pedía merced]… en consideracion de haver servido su pe a esta corona con su hazienda deudos y vasallos quando los catholicos de Irlanda tomaron las armas y la voz de España contra la reina Ysabel de Inglaterra y también por haver sido el dicho padre martirizado por no haver querido tomar el juramento que llaman de Supremacía y reconocer al rey de Inglaterra por cabeza de la Iglesia”[9].

 

Como ha demostrado Alejandro Cañeque (2020: 17-46) la propia autoidentificación de la Monarquía como poder imperial se relacionó con la edificación de un martirologio construido sobre la experiencia de sus propios súbditos y de las comunidades de exiliados que se identificaban con el poder español. Sobre él se proyectaron algunas de las visiones más coherentes de la propia Monarquía como poder imperial (RUIZ IBÁÑEZ, 2008 y 2022: cap. 6). Pero cada uno de ellos lo hizo poniendo el foco en su propio interés, en la restauración de su propia patria, ubicando al poder español en su propia geografía global.

En un memorial a Felipe III, redactado sobre lo que había tratado con el Papa y buscando inclinar la voluntad regia a seguir sosteniendo a la Iglesia doliente y desterrada de Inglaterra, el mismo Creswell identificaba la evidente naturaleza de la Monarquía en su función caritativa y casi mesiánica, echando sobre sus hombros la responsabilidad del éxito o del fracaso de la Cristiandad. Para hacerlo recordaba una carta del conde de Feria, por entonces embajador en Inglaterra de 1558:

 

“en la qual entre otras cosas dize q aquellos catholicos quedavan quexosos del descuydo de los ministros de su Magd q aviendo ellos hallado el reyno catholico quando se lo entregaron a governar ubiesse caydo por su culpa e manos de aquella hija del Diavolo (q son las palabras de la carta) y al conde pareçio  q tenian razon de quexarse y lo mismo parecio a su Magd [Felipe II] (que según he entendido de buen lugar) solia hasta la muerte decir con lastima de lo q padecían los catholicos por aquel descuydo Pecatum meum contra me est Semper y por esto y por grande piedad intento tantos medios para librarles de sus trabajos. Este descuydo algunos llaman el Pecado original desta Monarquia el qual aunque Vmgd [Felipe III] no tubo parte a heredado la pena de los trabajos”.

 

Creswell identificaba la pasividad y la negligencia, alimentada en falsas esperanzas, que permitieron el ascenso al trono de la hija de Enrique VIII, con, ahora, la falta de resistencia por parte de los poderes católicos a la entronización del hijo de María Estuardo. Pero 1607 no era el tiempo de las armas, así que el jesuita tenía que conformarse con el panegírico de la perseverancia ante la persecución en Inglaterra. Subrayó que la nueva política fiscal punitiva contra los católicos de los Estuardo buscaba arruinar las células criptocatólicas y evocó la acción de las grandes figuras que habían dedicado los recursos de sus Iglesias para sostener a sus correligionarios que sufrían la persecución de algún tirano. El resultado fue una lista en la que no podía faltar ni San Ambrosio ni San Silverio, a los que invocó como ejemplo para solicitar que se estableciera una renta sobre los ingresos de la Iglesia española para sostener las fundaciones británicas de la diáspora, pues sus estudiantes eran

 

“no menos útiles q ellos ni menos necessarios a la Iglesia q por esta raçon se llama y es Catholica y se differencia de las congregaciones particulares y nacionales de herejes porq en ocasiones como esta no repara en differencia de naciones sino q se hacen como las partes del mismo cuerpo unidas con charidad christiana y sienten el trabajo las unas de las otras… y participan todas del daño de todas y acuden a la conservación de cada una como a cosa propia y mas a donde ay mas peligro y necesidad de socorro”.

 

*  *  *

 

La intención de Creswell -lograr una financiación estable y no que se enviara una nueva Armada a Inglaterra- muestra cómo los tiempos habían cambiado. El Consejo de Estado consideró que el clero español estaba ya de por sí muy cargado para sobreponerle una nueva contribución[10]. La respuesta de los ministros del rey nacía del puro realismo, pero, de nuevo, no implicaba desentenderse ni de las demandas del jesuita ni de su lógica. Los consejeros del rey eran muy conscientes a la vez de lo limitado de los medios de su señor, y del efecto que éstos podían tener sobre las comunidades para las que éste gustaba presentarse como un protector benévolo. Pocos años antes, el Consejo acordó entregar la cantidad muy importante de dos mil ducados al vicario de la orden de santo Domingo en Irlanda, “fray Simon del Espíritu Santo”, a quien se juzgaba discreto y del que se especulaba que ser beneficiario del favor regio no habría de causar celos o conflictos con los otros exiliados hibernios, así que la suma se podría emplear en dar consuelo a los perseguidos y enviar “tantos calizes y ornamentos” como se pudiera[11]. Sin suscribir en todas sus consecuencias la lógica del universalismo de Creswell, los consejeros españoles la comprendían bien y no dejaban de simpatizar con ella, pero la realidad era terca y para entonces ya no se podía pretender sostener una política de expansión continua, como sucedió un decenio antes.

Había una diferencia entre la forma de ver el mundo de finales del siglo XVI y las proyecciones que se hicieron en el primer cuarto de la Centuria siguiente.  La comprensión global de la enorme escala de la proyección hispánica de finales del Quinientos no se dio completamente en pleno ciclo bélico. Durante él, en su vorágine, lo que hubo fue una acumulación de discursos muy localizados en o hacia los territorios sobre los que se producían, fueran estos europeos, asiáticos o americanos. La plena conciencia de la desmesura de las ambiciones españolas llegó precisamente cuando ex post se hizo cuenta de los escenarios donde el rey católico había apostado y donde sus proyectos habían fracasado. Esa lectura de conjunto permitía recuperar en una interpretación común la magnitud de las acciones imperiales. Semejante empresa encontró en las oraciones fúnebres a Felipe II el primer vehículo de expresión-recapitulación en tanto que alcanzaron de una forma u otra a una parte importante de la población de los señoríos donde regia el viejo soberano y en cuanto que sirvieron para desplegar de manera ordenada su política, mostrar sus objetivos, identificar sus escenarios y designar sus éxitos y sus fracasos (DESCIMON y RUIZ IBÁÑEZ, 1998).

Tras haber renunciado a una parte sustancial de los frentes de guerra imperial, el gobierno de Felipe III tuvo un cierto margen para definir su política. Reemplazaba la visión estratégica un tanto compulsiva de la época de su progenitor, por la búsqueda de la definición explícita de un orden ideal que situaba a la corona en el centro de una geopolítica ordenada y consciente. Para elegir dónde habría que poner el foco de su acción exterior el valido y los consejeros del rey buscaron acumular información veraz sobre los diversos espacios que, desde Persia al Norte de África, atraían ahora el interés de un poder hispanoportugués que, por su parte, se veía cada vez más amenazado por los holandeses y, en menor medida, por los ingleses. Esta necesidad de “hombres pláticos” explica el éxito ante la administración española de aventureros como los conocidos hermanos ingleses Anthony y Robert Sherley o del flamenco especialista en Marruecos Henín de Bertin (GARCÍA GARCÍA, 1996; ALLEN, 2001; BUNES IBARRA, 2021). Ahora se trataba no sólo de mejorar la visión sobre un espacio puntual, sino que se imponía la necesidad de comprenderlo en el conjunto, de desarrollar una reflexión con fuentes e implicaciones planetarias. Pensar globalmente se había convertido en una tarea urgente como muestra la descripción del imperio portugués que hicieron los miembros de la «Junta en q se trata del socorro de la India» el 20 de marzo de 1627, ya en el reinado de Felipe IV. En ella se enumeraban los diversos puestos que tenían los lusos en Asia y África, sus posibilidades defensivas, los medios de que disponía el rey católico y los que serían necesarios para garantizar su protección frente a las amenazas de los poderes septentrionales[12]. Es evidente que, para los ibéricos de principios del siglo XVII, querer leer el conjunto del orbe distaba de ser un ejercicio de erudición gratuita o de cosmopolitismo ocioso y se convertía en una necesidad política y administrativa para buscar la gestión eficaz del poder imperial y de las oposiciones que debía sufrir.

Para los ministros del rey, los poderes que había más allá de sus fronteras eran cualquier cosa menos algo indiferente y no sólo por un cálculo patrimonial, moral o confesional, sino también por un imperativo político. Era en ellos donde había que alimentar una opinión que por sí sola previniera cualquier movimiento hostil a la Monarquía o al menos lo matizara. La obsesión por la reputación (GIL PUJOL, 2016: 121) nacía de la conciencia creciente, tras las decepciones de finales del XVI, de que el poder militar del rey católico era limitado y que, además, resultaba más rentable que hacer costosas intervenciones batallar en la opinión y en la imagen de la propia corona española. No era de entrada una empresa nada fácil, y los contemporáneos estaban plenamente al tanto de ello, pues en las guerras de opinión sobre el ser y el estar del poder hispano, sus rivales habían logrado consolidar una retórica de denigración muy potente ya para la década de 1590, algo que casi se había convertido en discurso oficial, y que, en Francia, Inglaterra o los Países Bajos se había realimentado con la propaganda hispanófoba de los años del conflicto armado (ORTEGA, 2019: segunda parte).

Desde la propia Monarquía hubo tres vías para intentar corregir la situación de desventaja en se había situado la imagen del poder español, participando personas e impresos en todas ellas. Desde las prensas de la Monarquía (en España, Flandes o Milán), se producían libros para satisfacer las necesidades espirituales y litúrgicas de las cripto-comunidades católicas en Irlanda, Escocia, Inglaterra o aquellas partes del Imperio dominadas por los protestantes. A estos envíos se sumaba el apoyo a las instituciones que formaban a los futuros misioneros que habrían de consolar a los fieles. El sentido político de estas operaciones era menos ambicioso que el desplegado a finales del XVI. Ya no había un intento de incorporación directa, salvo en América, pero sí la apuesta por la búsqueda de una afinidad que redujera la beligerancia contra la Monarquía, lo que beneficiaba, sin duda, al orden imperial. Es cierto que el influjo cultural y confesional hispano, con su potente vertiente femenina y por muy potente que fuera, se disoció cada vez más de una influencia efectiva sobre las decisiones políticas respecto a la Monarquía (BRUNET, 2021; VALLEJO, 2021).

La segunda forma de corregir la mala imagen del rey católico y sus dominios era estimular la producción panfletaria o histórica directamente en los territorios mediante la subvención de autores afines a las ideas o a la posición del rey católico. Una práctica limitada, pero nada desconocida para una Monarquía amiga de dar pensiones a escritores, en especial italianos, que se trufaba además in situ con las acciones de prestigio desarrolladas por las embajadas. Finalmente, el tercer camino era usar las prensas de la Monarquía para producir relatos históricos y una literatura intencionadamente de combate que buscaba sostener a los aliados del rey, y polemizar con las visiones negativas forjadas por los rivales. Esta práctica ya había acompañado a la política española de apoyar a los disidentes contra los gobiernos Tudor, Estuardo, Valois y Borbón a finales del siglo XVI (DOMNÍGUEZ, 2020; ARBLASTER, 2004; RUIZ IBÁÑEZ, 2002). Con la nueva conflictividad que se desarrolló a partir de la segunda década del Seiscientos, los Habsburgo tuvieron que confrontar la necesidad de posicionarse ante el espacio de discusión europeo que se estaba reconstruyendo frente a los problemas políticos en el Sacro Imperio. Las autoridades de Madrid y de Praga-Viena eran conscientes de los diversos niveles de escritura y de las opiniones que estaban circulando en múltiples vehículos, desde panfletos a libros de teología, desde grabados a volúmenes de historia.

Un caso puede ilustrar la conciencia de intervención exterior. Y, por ello precisamente, no es de extrañar la buena acogida que recibió en Madrid Caspar Schoppe, el vitriólico autor del Ecclesiasticus auctoritati Jacobi regis oppositus (1611) y conocido polemista contra Campanella (SCHMIDT, 2012: 149-154). Scioppus, un personaje difícil que habría de tener más de un vaivén, en su memorial al rey de España solicitaba recibir una pensión en Milán para poder seguir escribiendo libros destinados a un público europeo diversificado. Según su propio testimonio, para entonces ya había redactado nada menos que sesenta volúmenes en latín y veinte en alemán. Como autor reconocido era apoyado por el elector de Colonia, y por embajadores en Praga (don Baltasar de Zúñiga) y en Roma (conde de Castro) que tenían una visión muy completa de la geopolítica continental y valoraban su acción como polemista. En la corte Schoppe trabó diversos contactos e informó que tenía la intención de redactar un Tratado sobre las Grandezas de España (FLORISTÁN IMÍZCOZ, 2012: 238-240). Los consejeros pensaban que el escritor daría un muy buen servicio y que se le debería situar una pensión mensual de cien escudos, eso sí, con discreción dada la nada oculta hostilidad que le profesaba Jacobo I de Inglaterra que poco había apreciado las feroces críticas del alemán en su referido libro. La única voz discordante fue la del marqués de Villafranca que, si bien concordaba en darle una ayuda puntual y concederle el libre movimiento entre los territorios del rey, hizo memoria de la condena del régimen inglés contra el autor alemán y no dejó de censurar el cosmopolitismo de la Monarquía pues con la cantidad que se proponía:

 

“pueden ser entretenidos y ayudados 10 o 12 soldados que han servido a Dios con su sangre contra erejes como Escopio con la pluma parece que es mas obligaçion de VMd socorrer a sus vasallos que a los del señor archiduque Fernando […] y ay muchos religiosos españoles que escriven contra herejes”.

 

Felipe III no se dejó impresionar y resolvió que se le diera una pensión de ochenta escudos a pagar sobre la caja de la embajada de Zúñiga y otros cuatrocientos para el viaje[13].

 

*  *  *

 

El debate sobre Scioppus evidencia el conflicto entre una política aislacionista y otra más cosmopolita, una más directa y otra más indirecta que aparecía una y otra vez en las discusiones en todas las estancias, de Consejos a embajadas, de la Monarquía. El empeño por definirla en sus acciones como actriz en un medio universal chocaba siempre con la tendencia más endógena de las élites peninsulares e italianas que veían con desconfianza o con franco enfado que los recursos imperiales, unos medios que tanto costaba movilizar a la fiscalidad regia, se derramaran en otros escenarios. Esta tensión, estallaría de forma recurrente en las Cortes y Parlamentos a lo largo del siglo XVI alcanzando su punto culminante en las últimas Cortes castellanas de Felipe II con la famosa sentencia “si se quieren perder que se pierdan” del procurador Francisco Monzón (CENTENERO DE ARCE, 2008: 270), una reivindicación de que no era obligación de la Monarquía decidir todas las guerras civiles de Occidentales y mucho menos arruinar la hacienda castellana haciéndolo. El rey debía velar por los súbditos que se le habían encomendado. Esta tensión estallaría a otras escalas y, dado el protagonismo de los ayuntamientos con voto en Cortes en las dos primeras décadas del XVII, las alusiones a la situación internacional y a su función decisiva o no en la organización interna y en el esfuerzo fiscal de la Monarquía iba ser un tema recurrente y un espacio de conflicto.

Al debate sobre si intervenir fuera o no se sumaba, el de, en caso afirmativo, dónde y cómo hacerlo. Además, ahora se daba la cruel paradoja de tener que comprenderse en un mundo sobre el que se sabía que la capacidad de acción era cada vez más limitada. Los ministros, los exiliados, los agentes territoriales del rey y quienes buscaban su merced y amparo debieron forjar una visión propia de la articulación territorial imperial, de su justificación y de sus consecuencias políticas, buscando redibujar la jerarquía de prioridades que imponían al soberano español la urgencia de una u otra actuación concreta. Se quisiera de entrada, o no, la visión que era preciso construir no podía dejar de comparar el propio escenario con aquellos que podían hacerle sombra. Había que esgrimir que era en él, precisamente en él, donde más convenía actuar a la Monarquía. Por supuesto, no se trataba de una reflexión diáfana, centralizada y clara, sino que estos discursos se podían expresar a través de relatos históricos, narraciones de martirios, crónicas de sucesos, literatura épica, memoriales de partes, de la pintura oficial, o del teatro.

El marco sobre el que había que realizar esa comparación interesada era nada menos que “el Mundo”, o lo que como tal percibían los ministros españoles. Aún hoy al revisar la documentación original no deja de dar una sensación de vértigo imaginar acumularse simultáneamente sobre la mesa de los consejeros planes y relatos de servicios sobre múltiples territorios de los cuatro continentes. La misma tensión que recorrería el pensamiento de y sobre la Monarquía de las primeras décadas del siglo XVII que, entre razón de Estado y deber moral, acumularía los argumentos que buscaban movilizar la acción positiva del gobierno. De la misma forma que Creswell convertía a Inglaterra en el centro geográfico de la Monarquía Hispánica, era lógico, por ejemplo, que un veterano de la guerra de Angola defendiera que los méritos ganados en tierras africanas fueran considerados al mismo nivel que los obtenidos en Flandes y para ello, debía ponderar la utilidad y la santidad de la presencia lusa al sur del reino de Congo[14].

El coro de intérpretes de las prioridades territoriales de la Monarquía se había incrementado de forma notable ahora que la beligerancia se había reducido. En primer lugar, había muchos veteranos que, viendo sus unidades reformadas o comprendiendo que iba a ser muy difícil ganar gloria y fortuna en frentes ahora desactivados (Flandes, Francia…), retornaban a la Península Ibérica en busca de mejores empleos. Para justificar su idoneidad debían poner en valor y hacer memoria de sus hechos de armas y de los escenarios donde habían combatido (CÓRDOBA OCHOA, 2009; CENTENERO DE ARCE, 2012; POLO LABORDA, 2019). No es casual que las crónicas de Flandes o de América vivieran su segunda edad dorada a partir de 1610 (Grê PONCE, 2015: cap. 2), cuando los viejos combatientes tradujeron en relatos formales sus experiencias y aportaron la documentación probatoria de sus méritos. Pero no sólo llegaban soldados con sus cicatrices y sus certificaciones, sino que en este momento recaló un amplio flujo de exiliados que consolidaron las comunidades ya existentes o que crearon nuevas, refugiados que dependían en grado sumo de la gracia regia y que en consecuencia estaban en la necesidad de ver reconocidos sus méritos de compromiso con el rey, fidelidad con Dios y lealtad con la Monarquía (PÉREZ TOSTADO y RUIZ IBÁÑEZ, 2015). La inflación de relatos sobre los espacios donde se había jugado la hegemonía española y la misma presencia física de sus protagonistas reforzaba el fuerte sentido de centralidad y cosmopolitismo de la Monarquía, pero lo hacía en un sentido universal de la Monarquía que cada vez se iba convirtiendo más en conciencia de debilidad que en convicción de hegemonía.

Los saberes probados sobre la proyección geográfica y las experiencias acumuladas en las décadas de 1580 y 1590 pasaban a ser recursos retóricos a movilizar, pero no iban a definir una política imperial que había cambiado. Para ministros y militares españoles, decepcionados ante las expectativas fallidas, ahora los posibles socios exteriores ya no eran fiables y las acciones de expansión habría que sostenerlas en la propia fuerza, aunque aún quedaba espacio para esperar que la Providencia obrara lo imposible. Lo que sí había confirmado el fracaso imperial era una geografía de la desconfianza hacia las poblaciones exteriores que avanzaba en las concepciones xenofóbicas previas (PUDDU, 2000). En un memorial escrito a un recién proclamado rey Felipe III se postulaba una acción agresiva contra los dominios del Príncipe del Gran Fulo y Jaloffo”, en el actual Senegal. El autor volcaba sobre la población local todos los prejuicios que apenas dos o tres años antes se habían aplicado a la nobleza francesa cuando desertó de la Liga Católica, pues en sus expresiones los "negros son inconstantes, cautelosos, inestables y llenos de maliçias y engaños que ni guardan palavra ni diçen verdad”.

Así que, llegar a acuerdos previos con ellos era irrelevante y fútil, siendo mucho más oportuno seguir el ejemplo de

 

“el primer marques del Valle en Nueva España [que] siendo tierra muy incognita y apartada que sin mas reconocimientos desembarco en ella y dio barreno a los navios y se quedo dentro a la misericordia de Dios que favorecio su buen intento”[15].

 

El plan de conquista del entorno del río Senegal se propuso en un momento, -el final del reinado de Felipe II y el de su hijo- en el que abundaron las proposiciones más o menos exóticas y más o menos fantasiosas para ampliar las zonas de influencia imperiales (Pegu, Camboya, Angola…), muchas, como la conquista de China debían parecer entonces tan quiméricas como ahora por la falta efectiva de recursos disponibles, aunque ciertamente servían para delinear los campos políticos en el entorno regio y los espacios de fricción con el papado (MARTÍNEZ MILLÁN, 2003). Tocaban ahora unos planes de expansión hipertrofiados que aplicaban sobre espacios lejanos las argumentaciones consagradas por la gran apuesta imperial de finales del siglo XVI.

Dentro de esta tratadística de la desmesura sin duda el descubridor portugués Pedro Fernández de Quirós ocupa un lugar de honor (AMARAL, 2014). Tras sus primeras expediciones, el marino quedó varado en las aguas bajas de la corte, esperando licencia y medios para volver al Pacífico y encontrar de una vez la Australia del Espíritu Santo, sobreviviendo a la emulación de sus críticos y desesperado de no ser atendido por una Corte que lo veía con entre simpatía y desdén, pero buscaba bloquearlo para que no ofreciera sus servicios a otros príncipes. Así que el descubridor tuvo tiempo de escribir y dejar una amplia serie de memoriales en los que al concretar su proyecto definía a la Monarquía como un ente providencial que, de la misma forma que argumentó Creswell, tenía una responsabilidad por omisión, pues:

 

“faltame señor por saver si la obligaçion de encaminar al çielo aquellas infinitas almas es de V. Magd o de Ministros o mia. Si es de V. Magd por que no las guía pues todas van sin tino derechas a su perdiçion, si es de ministros por que no las defienden de quien las ofende pues la deven a Dios y a ellos se resuelven por lo que deven a V. Magd y a mi justicia y lo ponen por obra por lo que deven a si mesmos […] y si es mia por que no se le dice que le busque su remedio antes que muera por esto”.

“Mire V. Magd que a nuestro modo de hablar a perdido y pierde Dios sus derechos y sus provechos y aun su honrra la Iglesia Catholica grandes y gloriosos triunfos V. Magd un nuevo Mundo de vienes a riesgo de serlo de males yo todos mis trabaxos y deseos y esto no es justicia y por esto V. Magd debe hacerme merced de despacharme en una de las formas que mostre y mas cuadrare y esto es justicia”.

“Despacho sr despacho o desengaño. Que no ay vida para tanto esperar”[16].

 

Pues, “V. Magd tiene obligaçion en conciencia de embiar a las tierras Australes predicadores del Evangelio por su cuenta o darme lizençia para que yo los lleve y los busque por cuenta de Dios”[17].

Con todo, ese discurso de hegemonía imperial acumulado en las últimas décadas en las que el rey se había presentado como el defensor de la fe y el protector de los creyentes casi a escala universal, estaba disponible para justificar unas políticas u otras, aunque ahora se hiciera de forma mucho menos voluntarista y más precavida. Es cierto que el tiempo de la gran rebelión católica había pasado hacía un par de décadas y que en el reinado de Felipe III, salvo para los irlandeses y sólo hasta 1604, a diferencia del de su padre no fue proclive a estimular rebeliones populares prefiriendo mejor optar por potenciar las asonadas nobiliarias. Sin embargo, todavía se podía ver con simpatía aquellos alzamientos que justificados en la fe servían para potenciar los intereses geopolíticos del rey de España, y de esos, quizá, el más significativo fue el de la Valtelina contra las Ligas Grises. Más que interesarnos aquí por la política española en la zona, que ya está trabajada (MARRADES, 1943), lo que resulta oportuno resaltar es el proceso de interpretación que permitía a los agentes reales pensar que la posición de su rey y el ethos de su Monarquía se confirmaban con la política de ayuda y guía de esos rebeldes.

Así, queriendo legitimar el apoyo a la violenta asonada católica de la Valtelina de 1620 el duque de Feria, gobernador general de Milán, recordaba en carta al conde de Castro, que

 

“Los Grisones hereges hazian tantas estorsiones a los catholicos de aquella nación q obligaron a muchos dellos a salirse de su tierra dexando sus hixos y hazienda […] los catholicos […] acudieron muchas veçes a mi pediendome les ayudase y que intercedise con su Magd q los recibiese por sus vasallos que primero havia sido [la Valetelina] del estado de Milan”.

 

Hartos de esperar un socorro español que no llegaba y pensando ser liderados por los hermanos Planta y dado que “que querían morir primero que vivir en tal esclavitd”, los católicos desencadenaron una sangrienta insurrección que dio lugar a una matanza de reformados, pero la fuerza de los alzados se vino abajo ante el contraataque militar de los grisones, lo que alarmaba al gobernador general pues: “quan lastimoso seria dexar perder tanto numero de catholicos a la vista de las armas de su Magd y que llegara a tocar esto al punto de la reputaçion”[18].

Pocos días después, el duque escribía directamente al rey analizando las causas del fracaso de los insurrectos desde una óptica que sumaba a lo anterior una reflexión política clásica sobre el pueblo como un agente irreflexivo que necesitaba ser conducido y guiado, pues los rebeldes:

 

“habían obrado como sucede a los pueblos sin cabeça siendo temerarios quando no veen los enemigos y en el primer peligro se pierden el animo … [y]… como esta empresa se ha hecho con gente tumultuaria eran tan varios los accidentes q cada dia subcedian”.

 

No pasaba desapercibida a Feria la oportunidad que se fraguaba con la situación generada por los insurrectos. Desde finales de la década de 1580 el rey de España había reforzado su posición sobre los valles suizos para garantizar el paso de sus tropas, coaligándose y garantizando el apoyo militar a los cantones católicos en caso de conflicto[19] y estimulando las ansias de libertad de los católicos de la Valtelina a través de la acción del conde de Fuentes que gobernó el Milanesado entre 1600 y 1610. Así que, las deficiencias en la rebelión no reducían la responsabilidad de la Monarquía, al contrario, a ella le tocaba poner a disposición de los alzados los medios de resistir y las ideas de cómo hacerlo: “pues no se trataba de conquistar la Balle […] sino de defender a los que por zelo de religión avian sacudido el yugo tyranico [que] tantos años se les avia oprimido” [20].

En los argumentos de Feria se mezclaba una llamada al sentido de liberalidad que debía acompañar a la majestad regia con la defensa necesaria de su prestigio. Es decir que, en su propuesta la acción política, se justificaba tanto por la percepción exógena como por la autorrepresentación de la Monarquía. En todo caso, no deja de ser interesante notar que se estaba empleando en un caso muy puntual una concepción sobre cuál debía ser la posición imperial en el mundo. Este tipo de argumentos iban a acompañar a los agentes del rey en la primera fase del ciclo bélico que se desarrolló entre 1618 y 1669. Para 1635 tal imagen, pese a la propaganda contra la política de Richelieu, ya no se pudo mantener teniendo que insistir la siguiente generación de pensadores en el principio de separación moral (oeconómica versus política) del gobierno interior con la acción exterior.

Las tensiones por la jerarquización del espacio imperial son contemporáneas a la consolidación de una visión más rígida del mundo y de los propios territorios de la Monarquía. Estos fenómenos eran expresión del espíritu de orden que traía la Contrarreforma y la propia situación de las Monarquías Occidentales. Para ese momento ya se había consolidado una literatura histórica y heroica sobre los diversos ámbitos que componían la Monarquía y los procesos por los que la habían integrado. Este fenómeno y la pérdida de dinamismo expansivo del poder imperial hizo que, precisamente en ese momento, se inaugurara un periodo de puesta en valor del pasado para reforzar la dignidad local que cristalizó en la eclosión como género de las historias de ciudades y de la afirmación de la su adhesión voluntaria a la Monarquía (ARRIETA ALBERDI, 2004; DÍAZ SERRANO, 2022). En parte, esto era resultado de la autoconciencia tomada ante las negociaciones fiscales con el rey, de la misma manera que la eclosión de la perspectiva unitaria era igualmente un resultado de la política imperial, o bien de su crisis.

 

*  *  *

 

Pensar y pensarse en el mundo era el resultado de las experiencias endógenas y de las competiciones interiores de la Monarquía. Las formulaciones se fueron actualizando según las posibilidades de acción exterior y la evolución de la posición efectiva imperial respecto a sus vecinos; así que no se puede considerar que éstas fueran estables o se limitaran a una evolución castiza de un pensamiento hispano alejado de la realidad política material. Tres elementos mayores interrelacionados sirven para identificar el desplazamiento argumentativo sobre el origen y el sentido de las incorporaciones, reales o propuestas, a la Monarquía que se dio entre 1500 y 1635 en los diversos territorios: la existencia de una base que nutriría  una cultura política común, la propia evolución del paradigma de dominación visto desde la Corte y su percepción por las instancias regnícolas y, como consecuencia de ambos, la reconstrucción constante de un discurso dominante en los diversos ámbitos de la Monarquía. La palabra desplazamiento parece particularmente adecuada dado que, como se ha mostrado, no se dio una sustitución de un paradigma imperial por otro, sino que la evolución del sentido de los términos empleados se vio moderada por su polisemia y por la continua disputa de su sentido. Pero esta complejidad no impide comprobar cómo la Monarquía fue definida en su ser con un mayor énfasis y en una mayor frecuencia de una forma u otra respecto a su situación y a su acción hegemónica. Unas definiciones que permeaban por diversas vías y razones al conjunto de sus sociedades. Así, la conciencia de singularidad y de excepcionalidad que trajo el momento de fundación imperial se tradujo en la necesidad de improvisar una razón que permitiera pensarlo dentro de las tradiciones heredadas. Este saber de imperio, que no dejaba de ser caótico y de dejar espacio para la innovación, resultó un tanto incómodo para la gestión de la hegemonía hispana con Felipe II que intentó, con éxito variable, darle un sentido más vertical y menos experimental por mor de lograr una mayor credibilidad y previsibilidad, sin por ello abandonar una política expansiva. Más bien todo lo contrario.

La expansión imperial de finales del siglo XVI sería vista, dentro y fuera de la Monarquía, como una consecuencia de una posición adquirida, el liderazgo de la Cristiandad, que le imponía una acción providencial; era lógico que en este contexto las reflexiones políticas comenzaran a tener en cuenta una política universal, aunque la urgencia de la guerra siguió imponiendo reflexiones de carácter bilateral. Una vez pasado este tiempo histórico quedó la retórica de la función carismática de la Monarquía, quedó también el saber acumulado sobre el tipo de acción a desarrollar y los límites efectivos de los recursos que se podían manejar, y sobre todo se reforzó la necesidad de pensar el mundo como objeto y como escenario. Felipe IV como rey planeta se encontró con la angustiosa paradoja de que, efectivamente, si él, su ministro, sus consejeros y sus súbditos podían pensar en la universalidad era precisamente por no poder controlarla pues sus compromisos ataban las responsabilidades y desbordaban las posibilidades. Pronto acabaría ese sueño imperial.  

 

 

 

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[1] Esta investigación ha sido realizada en el marco del proyecto Hispanofilia V. Las Formas de interacción con el mundo: cautiverio, violencia y representación, PID2021-122319NB-C21 financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033/ y por FEDER Una manera de hacer Europa.

[2] Archivo General de Simancas (AGS), Estado (E) leg. 1766 sin número, 14 de agosto y 4 de septiembre de 1618, consulta de parte

[3] AGS E leg. 171, 29 de abril de 1593, minuta de despacho.

[4] AGS E leg. 1293 nº 102, 11 de diciembre de 1601, Milán, el conde de Fuentes a Felipe III.

[5] AGS Guerra y Marina (GA) leg. 640, fº 261, consulta de parte.

[6] AGS E leg. 1775 sin número, 26 de octubre de 1619, Saint Omer, a Felipe III.

[7] AGS E leg. 1800 y AGS E leg. 2769 sin número, 9 de junio de 1607, consulta de oficio, “sobre el papel que dio el embaxor del rey de la Gran Bretaña”; la carta del embajador solo en la primera referencia, la respuesta del rey solo en la segunda, de casa, de Charles Cornwallis a Felipe III.

[8] AGS E leg. 1774 sin número, 6 de octubre de 1618 y 7 de septiembre de 1619, Lisboa, consulta de parte, “Pº Mantuano”.

[9] AGS E leg. 2797 sin número, 5 de septiembre de 1634, “… sobre lo que suppca a V.M.d don Guillermo del Burgo cavallero del habito de Santiago”.

[10] AGS E leg. 1800 sin número, 12 de julio de 1607, consulta de parte sobre un billete del duque de Lerma y la carta al rey de Creswell, “Por el Pe Joseph Cresuelo en partr de los seminarios ingleses”.

[11] AGS leg. E 2766 sin número, 15 de diciembre de 1604, consulta de parte, “sobre lo que ha pedido fray Simon del Spiritu Santo irlandés”.

[12] AGS GA leg. 951 sin número, consulta de oficio.

[13] AGS E leg. 2776 sin número, 19 de mayo de 1614, consulta de parte, “sobre lo que pretende Gaspar Escopio Aleman”.

[14] AGS E leg. 1649 sin número, 7 de noviembre de 1617, consulta de parte, “El cappan Domingo de Linares”.

[15] AGS E 182 sin número, 9 de octubre de 1598, Pedro Esteban de Analte a un secretario. 

[16] AGS E 1770 sin número, 23 de agosto de 1612, “el capitán Quiros”.

[17] AGS E 1771 sin número, 16 de abril de 1613, “Capitán Quiros”.

[18] AGS E leg. 1892 fº 193-193, 26 de agosto de 1620, Messina, el conde de Castro a Felipe III, con una carta de 10 de agosto del duque de Feria al conde de Castro que es de donde provienen las citas de esta página.

[19] AGS E leg. 1925 fº 112, La Liga que el año MDLXXXVII se hizo entre la Magestad de Felipe II… y seis cantones de los esguizaros catholicos y la que se hizo con el Canton de Apenzel el año 1597 y assimismo la confirmación y ampliacion de la dicha Liga que se ha hecho el año 1604…, Milán, Pandolfo y Marco Tulio Matesti, 1604, punto 9.

[20] AGS E leg. 3335 nº 70, Milán, 15 de agosto de 1620, el duque de Feria a Felipe III.

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