LOS VIAJES DE COLîN Y EL PRIMER IMAGINARIO OCEçNICO EN LAS CORTES DEL VIEJO MUNDO (1492-1521). DEL BRILLO DEL ORO AL RECONOCIMIENTO DEL OTRO
Miguel çngel Zalama
Universidad de Valladolid, Espa–a
Recibido: 15/08/2021
Aceptado: 14/09/2021
Resumen
En 1492 Col—n se encontr— con un mundo desconocido que entendi— que era Cipango (Jap—n), pues cre’a haber llegado a Oriente navegando hacia poniente. Lo que vio era sorprendente, tanto la naturaleza como los nativos, si bien no se tard— en considerar que ese Nuevo Mundo reflejaba la idea fant‡stica que se ten’a a travŽs de diferentes escritos de Žpoca medieval, la cual no cambi— a pesar de ampliarse los descubrimientos en las siguientes dŽcadas y entroncar con culturas desarrolladas. El objetivo principal de la expedici—n colombina, y las que se sucedieron, era encontrar oro, que se supon’a que hab’a en cantidad. A su vez, para llevar a cabo el viaje hizo falta dinero, y ante la escasez de numerario en el tesoro real, Isabel la Cat—lica se ofreci— a pignorar sus joyas para poder financiar la empresa. El oro fue la obsesi—n de los conquistadores, incluso despuŽs de que llegasen a Europa las obras de arte mexicas enviadas por CortŽs, que tanto alab— Durero.
Palabras clave: Col—n; CortŽs; Durero; Isabel la Cat—lica; oro.
THE VOYAGES OF COLUMBUS AND THE FIRST OCEANIC IMAGINARY IN THE COURTS OF THE OLD WORLD (1492-1521). FROM THE GLITTER OF GOLD TO THE RECOGNITION OF THE OTHER
Abstract
In 1492 Columbus met an unknown world that he understood to be Cipango (Japan), as he believed he had reached the East by sailing west. What he saw was surprising, both nature and the natives, although it did not take long to consider that this New World reflected the fantastic idea that was had through different writings of medieval times, an idea that did not change despite expanding the discoveries in the following decades and connect with developed cultures. The main objective of the Columbian voyage, and those that followed, was to find gold, which was supposed to be in quantity. In turn, money was needed to carry out the expedition, and given the shortage of cash in the royal treasury, Isabella the Catholic Queen, offered to pledge her jewels in order to finance the trip. Gold was the obsession of the conquerors, even after the Mexican works of art sent by CortŽs, which DŸrer praised so much, reached Europe.
Key words: Columbus; CortŽs; DŸrer; Isabella I of Castille; gold.
Miguel çngel Zalama. Catedr‡tico y Director del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid, es asimismo Director del Centro Tordesillas de Relaciones con IberoamŽrica. En 1988-1989 estuvo en el Institute of Fines Arts de la Universidad de Nueva York y posteriormente en la Universitˆ della Sapienza en Roma. Ha impartido docencia y ha realizado estancias de investigaci—n en Francia, MŽxico e Italia. Sus investigaciones se centran en finales del siglo XV y el siglo XVI (un resumen en http://arteysociedad.blogs.uva.es/el- grupo/miguel-Angel-zalama/publicaciones/).
Comisario de exposiciones, como la de Felipe el Hermoso. La belleza y la locura (Burgos Ð Brujas, 2006-2007), y recientemente de una artista contempor‡neo Gabarr—n. Un humanista del color (2020).
Correo electr—nico: zalama@fyl.uva.es
ID ORCID: 0000-0002-9416-2101
LOS VIAJES DE COLîN Y EL PRIMER IMAGINARIO OCEçNICO EN LAS CORTES DEL VIEJO MUNDO (1492-1521). DEL BRILLO DEL ORO AL RECONOCIMIENTO DEL OTRO
Entre la llegada de Col—n a AmŽrica y el env’o del tesoro azteca por parte de Hern‡n CortŽs al emperador Carlos V apenas median tres dŽcadas, tiempo en el cual se pas— del asombro a habituarse a una naturaleza feraz y con unos ind’genas que ten’an unas costumbres muy diferentes a la de los espa–oles. Pero esta familiaridad apenas tuvo reflejo en el entendimiento del otro. Durante mucho tiempo se pens— que se estaba ante pueblos primitivos, cuando no meros salvajes, a los que se pod’a enga–ar f‡cilmente con objetos de escaso valor y tomar a cambio oro y perlas. La riqueza de aquellas tierras era el objetivo principal de los conquistadores y no dudaron en hacerse con los metales preciosos y la pedrer’a, como tampoco tuvieron prejuicios a la hora de hacer trabajar a los nativos hasta la extenuaci—n o simplemente esclaviz‡ndolos. Si se trataba de salvajes todo estaba permitido. Tendr’a que pasar tiempo hasta que se cambiase de opini—n, y aun as’ solo se realiz— de forma parcial y lentamente. La desconsideraci—n hacia los ind’genas lleg— a tal punto que Isabel la Cat—lica en el codicilo a su testamento de noviembre de 1504, orden— que Ònon consientan e den lugar que los indios vezinos e moradores en las dichas Indias e tierra firme, ganadas e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas e bienes; mas mando que sean bien e justamente tratadosÓ[1]. Los intentos de algunos dominicos y la promulgaci—n de las Leyes de Burgos (SçNCHEZ DOMINGO, 2012: 1-55), que abol’an la esclavitud por Juana I -en realidad por Fernando el Cat—lico ante la inacci—n de su hija-, tampoco sirvieron de mucho en cuanto a la aceptaci—n de unas culturas que se consideraban inferiores.
Centr‡ndose en el punto de vista art’stico, la estŽtica de los pueblos americanos tampoco interes— demasiado, y si lo hizo fue por ser ex—tica. Desde que CortŽs enviara los objetos de Moctezuma II en 1519, fueron muchas piezas las que llegaron, de manera que, por ejemplo, en los inventarios realizados a la muerte de Carlos V en 1558 se encuentran obras de las Indias (CHECA CREMADES, 2010: 39-834). No obstante, al margen del car‡cter extra–o de esos objetos, lo cierto es que solo los encontramos en casos aislados, pues las artes europeas distaban mucho de las del Nuevo Mundo, sin que estas influyesen en el Viejo Continente (CHECA CREMADES, 2006: 34). En materia religiosa las creencias de los ta’nos o los caribes estaban muy poco desarrolladas, o al menos eso es lo que nos transmiten desde los primeros momentos los espa–oles. Col—n, solo tres d’as despuŽs de haber entrado en contacto con los nativos, escribe en su diario: ÒNo cognozco secta ninguna y creo que muy presto se tornar’an cristianosÓ (VARELA, 1984: 37). Evidentemente esto no era igual en las culturas del continente, si bien los europeos solo se preocuparon de destruir sus ’dolos sin tratar de comprender sus principios. Tuvo que pasar mucho tiempo para que se entendiese algo de los pueblos con los que se hab’a entrado en contacto, como muestran las descripciones e im‡genes que llegaron a Europa, pues en los primeros a–os solo la riqueza parece haber movido el deseo de los conquistadores.
A la bœsqueda del vil metal
A la sorpresa, por m‡s que deseada, de haber hallado tierra despuŽs de una navegaci—n hacia un destino desconocido que dur— m‡s de un mes, y al desconcierto de encontrar habitantes muy diferentes a los que supuestamente deb’an vivir en Cipango, Col—n anot— en su diario el d’a 13 de octubre de 1492: ÒYo estaba atento y trabajaba de saber si av’a oro y vide que algunos dellos [los nativos] tra’an un pedauelo colgado en un agujero que tiene a la narizÓ (VARELA, 1984: 32). En ello fij— su atenci—n y dice que Òpor se–as pude entender [que] yendo al sur o bolbiendo la isla por el sur, que estaba all’ un rey que ten’a grandes vasos dello y ten’a muy muchoÓ. La exploraci—n result— infructuosa, pero el almirante continu— su periplo hasta la isla de Cuba Òque creo deve ser CipangoÓ (VARELA, 1984: 43). Desde esta isla, el 4 de noviembre, anota que a los que all’ viv’an Òmostroles oro y perlasÓ, evidentemente para recabar informaci—n de d—nde pod’a encontrar m‡s, a lo que Òrespondieron ciertos viejos que en un lugar que llaman Boh’o[2] av’a infinito y que lo tra’an al cuello y a las orejas y a los braos y a las piernas, y tambiŽn perlasÓ (VARELA, 1984: 32). La bœsqueda del metal amarillo, m‡s all‡ del que llevaban algunos nativos que con facilidad entregaban a cambio de cuentas de vidrio y baratijas, era una obsesi—n y la meta para los primeros espa–oles que llegaron a AmŽrica, como recoge L—pez de G—mara: Ò[los reyes] le dieron lo que ped’a para ir a las nuevas tierras que dec’a, a traer oro, plata, perlas, piedras, especias y otras cosas ricasÓ (LîPEZ DE GîMARA, 1941: 42). Col—n regres— a Espa–a y desde las Canarias, el 15 de febrero de 1493, escribi— una carta a su valedor y prestamista del dinero que permiti— organizar el viaje Luis de Sant‡ngel, dando puntual relaci—n de lo que hab’a descubierto, pero sin hacer menci—n al deseado metal, pues no lo hab’a encontrado en cantidad.
En el memorial que eleva a los monarcas sobre la poblaci—n de las Indias, pide Òque ninguno de los veinos pueda ir a coger oro salvo con liencia del gobernador o alcaldeÓ. Quiere que todo el metal se funda y se marque, que se saque el uno por ciento para la f‡brica de iglesiasÉ El oro era la preocupaci—n (VARELA, 1984: 179-180). En el tercer viaje reconoce que apenas ha encontrado metal precioso, pues destaca la presencia de esclavos y de palo brasil, colorante muy apreciado, Òy aun oro, si plaze [a] Aquel que lo dio y lo dar‡ cuando convengaÓ (VARELA, 1984: 243). Al margen de cualquier otro interŽs, es evidente que Col—n lo que iba buscando era el vil metal. As’ lo recoge el humanista milanŽs afincado en Espa–a, y primer cronista de Indias, Pedro M‡rtir de Angler’a ya en la primera de sus DŽcadas, cuando muestra la ingenuidad de los nativos que cambiaban sus adornos de oro por Òcascabeles y otras cosas nuestrasÓ, y que por hacerse con esas frusler’as Òcorr’an a la ribera m‡s pr—xima, y al poco rato volv’an con las manos llenas de oroÓ. Y es que lo obten’an de arenas aur’feras de algunos r’os que Òbatido en l‡minas fin’simas, lo llevan insertado en las ternillas de las orejas y en las narices, perfor‡ndolasÓ (ANGLERêA, 1989: 13 y 31. DŽcada I, cap’tulos I y III). El mismo Angler’a recoge que encontraron algunas pepitas de gran tama–o Òde trescientos pesos y a veces m‡sÓ, igualando el peso, segœn el humanista, a un castellano de oro -cincuenta castellanos hac’an un marco, equivalente a 230 gramos-, e incluso habla de una pepita de Òtres mil trescientos diez pesosÓ. Alcanzar en la balanza m‡s de 66 marcos (superior a 15 kilos) se antoja exagerado al contrastarlo con lo que dice Col—n, y en cualquier caso no se puede comprobar pues la nave que la llevaba a Espa–a era en la que navegaba Òel gobernador Bobadilla, y, por el mucho peso de gente y de oro, se sumergi— y pereci— con todos los que en ella ibanÓ (ANGLERêA, 1989: 90. DŽcada I, cap’tulo X). En realidad, Francisco de Bobadilla se ahog— en el mar Caribe en 1502 tras una tormenta que hizo naufragar a su barco, no por exceso de peso. (Fig. 1)
Figura 1: Guido Mazzoni, Medalla con el retrato de Crist—bal Col—n, c. 1504
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Fuente: Bronce, ∅ 5,3 cm. Viena, Kunsthistorisches Museum, MŸnzkabinett, inv. n.¼ 132.358.
A falta de oro en gran cantidad, las perlas tambiŽn eran objeto del deseo. Angler’a refiere c—mo las sacaban y que los espa–oles las exig’an como tributo a los caciques. Especialmente le llam— la atenci—n un conjunto de perlas Òmuchas blancas y primorosamente adornadas, del tama–o de una avellana o algo m‡sÓ, y sobre todo una que era como Òuna nuez medianaÓ, que al referirla al papa Le—n X, a quien dirige su escrito, no duda en comparar con otra que el pont’fice Pablo II compr— Òen precio de cuarenta mil ducadosÓ (ANGLERêA, 1989: 173-174. DŽcada III, cap’tulo 2). Estas œltimas perlas no corresponden a los viajes de Col—n sino a los que le sucedieron en la exploraci—n del continente americano, si bien el interŽs por el oro y las joyas continu— siendo el mismo.
Sabemos que la primera gran remesa de gemas que lleg— a Espa–a lo hizo a travŽs de Bayona, en Galicia, en junio de 1499. Peralonso Ni–o y Crist—bal Guerra declararon que hab’a perlas por un total de ciento diez marcos, aunque en realidad debieron ser m‡s, pues Ni–o fue procesado y termin— por reconocer que no eran todas las que hab’an confesado, y segœn Las Casas el total era Òm‡s de ciento cincuenta libras o marcosÓ[3]. (OTTE, 1977: 100; RAMOS, 1981: 78-79). M‡s no eran piedras excepcionales pues se tasaron en torno a dos ducados y medio las de mayor tama–o, salvo una que se consider— singular que alcanz— los quince ducados (ZALAMA, 2012: 19). Los ejemplos se multiplican; lo que realmente se buscaba con especial interŽs eran metales preciosos y pedrer’a, que fueron fundamentales a la hora de posibilitar el viaje del Descubrimiento.
No era un interŽs nuevo. En la supuesta carta a Arist—teles de Alejandro Magno, que contiene una descripci—n fabulosa de la India, se incluye la derrota del rey Poro y se detallan las inmensas riquezas que pose’a, resaltando el oro: en su palacio se encontraron Òunas cuatrocientas columnas de oro macizo de enorme grosor y altura, con sus ‡ureos capiteles, y las paredes estaban recubiertas de l‡minas de oro de un dedo de gruesoÓ, y se continœa ÒtambiŽn me quedŽ admirado ante una parra maciza de oro y plata que colgaba entre las columnas, en la que se alternaban hojas de oro y racimos de cristal y esmeraldasÓ. El oro, y otro tipo de joyas como las perlas, el marfil, el ŽbanoÉ, pero sobre todo el metal amarillo era en lo que se focalizaba el interŽs: Òeran de oro macizo las estatuas junto a las ‡ureas vasijas e incalculables arcas de tesoros. En el exterior, junto al muro del palacio, revoloteaban innumerables especies de p‡jaros entre los dorados pl‡tanos, con u–as y pico cubiertos de oro, con collares y brazaletes de oroÉÓ. Todo esto es lo que maravill— a Alejandro en este relato (PSEUDO CALêSTENES, 1977: 231).
Oro y joyas para financiar el primer viaje de Col—n
Una composici—n del pintor Antonio Mu–oz Degrain (Valencia 1840 - M‡laga 1924) muestra a Isabel la Cat—lica ofreciendo a Col—n sus joyas para costear el viaje del Descubrimiento. Con un gesto de conformidad, cuando no de absoluto convencimiento, la reina indica al almirante que se puede tomar su oro para llevar a cabo el viaje. Esta creencia la ensalz— el romanticismo, si bien arranca en el siglo XVI. En la biograf’a que hizo de su padre Hernando Col—n, escrita en espa–ol hacia 1537-1539, cuyo manuscrito original se ha perdido, si bien se tradujo y public— en italiano (VARELA y FRADEJAS, 2006: 10)[4], se declara que la reina Òcontentava che sopra le gioie della sua camera si cercasse imprestito della quantititˆ necesaria per far detta armataÓ. Ante semejante acto magn‡nimo de la reina, Luis de Sant‡ngel, escribano de raci—n del rey Fernando el Cat—lico, Òripose che non facea mistiero dÕimpegnar le gioie, percioch egli farebbe lieve servizio a Sua Altezza imprestandole i suoi denariÓ (COLOMBO 1990: Libro XIV). Hasta aqu’ no se puede hablar de leyenda, pues el hecho de entregar las joyas como prenda para conseguir dinero prestado era algo recurrente. Isabel la Cat—lica reiteradamente utiliz— el llamado collar de balajes, porque ten’a rub’s morados de considerable tama–o -despuŽs conocido como collar de las flechas, dado que el orfebre barcelonŽs Jaume Aymerich, por indicaci—n de la soberana, implement— la pieza con haces de flechas de oro- para conseguir dinero en momentos de necesidad. Lo mismo hizo con su corona, que generalmente corri— suerte paralela a la del collar. Ambas piezas con frecuencia se encontraban pignoradas en la ciudad de Valencia, que actuaba como prestamista. Era una forma de proceder absolutamente normal cuando se precisaba de moneda acu–ada para hacer frente a pagos acuciantes (ZALAMA, 2006: 303-322, 2006a: 49-59). (Fig. 2)
Figura 2: Antonio Mu–oz Degrain, Isabel la Cat—lica cede sus joyas para la empresa de Col—n. c. 1878.
Fuente: Albœmina sobre papel fotogr‡fico, 211 x 352 mm. Fot—grafo Juan Laurent y Minier. Madrid, Museo Nacional del Prado.
Fue el padre Las Casas quien relat— el hecho con tintes teatrales al escribir que, ante la decisi—n de la reina, Òyo ternŽ por bien que sobre joyas de mi rec‡mara se busquen prestados los dineros que para hacer el armada que pide [Col—n]Ó, Sant‡ngel se arrodill— y dijo: Òno hay necesidad de que para esto se empe–en las joyas de Vuestra Alteza, muy peque–o ser’a el servicio a Vuestra Alteza y al Rey mi se–or prestando el cuento de maraved’s de mi casaÓ (LAS CASAS, 1957: 120. Libro I, cap’tulo XXXII). M‡s ni el hijo del almirante ni Las Casas concluyen que el dinero saliese de las joyas de la reina; hubo que esperar al siglo XVII para que esto se afirmara (PIZARRO Y ORELLANA, 1639: 10), sin que hubiese documentaci—n alguna que lo sustentase. TambiŽn se empez— pronto a exagerar la cantidad que los reyes invirtieron en el viaje de Col—n, pues al cuento (mill—n) de maraved’s que dice Hernando Col—n, en 1552 L—pez de G—mara declaraba que fueron Òseis cuentos de maraved’s, que son en cuenta m‡s gruesa, diez y seis mil ducadosÓ (LîPEZ DE GîMARA, 1941: 42).
La leyenda que quiere ver a la reina despoj‡ndose de sus preseas para llevar a cabo una haza–a en la que cre’a firmemente, por m‡s que fuese insostenible, empez— pronto. L—pez de G—mara exager— la cantidad, y otros posteriores no dudaron en aumentarla; en realidad Col—n recibi— 1.140.000 maraved’s, que en ducados son 3.040 (AZCONA, 1964: 675; LADERO QUESADA, 1992: 110). No hay duda al respecto; en 1495 una cŽdula de los Reyes Cat—licos recog’a:
ÒReibŽnsele m‡s en cuenta al dicho escrivano de rai—n [Luis de Sant‡ngel] XLVIII U CCXXXVI que el rey nuestro se–or por su Ždula fecha a XXIX de julio de XCIII manda a los contadores mayores de quentas que le pasen en cuenta, por quanto Žl los dio e pag— a Alonso de Angulo que los ovo de aver por el tiempo que andubo en la recabdai—n de iertas quant’as de maraved’s, que se libraron al dicho escrivano de rai—n para pagar el I quento D U maraved’s que prest— don Ysaq Abramonte a sus altezas e el I quento CXL U maraved’s que el dicho escrivano de rai—n prest— para el despacho del almirante don Crist—ual Col—n, el qual salario ha de aver desde XIIII de mayo de XCII fasta X de julio de XCIIIIÓ[5].
Col—n necesitaba dinero para financiar su viaje y lo obtuvo de los monarcas, que escasos de numerario recibieron un prŽstamo de Luis de Sant‡ngel. De no haber mediado este para conseguir efectivo, la reina estaba dispuesta a pedir dinero poniendo como garant’a sus alhajas, algo, que como se ha explicado, era bastante habitual; nada hab’a de efusi—n sentimental en su proceder ni se arranc— las joyas para entreg‡rselas al almirante. No obstante, se necesitaban riquezas para afrontar una empresa costosa como la que propon’a Col—n. El almirante era consciente de que deb’a rentar dinero suficiente la inversi—n, por lo que su interŽs por encontrar oro en el Nuevo Mundo no decreci— en sus cuatro viajes, y habr’a seguido buscando de no sorprenderle la muerte en mayo de 1506 en Valladolid.
El mito del salvaje
Convencido Col—n de haber llegado a Cipango despuŽs de navegar hacia poniente, los contactos con los nativos no hicieron sino apostillar esta idea. En el imaginario medieval las tierras ignotas se consideraban pobladas por seres fant‡sticos, tanto hombres como animales, cuando no una mezcla de ambos, y lugares de exuberante riqueza. As’ se recog’a ya en los escritos del llamado Pseudo Cal’stenes, autor en el siglo III de un relato sobre Alejandro Magno, que en su tiempo se pens— que era de la Žpoca del conquistador y por lo tanto estaba bien documentado (PSEUDO CALêSTENES, 1977). En realidad, se trata de una recreaci—n fant‡stica, muy diferente de la biograf’a de Alejandro compuesta por Plutarco un siglo antes, que tuvo una gran difusi—n y llev— a otros autores a interesarse por el canibalismo que supuestamente practicaban algunos pueblos. Tal fue su Žxito que se supone ser el libro m‡s traducido despuŽs de la Biblia hasta el Renacimiento (PSEUDO CALêSTENES, 1977: 13). Incluso se recogieron las haza–as de Alejandro en series de tapices, como la adquirida por el duque de Borgo–a Felipe el Bueno en 1459 al tapicero flamenco Pasquier Grenier, quien el a–o anterior hab’a enviado otra colgadura de la misma tem‡tica al duque de Mil‡n Francesco Sforza. Quiz‡s los dos pa–os pertenecientes a la colecci—n Doria sean de esta serie (CAVALLO, 1993: 66-67). En el segundo tapiz de los conservados se ve al macedonio sentado en un palanqu’n decorado con piedras preciosas, lo que muestra la riqueza, y en dos postes est‡n clavados unos jamones a los que tratan de llegar cuatro grifos hambrientos, que al hacerlo mueven las alas levantando a Alejandro hasta el Para’so, en el que espera Dios Padre.
Esta idea del Para’so en Oriente estaba tan fijada en el imaginario medieval que fue f‡cil para los primeros viajeros a AmŽrica llegar a la conclusi—n de que hab’an arribado al EdŽn. Ni mucho menos fue la obra de Pseudo Cal’stenes la œnica que frecuent— estos caminos de fantas’a y cal— en las gentes del medievo. Desde Il Milione de Marco Polo (MARCO POLO, 2008), a los viajes de Sir John Mandeville (MANDAVILA, 1984: Cap’tulo XXXIX), o los relatos del m’tico Preste Juan, a los que se refieren los dos autores anteriores, la Edad Media consideraba si no reales como m’nimo posibles los episodios y descripciones que all’ se conten’an (CHECA CREMADES, 2006: 20-22).
Col—n no fue ni mucho menos ajeno a esto y a su llegada a las islas del Caribe, y en posteriores viajes cuando entr— en contacto con el continente, lo que vio no hizo sino reafirmar la idea que se hab’a creado de Oriente. Proyectando la imagen que se ten’a de lo desconocido a travŽs de los relatos, que por muy fant‡sticos que fueran, se consideraban reales, el almirante define a los primeros nativos que vio en relaci—n con las caracter’sticas de los africanos: dice que ten’an Òlos cabellos no crespos [É] ninguno prieto, salvo del color de los canariosÓ, lo que le parece normal atendiendo a que, segœn sus c‡lculos, las tierras reciŽn descubiertas estaban en el mismo paralelo que las Canarias, y la raza negra viv’a en çfrica m‡s al sur (VARELA, 1984: 31). M‡s pronto quiso creer las fantas’as de los relatos. El 4 de noviembre de 1492 le pareci— inferir que los indios le indicaban Òque lexos de all’ av’a hombres de un ojo y otros con hoicos de perros que com’an los hombres y que tomando uno lo degollavan y le bev’an la sangre y le cortavan su naturaÓ (VARELA, 1984: 50). En los d’as sucesivos vuelve a anotar reflexiones parecidas a partir de las cosas que cre’an entender a los indios ta’nos: Ògente que ten’a un solo ojo en la frente, y otros que se llamavan can’bales, a quien mostravan tener gran miedoÓ (VARELA, 1984: 62); Òmostr‡ronles dos hombres que les faltaban algunos pedaos de carne de su cuerpo y hiziŽronles entender que los can’bales los av’an comido a bocadosÓ (VARELA, 1984: 84); Ògente con colaÓÉ, pero al mismo tiempo Col—n reconoc’a que:
Òmonstruos no he hallado ni noticia, salvo de una isla que es Carib, la segunda a la entrada a las Indias, que es poblada por una iente que tienen en todas las islas por muy ferozes, los cuales comen carne umanaÓ (VARELA, 1984: 143-145).
Por su parte, AmŽrico Vespucio, insiste en aspectos parecidos desde su primera carta fechada en julio de 1500. Resalta que los nativos van desnudos, hombres y mujeres, Òcomo salieron del vientre de su madreÓ, y cuenta que Òeran de una generaci—n que se dicen Ôcan’balesÕ, y que casi la mayor parte de esta generaci—n, o todos, viven de carne humanaÓ. Exagerando lo que vio, le llam— la atenci—n la altura de algunos nativos hasta el punto de que recoge que Òeran de una estatura tan elevada que cada uno de ellos era de rodillas m‡s alto que yo de pie: en conclusi—n, eran de estatura de gigantesÓ. Y en escritos posteriores agrega que encontr— Òla gente m‡s bestial y la m‡s fea que vimos jam‡s y era de esta manera: eran muy feos de gesto y cara, y todos ten’an los carrillos llenos por dentro de una yerba verde que la rumiaban de continuo como bestiasÓ (VESPUCCI, 1986: 57, 61, 123). Angler’a tambiŽn se hace eco de estas caracter’sticas:
Òse cree que estos feroces antrop—fagos han consumido millares de hombres comiŽndoselos [É] es este linaje de hombres brutales [É] CuŽntase que en nuestros tiempos se han llevado de ella [isla de San Juan], para comŽrselos, m‡s de cinco mil hombres solo desde las islas pr—ximasÓ (ANGLERêA 1989: 203. DŽcada III, cap’tulo III).
Cronistas posteriores que recogen el descubrimiento desde los primeros momentos, insisten en los mismos aspectos. Por supuesto que ni el almirante ni los que le sucedieron en la exploraci—n de las Indias vieron monstruos salvo en su imaginaci—n. S’ es cierto que algunos nativos practicaban el canibalismo, pero no ten’an un solo ojo ni cabeza de perro, los fant‡sticos cinocŽfalos. Se ve’a lo que se quer’a ver y esto a su vez era la proyecci—n de ideas preconcebidas y que encontramos desde los escritos de Pseudo Cal’stenes. Se trataba de los Òpueblos impurosÓ que a los muertos en vez enterrarlos los devoraban (PSEUDO CALêSTENES 1977: 213).
Semejante idea del salvaje segœn los escritos medievales permaneci— largo tiempo entre los europeos a pesar de las evidencias. Nadie encontr— -no era posible- monstruos con cabezas de perro ni, por supuesto, eran tan salvajes como se los quer’a ver. El primitivismo de los caribe–os, que iban desnudos y viv’an en casas -boh’os- Òa manera de alfanequesÓ, es decir, tiendas de campa–a, formando poblaciones sin que ninguna Òpassase de doze hasta quinze casasÓ (VARELA, 1984: 38), o ya en el continente las que hac’an en los ‡rboles, que parece colocaban en alto por las inundaciones frecuentes (ANGLERêA, 1989: 124. DŽcada II, cap’tulo IV), mostraban un escaso desarrollo que contrastaba con lo europeo. Con ser cierto, esto nada ten’a que ver con las construcciones en piedra mayas y del imperio azteca. Sin embargo, dio igual, la imagen secular del salvaje, apoyada en su desnudez, que los nativos tuviesen costumbres de las que abominaban los europeos, como la antropofagia, y el desconocimiento del caballo, del hierro y de la rueda (en realidad del eje), hicieron muy dif’cil la aceptaci—n del otro, tanto por considerarlo inferior como por incomprensi—n.
Ni siquiera las magn’ficas obras de arte que empezaron a percibirse en Occidente a partir de la llegada de los espa–oles a MŽxico y que tanto sorprendieron, y gustaron, a Durero, cambiaron la idea del primitivismo de los nativos americanos hasta mucho despuŽs (LîPEZ GUZMçN, 2021). Las primeras im‡genes que ilustran textos referidos a AmŽrica datan de 1493. En ese a–o se imprimi— la famosa carta que Col—n dirigi— a Luis de Sant‡ngel, el 15 de febrero de 1493 desde las Islas Canarias. Este texto se ampli— por el propio almirante despuŽs de su llegada a Portugal, donde se entrevist— con el rey Juan II. Poco tiempo despuŽs se public— en Barcelona, e inmediatamente se tradujo al lat’n reedit‡ndose hasta nueve veces ese mismo a–o y lleg— a alcanzar veinte ediciones hasta 1500 (VARELA, 1984: 139-140). El texto estaba ilustrado con xilograf’as sin valor descriptivo, pero evocadoras de fantas’as que durante mucho tiempo perdurar‡n en el imaginario europeo (TOAJAS ROGER, 2006: 220). Entre las im‡genes de las primeras dŽcadas del siglo XVI, destacan por su calidad art’stica, si bien son poco realistas, las realizadas a partir de los dibujos de Hans Burgkmair de 1517 para El cortejo triunfal del emperador Maximiliano I. (Fig. 3)
Figura 3: Hans Burgkmair, ÒIndios americanosÓ, en El cortejo triunfal del emperador Maximiliano I.
Fuente: Estampa xilogr‡fica, c.1517 (reiteradamente impresa).
Im‡genes fant‡sticas se sucedieron durante mucho tiempo (SçENZ-LîPEZ PƒREZ, 2011: 463-481). Un siglo despuŽs del Descubrimiento, Theodore de Bry, editor y estampador de Lieja (GROESEN 2019)[6], comenz— a publicar una serie de im‡genes que mostraba los peores aspectos del encuentro entre los espa–oles y unos nativos que viv’an en un supuesto mundo id’lico. El estampador jam‡s viaj— a AmŽrica, pero su colaborador, Girolamo Benzoni, hab’a estado en 1541 y fue autor de una historia de las Indias occidentales espa–olas, que sali— de la imprenta en 1565. Traducida a diferentes idiomas, sirvi— de base para difundir una imagen anticat—lica de la conquista en el mundo protestante. De Bry parti— de diversas fuentes y, sobre todo, fue su imaginaci—n la creadora de un estereotipo que, debido a la gran difusi—n de sus estampas, fue el que se fij— en la utop’a de los europeos. Se llegaba as’ al siglo XVII con una idea extravagante de los nativos. Poco se hab’a comprendido y aœn menos se estaba dispuesto a asumir de lo americano (LîPEZ GUZMçN, 2021). (Fig. 4)
Figura 4: Theodore de Bry, America tertia pars (escena de canibalismo). 1592.
Fuente: Grabado. Wikimedia Commons, dominio pœblico.
El Para’so en el Nuevo Mundo
Si la idea generalizada de los nativos era que se trataba de salvajes, y por lo tanto no hab’a ningœn remordimiento en esclavizar -Vespucci dice sin ruborizarse que Òacordamos tomar esclavos, y cargar con ellos los nav’os [É] fuimos a ciertas islas y tomamos por la fuerza 232 almas, y las cargamos y tomamos la vuelta de CastillaÓ (VESPUCCI 1986: 63)-, los conquistadores no pudieron calificar el paisaje que ve’an como algo inferior a lo que conoc’an. Apenas Col—n entr— en contacto con los habitantes de Guanahani (San Salvador) anota que le ofrecieron papagayos, que al suponerse en Europa su origen en la India, pues de all’ ven’an, reafirmaba la idea de haber llegado a Oriente circunvalando la Tierra. El 16 de octubre de 1492 el almirante dice Òbestias en tierra no vide ninguna de ninguna manera salvo papagayos y lagartosÓ, y un marinero dijo haber visto una serpiente grande (VARELA, 1984: 37). No est‡ claro a quŽ se refer’an al hablar de lagartos y serpientes. Los primeros podr’an ser caimanes, y las segundas culebras, pero los europeos estaban confundidos con unos animales con forma de lagarto que no eran cocodrilos: se trataba de iguanas.
La feracidad de la naturaleza sin duda llam— la atenci—n de los expedicionarios. Col—n se sorprende de la existencia de ÒgŸertas de ‡rboles, las m‡s hermosas que yo vi, e tan verdes y con sus hojas como las de Castilla en el mes de abril y de mayo, y mucha aguaÓ (VARELA, 1984: 33). El ‡rido paisaje castellano apenas florecido en primavera no era comparable con la vegetaci—n de las islas y el almirante cambi— su parang—n por Andaluc’a: Òveyendo tanta verdura en tanto grado como en el mes de mayo en el Andaluc’aÓ (VARELA, 1984: 38). Y d’as despuŽs vuelve a anotar sus impresiones de la naturaleza:
ÒAqu’ es unas grandes lagunas, y sobre ellas y a la rueda es el arboledo en maravilla, y aqu’ y en toda la isla son todos verdes y las yervas como en abril en el Andaluz’a y el cantar de los paxaritos que paree que el hombre nunca se querr’a partir de aqu’Ó (VARELA, 1984: 41).
Tanto maravill— la naturaleza de las tierras reciŽn descubiertas que creyeron estar en el EdŽn: ÒBien dixeron los sacros the—logos y los sabios phil—sophos que el Para’so Terrenal est‡ en el fin de Oriente, porque es lugar temperad’ssimoÓ (VARELA 1984: 132). En el tercer viaje Col—n insiste en lo mismo: ÒSant Isidro y Beda y Strabo y el Maestro de la Historia Scol‡stica y Sant Ambrosio y Scoto y todos los sacros the—logos coniertan que el Para’so Terrenal es en OrienteÓ (VARELA 1984: 215). Por su parte, Pedro M‡rtir de Angler’a recoge que el almirante determin— que el Para’so estaba en el continente, aunque no sab’a que era tal, en Paria, en la desembocadura del Orinoco, si bien el humanista milanŽs no se lo cree y corta su descripci—n con un tajante Òbasta ya de estas cosas, que me parecen fabulosasÓ (ANGLERêA 1989: 60. DŽcada IV, cap’tulo VI). Vespucci, en su primera carta a Pierfrancesco deÕ Medici, fechada el 18 de julio de 1500, insiste en la idea del EdŽn:
Òvimos una infinit’sima cosa de p‡jaros de diversas formas y colores, y tantos papagayos, y de tan diversas suertes, que es maravilla [É] Los ‡rboles son de tanta belleza y de tanta suavidad que pens‡bamos estar en el Para’so TerrenalÓ (VESPUCCI 1986: 53).
E insiste en su Mundus Novus, cuya primera edici—n en Florencia parece datar de 1503, y que un a–o despuŽs se public— en Augsburgo: Òciertamente si el Para’so Terrenal en alguna parte de la tierra est‡, estimo que no estar‡ lejos de aquellos pa’sesÓ (VESPUCCI 1986: 96). Y esta idea parece rondar en la cabeza de varios artistas desde finales del siglo XVI como Jan Brueghel el Viejo, quien pint— al —leo El Para’so Terrenal, en el que aparecen diversos animales en una naturaleza que inunda todo el cuadro y donde son visibles papagayos de diferentes colores[7]. (Fig. 5)
A la vez que algunas costumbres horrorizaban, como la antropofagia, otras llamaban la atenci—n hasta el punto de considerar aquel mundo reciŽn descubierto id’lico. Adoraban a estatuillas -zemes- que a los europeos les parec’a algo muy simple, al margen de ser idolatr’a. De hecho, parece que tuvo que pasar bastante tiempo hasta que se dieron cuenta de que s’ ten’an una religi—n, o mejor dicho unos ritos y ceremonias, que iban m‡s all‡ de adorar espectros (ANGLERêA, 1989: 60. DŽcada IV, cap’tulo VI). Esta supuesta simpleza hac’a que se considerase a los ta’nos como habitantes de un mundo feliz que bien podr’a ser el Para’so Terrenal. Por su parte, refiere Col—n que un ind’gena le dijo que Òla isla de Martinino [É] era toda poblada de mugeres sin hombresÓ (VARELA, 1984: 115). En realidad, la creencia de una isla habitada solo por mujeres es muy antigua y en la Edad Media Marco Polo hablaba de su existencia junto a Cipango, aunque Žl no la vio pues nunca lleg— a Jap—n: Ò[las mujeres] residen en la Isla de las Mujeres [É] los hombres acuden a esta isla donde viven las mujeres y se quedan con ellas durante tres meses cada a–oÓ (MARCO POLO, 2008: 313). Angler’a tambiŽn lo recoge, pero se muestra escŽptico ante semejantes afirmaciones: Òas’ me lo cuentan, as’ te lo digoÓ (ANGLERêA, 1989: 60. DŽcada I, cap’tulo II). Por su parte, Las Casas tampoco lo admite, pues Ònunca se averigu—, conviene a saber, que hobiese mujeres solas en alguna tierra destas Indias, y por ello pienso que el almirante no los entend’a [a los nativos] o ellos refer’an f‡bulasÓ (LAS CASAS, 1957: 212, libro I, cap. LXVII).
Figura 5: Jan Brueghel el Joven, El Para’so Terrenal. (Copia de Jan Brueghel el Viejo). c. 1626.
Fuente: îleo sobre l‡mina de cobre, 57 x 88 cm. Madrid, Museo Nacional del Prado. |
No solo es oro, hay arte. Los presentes de CortŽs al emperador
Consciente Hern‡n CortŽs de haber desobedecido las —rdenes de Diego Vel‡zquez de CuŽllar, gobernador de Cuba en nombre del almirante Diego Col—n, y adelantado, capit‡n general y gobernador de Yucat‡n y Cozumel, al fundar la ciudad de Villa Rica de la Vera Cruz y nombrar a sus pr—ximos para ocupar cargos, quiso congraciarse con el emperador mediante unos detallados -y largos- escritos, conocidos como Cartas de relaci—n. M‡s como sab’a que sus argumentos no eran suficientes para justificar su proceder de desobediencia a su superior, determin— enviar un conjunto de piezas como no se hab’an visto antes en Europa. La obsesi—n de Col—n desde el viaje del Descubrimiento y de todos los que le sucedieron era encontrar oro. Sin embargo, en las islas del Caribe y en las tierras del continente que ya hab’a explorado el mismo Col—n en su tercer viaje, entre la isla Trinidad y la isla Margarita, como en el cuarto viaje en la costa de CentroamŽrica, no hab’a encontrado el fil—n de oro que buscaba sino en peque–as cantidades, generalmente en joyas que luc’an algunos de los nativos.
No hab’a tenido mejor suerte Juan de Grijalva en su acercamiento a la isla Cozumel y a la pen’nsula del Yucat‡n, si bien entrevi— que tierra adentro hab’a un poderoso imperio rico en oro. La expedici—n de Grijalva concluy— con escasos resultados, pues no fund— ningœn asentamiento, pero uno de los caciques menos hostiles, ante el interŽs de los espa–oles por el oro, orden— que trajeran alhajas de su tesoro y:
ÒComenz— Žl poniŽndole calzado de oro, botas, coraza y toda la armadura de hierro o de acero que suele ponerse cualquiera cuando se arma de punta en blanco para salir a pelear; todo esto se lo regal— el cacique a Grijalva, de oro maravillosamente labradoÓ (ANGLERêA, 1989: 259. DŽcada IV, cap’tulo III).
Se dice que, a cambio de objetos de poco valor, Òcuentas verdesÓ, el cacique gobernador entreg— a los espa–oles Òm‡s de diez y seis mil pesos en joyezuelas de oro bajo y de mucha deversidad de hechurasÓ, si bien D’az del Castillo lo pone en duda porque Òvista cosa es que en la provincia del r’o Grijalva ni todos sus rededores no hay oro, sino muy pocas joyas de sus antepasadosÓ (DêAZ DEL CASTILLO, 2016: 185. Cap’tulo XIII). L—pez de G—mara, por su parte, s’ quiere ver que ten’an riquezas, aunque no eran muy destacadas Òcuatro granos de oro, una cabeza de perro de piedra como calcedonia, un ’dolo de oroÓ, por lo que Grijalva dio en recompensa algunas ropas, dos espejos, o dos cintas de cuero, Òy vino, que no lo quiso nadie beberÓ (LîPEZ DE GîMARA, 1941: 108).
La retirada de Grijalva y su destituci—n por Diego Vel‡zquez al no haber establecido colonia alguna en las tierras que hab’a descubierto dej— el camino expedito para Hern‡n CortŽs, que se alleg— al continente para continuar la expedici—n de su predecesor. En esto el rey mexica Moctezuma II, que hab’a sometido a buena parte de los pueblos circundantes, se hab’a enterado de la llegada de aquellos hombres extra–os a los que consider— enviados de los dioses, o incluso el mismo Quetzalcoatl. Para saber m‡s de ellos, hizo que se les acercasen algunos emisarios que llevaban pintores para hacer una especie de reportaje gr‡fico de lo que llamara su atenci—n, y sin duda les tuvo que sorprender la presencia de caballos, para ellos desconocidos, as’ como las armas de fuego que hac’an un ruido ensordecedor.
Moctezuma despuŽs de ver los dibujos y escuchar las explicaciones de sus emisarios, confundido y temeroso, orden— entregar a los extra–os reciŽn llegados magn’ficos presentes junto con los emblemas sacerdotales de Quetzalcoatl, como muestra de acatamiento (TORRE VILLAR, 1956: 63). De este tesoro hab’a que separar el quinto real, pero astutamente Hern‡n CortŽs determin— enviarlo al rey en su totalidad, Òtodo el oro y plata y joyas que en esta tierra habernos habido, de m‡s y allende de la quinta parte que de sus rentas y disposiciones reales les perteneceÓ (GAYANGOS, 1866: 79). Lo hizo buscando ganarse el benepl‡cito real, consciente de la actuaci—n contraria a las —rdenes de Vel‡zquez. As’, junto con las primeras cartas de relaci—n (la primera se ha perdido, pero no la segunda, escrita probablemente unos d’as despuŽs) que envi— en julio de 1519 a Espa–a por medio de Alonso Fern‡ndez Portocarrero y Francisco de Montejo (GAYANGOS, 1866: 59)[8], incluy— el extraordinario tesoro que impact— en la corte del emperador, tanto en Espa–a como en los Pa’ses Bajos.
La mayor’a de los cronistas detallan los objetos que conformaban el tesoro, si bien fue Pedro M‡rtir de Angler’a el primero en publicarlo. El humanista milanŽs incluy— una sucinta relaci—n de las piezas, y no lo hizo como otros historiadores que las recogieron en sus textos a partir de testimonios de terceros (TORRE VILLAR, 1956: 55-84). Angler’a las vio en Valladolid, donde estaba la corte en abril de 1520, cuando llegaron desde Sevilla tras el viaje trasatl‡ntico. En el œltimo cap’tulo de su DŽcada cuarta (ANGLERêA, 1989: 259. DŽcada IV, cap’tulo IX), que redact— en fecha muy pr—xima a la contemplaci—n de los objetos, comienza diciendo que ÒTrajeron dos muelas de molino, una de oro y otra de plata macizas, de casi igual circunferencia, y de veintiocho palmos. La de oro pesa tres mill ochocientos castellanosÓ, y aclara que el castellano ten’a un valor de una cuarta parte superior al ducado[9]. A continuaci—n, describe las piezas, comenzando por la de oro: ÒEl centro lo ocupa, cual rey sentado en su trono, una imagen de un codo, vestida hasta la rodilla, semejante a un zeme, con la cara con que entre nosotros se pintan los espectros nocturnos, en campo de ramas, flores y follaje. La misma cara tiene la de plata, y casi el mismo peso, y el metal de las dos es puroÓ.
CortŽs no solo quiso impresionar con estas obras del arte mexica a la corte, sino que tambiŽn incluy— Òpepitas de oro en bruto, no fundidas, como garbanzos o lentejas, cual muestra de oro nativoÓ. Angler’a fue muy perspicuo en esta afirmaci—n, pues se dio perfecta cuenta de que el conquistador quer’a dejar constancia del potencial de aquella tierra. A diferencia de las reducidas muestras de oro de las islas o de los territorios continentales hasta el momento conocidos, ahora s’ que parec’a que el oro era abundante y por lo tanto la exploraci—n deb’a continuarse, y por ende CortŽs no solo deb’a ser perdonado sino ensalzado por su haza–a. Hab’a encontrado una cultura desarrollada que, como cuenta en la primera carta de relaci—n conservada, ten’a Òedificios de cal y canto de mucha calidadÓ (GAYANGOS, 1866: 61).
La percepci—n del salvaje deber’a haber empezado a tomar otro cariz, pues los objetos estaban bellamente labrados y ya no se hac’a referencia a su desnudez y simplicidad. Sin embargo, no fue as’, pues junto a las obras de arte CortŽs destacaba los sacrificios humanos: Òtoman muchas ni–as y ni–os y aun hombres y mugeres de mayor edad, y en presencia de aquellos ’dolos los abren vivos por los pechos, y les sacan el coraz—n y las entra–asÓ, si bien iban vestidos:
Òlos hombres traen tapadas sus vergŸenzas, y encima del cuerpo unas mantas muy delgadas y pintadas a manera de aquizales moriscos, y las mugeres de la gente comœn traen unas mantas muy pintadas desde la cintura hasta los pies, y otras que les cubren las tetas, y todo lo dem‡s traen descubierto; las mugeres principales andan vestidas de unas muy delgadas camisas de algod—n, muy grandes, labradas y hechas a manera de roquetesÓ[10].
Puede que el relato no resultara muy convincente por s’ mismo atendiendo a la imagen que se hab’a fraguado de los nativos desde los primeros escritos de Col—n, pero la contemplaci—n de los objetos magn’ficamente trabajados que compon’an el tesoro no pod’a obviarse. No se trataba de primitivos indios en canoa desconocedores de la escritura. Angler’a continœa su relaci—n destacando dos collares de oro con pedrer’a Òde tanta estimaci—n como entre nosotros las esmeraldas notablesÓ. El valor material de las piezas era considerable, sin embargo, el humanista es tajante respecto a lo que realmente le parec’a m‡s estimable:
ÒNo admiro ciertamente el oro y las piedras preciosas; lo que me pasma es la industria y el arte con que la obra aventaja a la materia; he visto mil figuras y mil caras que no puedo describir; me parece que no he visto jam‡s cosa alguna que por su hermosura, pueda atraer tanto las miradas de los hombresÓ (ANGLERêA 1989: 284. DŽcada IV, cap’tulo IX). (Fig. 6)
Y no solo le llamaron la atenci—n las piezas de oro, plata y pedrer’a, se qued— at—nito ante el arte plumaria: Òlas plumas con que hacen los abanicos y los penachos y adornan todas sus cosas elegantesÓ. Aunque hoy perdidas, no ser’an muy diferentes del penacho que se quiere fuese de Moctezuma, conservado en el Museo de Etnolog’a de Viena. La lista de objetos que relaciona Angler’a es amplia -incluye celadas, brazaletes, escudos bellamente decorados, colchas de algod—n, etc.-, pero abrevia su relato porque, seguir Òfastidiar’a a Vuestra Santidad refiriŽndolasÓ, ya que la DŽcada estaba dirigida al pont’fice Le—n X. No obstante, podemos cotejar lo que cuenta Angler’a con el inventario que acompa–a a la carta de relaci—n. Ah’ se dan m‡s detalles y tambiŽn se dice que hab’a Òdos libros de los que ac‡ tienen los indiosÓ (ANGLERêA, 1989: 259. DŽcada IV, cap’tulo IX).
Figura 6: Penacho de Moctezuma. Plumas de quetzal. 116 x 175 cm.
Fuente: Viena, Museo de Etnolog’a.
ÒEstas cosas son m‡s bellas que las mil maravillasÓ. La sorpresa de Durero
Noticias contradictorias impiden saber exactamente cu‡ndo lleg— el tesoro a la corte. Segœn un manuscrito, desde Sevilla se ordenaron enviar al rey el 5 de diciembre de 1519, pero en el mismo documento se anota que no salieron hasta el 7 de febrero de 1520, y los que las llevaron estaban de regreso en la ciudad el 22 de marzo. (GAYANGOS, 1866: 92). No se declara el lugar d—nde se entregaron, que se ha supuesto Valladolid, o incluso Tordesillas, donde viv’a recluida la reina Juana I y adonde acudi— Carlos antes de partir a los Pa’ses Bajos para su coronaci—n imperial en Aquisgr‡n (FORONDA Y AGUILERA, 1914; ZALAMA, 2003: 208)[11]. En cualquier caso, no llegaron en la Semana Santa de 1520, como apunta un manuscrito, a manos del emperador porque aquel a–o cay— a mediados de abril y en esas fechas Žl estaba en Santiago de Compostela (TORRE VILLAR, 1956: 77)[12]. Lo que s’ se puede asegurar es que el emperador decidi— trasladar el tesoro a los Pa’ses Bajos y lo mostr— en el Ayuntamiento de Bruselas. Durero nos ha dejado un diario de su viaje por los Pa’ses Bajos al encuentro con el emperador, deseoso de mantener la pensi—n que le hab’a concedido en 1515 el abuelo de Carlos V, Maximiliano I. A finales de agosto de 1520 el artista alem‡n lleg— a Bruselas; visit— el Ayuntamiento que le pareci— Òsoberbio, colosal y adornado por bellas esculturas, coronado por una magn’fica torre caladaÓ, y all’ vio el tesoro que CortŽs envi— desde el Nuevo Mundo. La reacci—n del m‡s importante artista alem‡n de todos los tiempos, obsesionado con el arte italiano renacentista hasta el punto de escribir tratados defendiendo su primac’a, no encontr— palabras suficientes para elogiar lo que vio:
ÒTambiŽn, observŽ los objetos que an tra’do al rey de nuevo pa’s del oro: un sol enteramente del noble metal, ancho de una braza, una gran luna de plata del mismo tama–o y dos habitaciones llenas de armaduras, armas de toda clase, arneses, artefactos de tiro, indumentarias extraordinarias y extra–as, ropa de cama y un sinf’n de objetos destinados a usos diversosÓ.
Hasta aqu’ solo enumera las piezas sin entrar en detalles, pero inmediatamente ofrece el juicio perspicaz de un gran artista:
ÒEstas cosas son m‡s bellas que las mil maravillas. Son tan valiosas que se han tasado en cien mil florines y en mi vida he visto nada que haya alegrado tanto el coraz—n como estos objetos. Porque he descubierto en ellos aspectos extraordinarios y me he quedado admirado ante el sutil ingenio de los hombres de pa’ses remotosÓ.
Y concluye: ÒNo sabr’a decir lo que sent’ entoncesÓ. (Diario de Durero en los Pa’ses Bajos, 2007: 58).
Durero, en la cumbre de su carrera, que hab’a viajado dos veces a Italia, donde hab’a aprendido la ciencia de la perspectiva (PANOFSKY, 1982: 257-263), que se esforzar‡ por transmitir a sus compatriotas, y que conoce muy bien el arte de los Pa’ses Bajos, no duda al calificar aquellos objetos de maravillas wunderbarlicher Ding. Hijo de orfebre y por lo tanto conocedor de ese arte, admir— las labores en oro y plata de un pueblo desconocido y que en general se consideraba primitivo e incluso salvaje por sus costumbres ceremoniales que inclu’an sacrificios humanos. Todo esto empieza a ser secundario a partir de la contemplaci—n de sus obras de arte; si eran capaces de realizar tales objetos, sin duda ten’an que ser una civilizaci—n desarrollada que era necesario tener en cuenta. Y no solo se trataba de goce estŽtico. Durero public— en 1527 un tratado sobre fortificaciones (DURERO, 2004)[13]. La figura XVI muestra una fortificaci—n de planta cuadrada que no parece seguir las formas italianas de planta estrellada o poligonal, por m‡s que se conociera la castrametatio de Polibio, que inclu’a la forma cuadrangular de los campamentos romanos. Es posible que el impacto que el artista alem‡n recibi— al contemplar el tesoro azteca le llevara a fijarse en la edici—n en lat’n de las primeras cartas de CortŽs realizada en su ciudad natal, Nuremberg, en 1524. Esta publicaci—n incluye una xilograf’a de Tenochtitl‡n, cuya construcci—n en damero en medio de una laguna pudo haber sido inspiraci—n para la propuesta de Durero (KRUFT, 1990: 143-144; CAMPBELL HTTCHINSON, 1990: 141-142; DURERO, 2004: 35-36). (Fig. 7 y Fig. 8)
El tesoro que envi— CortŽs al emperador se ha perdido, como desapareci—, segœn se cree hundido en la laguna mexicana, el gran tesoro de Moctezuma durante la Noche Triste en mayo de 1520, si bien son muchas las piezas que llegaron a Europa en los a–os posteriores, de oro, plata, joyas, y objetos art’sticos diversos de los diferentes territorios con los que se iba entrando en contacto. Los europeos buscaron aculturar a los nativos, pero sin darse cuenta que tambiŽn se estaban viendo influidos ellos, pues sus culturas en algunos aspectos estaban muy desarrolladas y en lo art’stico con frecuencia eran sorprendentes. No obstante, hubo que esperar bastante tiempo para que esto fuese una realidad (CHECA CREMADES, 2006; LîPEZ GUZMçN, 2021).
Figura 7: Durero, A., Etl iche Underricht zu Befestigung der Stett, Schloss und Flecken.
Fuente: Nuremberg, 1527, figura XVI.
Figura 8: An—nimo, Plano de Tenochtitlan.
Fuente: Nuremberg, 1524.
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ZALAMA, M. ç., (2012). ÒOro, perlas, brocadosÉ La ostentaci—n en el vestir en la corte de los Reyes Cat—licosÓ. Revista de Estudios Colombinos, N¡ 8, pp. 13-22.
[1] Codicilo al testamento de Isabel la Cat—lica. 23 de noviembre de 1504. Biblioteca Nacional de Espa–a, Madrid.
[2] Boh’o era el nombre que los nativos daban a sus casas, por lo tanto, no es un lugar, si bien es posible que con esa palabra mal entendida se estuviesen refiriendo a Hait’.
[3] En realidad, un marco pesa a media libra, si bien Las Casas los hace equivalentes.
[4] Luis Col—n, tercer almirante, hered— el manuscrito de Hernando Col—n y lo entreg— a Bolanio Fornari para que lo publicase en castellano, italiano y lat’n, pero solo apareci— en italiano en Venecia el 25 de abril de 1571; al espa–ol no se tradujo hasta 1749.
[5] Archivo General de Simancas (en adelante AGS), Contadur’a Mayor de Cuentas, 1.» Žpoca, legajo 134, s. f. El subrayado es nuestro.
[6] Collectiones peregrinatiorum in Indiam orientalem et Indiam occidentalem, XIII partibus comprehenso a Theodoro, Joan-Theodoro de Bry, et a Matheo Merian publicatae, Fr‡ncfort del Main, 1590-1634.
[7] El cuadro de Jan Brueghel el Viejo fue copiado por su hijo hom—nimo conocido cono Òel JovenÓ, hacia 1620. Madrid, Museo Nacional del Prado, n.¼ de cat‡logo P001410.
[8] Carta de la Justicia y Regimiento de la. Rica Villa de la Veracruz a la reina do–a Juana y al emperador Carlos V, su hijo, a 10 de julio 1519. Como indica el encabezamiento, es el regimiento de Veracruz quien la env’a, si bien no hay duda de que est‡, si no dictada, corregida por el propio Cortes, que habr’a escrito directamente la primera carta hoy perdida.
[9] Como unidad de peso, un castellano era la cincuentava parte de un marco; como moneda un castellano ten’a 485 maraved’s, mientras que un ducado 375 maraved’s.
[10] Primera de las Cartas de relaci—n conservadas.
[11] Don Carlos estuvo en Tordesillas del 5 al 9 de marzo.
[12] En el manuscrito que se conserva en Viena se lee Òrescebi— el rey don Carlos nuestro se–or como de suso se dio en Valladolid en la Semana Santa en principio del mes de abril del a–o del se–or de mil quinientos e veinte a–osÓ.
[13] Etliche Underricht zu Befestigung der Stett, Schloss und Flecken, Nuremberg, 1527.
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