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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/magallanica - ISSN 2422-779X (en línea)

LA INVENCIÓN DE UN IMPERIO COMERCIAL HISPANO, 1740-1765

 

 

 

Fidel José Tavárez Simó

Princeton University, Estados Unidos

 

 

 

Recibido:         02/10/2015

Aceptado:       15/12/2015

 

                 

 

RESUMEN

 

Hacia mediados del siglo XVIII se fragua un nuevo discurso imperial en el corazón de la monarquía hispana. Entre sus arquitectos intelectuales habría que incluir ministros de las nuevas secretarías borbónicas, la Junta de Comercio, y el Consejo de Castilla. Fieles estudiosos de la ciencia de comercio ilustrada, ya para 1740 dichos ministros habían delineado un nuevo sistema imperial en el que la única y exclusiva función de las colonias era consumir la mercancía de la metrópoli. Es decir, estos ministros ilustrados buscaban transformar la monarquía compuesta heredada de los Austrias en un imperio comercial, un tipo de estado cuyo poder derivaba de su capacidad para encauzar el mercado colonial a su propio beneficio. En este artículo intentamos reconstruir la manera en que se llega a proyectar ese anhelado imperio de naturaleza comercial.

 

Palabras clave: Imperio comercial; ciencia de comercio; sociedad comercial; Ilustración.

 

 

THE INVENTION OF THE SPANISH COMMERCIAL EMPIRE, 1740-1765

 

ABSTRACT

 

Towards the middle of the eighteenth century a new imperial program took shape in the very heart of the Spanish Monarchy. Its intellectual architects included officials who served in the new Bourbon ministries, the Junta de Comercio, and the Council of Castile. Fervent students of Enlightenment political economy, by the 1740s these ministers had begun to envision a new imperial system in which the colonies’ exclusive function was to consume the commodities produced by the metropole. In other words, these ministers sought to transform the composite monarchy inherited from the Habsburgs into a commercial empire, a kind of state whose power derived from its ability to harness colonial markets for its own advantage. This article tracks the intellectual coalescence of this new imperial program.


KEY WORDS: Commercial Empire; Science of Commerce; Commercial society; Enlightenment.

 

 

 

Fidel José Tavárez Simó es doctorando en Princeton University, donde actualmente está desarrollando una tesis titulada “The Commercial Machine: Reforming Imperial Commerce in the Spanish Atlantic, c. 1740-1800.” La tesis reconstruye el vocabulario, lenguaje y discurso de imperio comercial que se fragua entre importantes ministros de la monarquía hispana a mediados del siglo XVIII. También trabaja la respuesta que se daba a aquel discurso de imperio comercial en la América hispánica. En dicha línea de trabajo, ha desarrollado un artículo titulado “Viscardo’s Global Political Economy and the First Cry for Spanish American Independence, 1767-1798,” el cual se publicará próximamente en el Journal of Latin American Studies. Su trabajo se centra, de una manera más amplia, en la mecánica de gobierno de la monarquía hispana en la edad moderna, y particularmente en los discursos y lenguajes políticos que la acompañaban.

 

 

 

 


LA INVENCIÓN DE UN IMPERIO COMERCIAL HISPANO, 1740-1765

 

 

 

 

 

En 1762 Pedro Rodríguez de Campomanes terminaba de escribir un libro que nunca llegó a publicarse. No obstante, y a pesar de que la posteridad solo lo ha conservado en un manuscrito, su contenido pone en clara evidencia la manera en que se repensaba la Monarquía de España a mediados del siglo XVIII. Se trata de las Reflexiones sobre el comercio de España a Indias, un escrito en el que se intentaba encajar al orbe hispano en aquella sociedad comercial que tanto preocupaba al mundo intelectual de la Ilustración. Sin más demora, el futuro conde comenzaba por diagnosticar la razón por la cual la monarquía hispana no lograba implantarse en aquella sociedad comercial. Afirmaba que “toda la decadencia de nuestros labradores y artesanos consiste en no tener despacho sus frutos ni sus manufacturas.” Con esta breve pero poderosa fórmula, Campomanes dejaba claro que la decadencia de España provenía de su incapacidad para adquirir mercados, aun poseyendo vastos territorios en el continente americano. Era una paradoja, señalaba Campomanes, que “toda la Europa da salida a sus géneros en las Indias Españolas, y sólo la España no logra de este beneficio, siendo dueña de ellas.” El estudiar el modo más ventajoso para darle salida en América a los efectos de la península era “todo el objeto principal de la obra” (CAMPOMANES, 1988: 3). Lo que se planteaba Campomanes era un nuevo sistema imperial en el que la primera y única función de las colonias fuera consumir las mercaderías de la metrópoli. He aquí el fundamento intelectual del anhelado imperio comercial hispano.

Ciertamente, Campomanes no era el único sino el más elocuente ministro en bosquejar un imperio hispano de esa naturaleza comercial. Sus arquitectos intelectuales ya venían proyectándolo desde las Secretarías de Estado y la Junta de Comercio. De hecho, el entero aparato conceptual que habría de sostener tal imperio comercial ya quedaba netamente enmarcado en unas palabras centrales de un texto anterior titulado Nuevo sistema de gobierno económico para la América. Dicho escrito fue el primer manuscrito de corte en articular la nueva visión imperial que aquí tratamos. “El fin de la colonia es el beneficio de la patria, a quien debe el ser,” escribía su autor al resumir el propósito de su obra (CAMPILLO, 1971: 77). Su significado era muy preciso. Como bien escribió otro autor años después, se trataba de asumir que,

 

una de las máximas principales del comercio de América, es tener a las colonias en una dependencia total de su Metrópoli: quiero decir, en la obligación de sacar de los dominios de su soberano, todo lo que necesitan para sus consumos (Aragorri, 1761: 243-244).[1]

 

Es decir, para estos ministros, las colonias americanas tenían un solo sentido: consumir la mercancía de la metrópoli. En este artículo, repasamos cómo se fraguó esta nueva visión imperial y examinamos sus implicaciones políticas para el gobierno de Indias. Analizamos, también, en qué medida el imperio comercial hispano implicaba una transformación radical en lo que para muchos había sido, y todavía no dejaba de ser, la Monarquía de España.  

Este cambio hacia un imperio comercial hispano ya ha sido objeto de estudio por parte de José M. Portillo Valdés. En una serie de renovadores trabajos, Portillo ha analizado el sentido en que ese imperio comercial de mediados del XVIII se diferenciaba fundamentalmente de la monarquía agregada de la que hablaba Juan de Solórzano y Pereira en el siglo XVII (PORTILLO VALDÉS, 2006, 2010).[2] Es decir, para los ministros de mediados del XVIII, los territorios americanos ya no eran reinos de una monarquía compuesta, sino colonias de una metrópoli ibérica. En este artículo seguimos la línea de investigación así iniciada por Portillo, pero nos planteamos examinar el porqué de ese cambio. Para lograr esta meta, lo reconstruiremos a partir de unos debates europeos, incluso atlánticos, en torno a aquella sociedad comercial cuya textura nos es conocida merced, básicamente, a los trabajos de Istvan Hont (2005, 2015). Para el pensamiento ilustrado, esa commercial society no era más que una edad de la historia universal en la que todos se comportaban como mercaderes. Como bien indica Hont, la sociedad comercial no era cuestión de un incremento en el volumen total de transacciones comerciales (HONT y KAPOSSY, 2015). Se trataba de una manera nueva y distinta—con el interés propio como eje—de modular las relaciones entre los individuos y cuerpos de lo que se llegó a llamar el mundo civilizado (VIEJO YHARRASSARRY, 2012, 2013).[3] A las observaciones de Hont habría que agregar que la sociedad comercial, tal y como la planteaban aquellos arquitectos de la nueva ciencia de comercio, era un lugar, una etapa en la que los estados y reyes también se comportaban como mercaderes. Es decir, su aspiración, su interés era adquirir mercados, o darle “salida” a las mercaderías de la nación, como se decía en aquel entonces. No ha de extrañar que la entera atención de los ministros ilustrados que aquí estudiamos se centrase en la determinación del cauce por el que capturar el consumo de las colonias americanas. Procedamos a ver, entonces, cómo y por qué llegó a proyectarse ese imperio comercial hispano.

 

La teoría hispana del imperio comercial

 

La teoría del imperio comercial hispano comienza con el Nuevo sistema de gobierno económico para la América, un manuscrito de corte generalmente atribuido a José del Campillo y Cossío. Tres ideas centrales definen el programa imperial que se proponía en dicho texto. La primera idea era que las colonias americanas de España debían dar ventajas a su metrópoli, lo que en definitiva, significaba, como ya hemos visto, que “el fin de la colonia es el beneficio de la patria, a quien debe el ser” (CAMPILLO, Op. cit.: 77). La segunda idea giraba en torno a la forma en la que las colonias podrían beneficiar a la patria. En pocas palabras, dado que la América española tenía uno de los mayores mercados del mundo, el Nuevo sistema proponía que “todo el consumo de las colonias haya de ser precisamente de los productos de la patria”, todo en beneficio de la metrópoli (Ibidem: 80). La tercera y última idea se refiere a la política comercial que se debía implementar para capturar el consumo de la América española. De lo que se trataba era de la célebre política de comercio libre. Según su autor, con un comercio interior libre y con tasas portuarias reducidas, los españoles peninsulares serían capaces de vender sus manufacturas a precios más baratos, y como consecuencia de ello vencer a sus contrincantes extranjeros en la batalla por dominar los mercados americanos. De esta manera quedaba sentada la cadena de ideas que definirán la teoría hispana del imperio comercial.

Muchos estudiosos del siglo XVIII ya han reconocido la importancia del Nuevo sistema para la buena comprensión de la política reformista del siglo XVIII. Pocos, sin embargo, se han ocupado por reconstruir el contexto intelectual en el que dicho texto salió a la luz. La tarea no es fácil, sobre todo porque no está claro quién fue su autor o cuándo y dónde se escribió. A pesar de que los manuscritos existentes del Nuevo sistema están firmados por Campillo, uno de los más poderosos ministros de Felipe V hasta su muerte en 1743, hay elementos del texto que no se compaginan adecuadamente con su trayectoria intelectual previa. Consideremos, por ejemplo, el escrito anterior de Campillo, titulado Lo que hay de más y menos en España (1741). Era cierto, admitía Campillo, “que, si no hubiera Indias, no habría tanto dinero como hay a veces en el Erario”. También era cierto, continuaba diciendo, que sin los territorios americanos “tendría más utilidades el vasallo” peninsular, y por consiguiente habría “motivo para que España construyese las fábricas que le faltan” (CAMPILLO, 1993: 95). Campillo era cuidadoso al hacer tales sugerencias, pero lamentaba, de todas maneras, los efectos perniciosos que supuestamente generaban los territorios americanos a la metrópoli. ¿Cómo es, entonces, que solo dos años después el Nuevo sistema declarase que “es constante que el mayor bien de España lo pueden producir sus vastísimos dominios de América” (CAMPILLO, Op. cit: 60)? ¿Podría Campillo haber cambiado de opinión tan drásticamente en menos de dos años? Lo más probable es que no. Así las cosas, quizás la autoría del Nuevo sistema haya que buscarla en otro lugar.

¿Quién, entonces, pudo haber sido el autor del Nuevo sistema? Basándose en un manuscrito que se encuentra en la Real Academia de la Historia en Madrid, Barbara y Stanley Stein han sugerido que el autor del Nuevo sistema fue el prolífico escritor, y tal vez el pensador español más creativo de la época, Melchor Rafael de Macanaz (STEIN, 2000: 221-226).[4] El manuscrito en cuestión es el Discurso sobre la América española. Su redacción es casi idéntica a la del Nuevo sistema, razón por la cual los Steins piensan que Campillo plagió a Macanaz. Aunque los Stein no lo hayan notado, la evidencia más contundente para sostener la autoría de Macanaz radica en una alusión a Antonio de Ulloa que hace el Discurso. Macanaz mencionaba que había leído un conjunto de cartas escritas por Ulloa en 1747 antes de escribir el Discurso. “Tengo en mi poder unas cartas del visitador de las minas del Potosí, que escribió después de haber hecho su visita, en el año 1747”, indicaba.[5] Los manuscritos de Campillo conservan esta alusión a Ulloa, pero omiten el año de las cartas. Macanaz aparentemente se refería a las famosas Noticias secretas que Ulloa y Jorge Juan le escribieron al Marqués de Ensenada después de su larga estancia en Sudamérica con la expedición científica dirigida por el francés Charles Marie de La Condamine. Ulloa y Jorge Juan habían aprovechado la oportunidad para observar detenidamente el funcionamiento de la sociedad americana, incluyendo la productividad de las minas y la forma en la que se practicaba el comercio colonial (ANDRIEN, 1998). De esa manera, Macanaz utilizaba las Noticias secretas para hilar un análisis sobre la decadencia de las minas de Potosí y la prevalencia del contrabando extranjero en el reino de Perú. Lo más importante a tener en cuenta es que, a pesar de que los manuscritos de Campillo (fechados en 1743) citaban a Ulloa, Campillo no habría podido leer las Noticias secretas por lo menos hasta 1747 o 1748, momento en el que ya el ministro de estado había fallecido.

Además, habría que tomar en cuenta el hecho de que existe otro manuscrito, titulado Nuevo sixtema económico para el perfecto govierno de la América, firmado por Macanaz depositado en la biblioteca del Instituto Valencia de Don Juan.[6] El texto coincide casi en la totalidad tanto con el Nuevo sistema como con el Discurso. Sin embargo, el texto del Instituto Valencia de Don Juan está fechado sorprendentemente en 1719. Aunque no se pueda demostrar con total seguridad, todo parece indicar que Macanaz había escrito el texto en una fecha muy temprana y luego lo fue modificando hasta la década de los cuarenta. Esto no ha de sorprender, ya que Macanaz había problematizado la manera en que España gobernaba sus territorios americanos desde fechas muy tempranas. En un manuscrito titulado Auxilios para bien gobernar una monarquía católica (ca. 1722) Macanaz se había convertido en un gran crítico de la supuesta obsesión que tenía España con las minas de plata de América. Este escrito consta de 22 “auxilios” o reglas de prudencia que un buen monarca católico debe seguir. La segunda regla declaraba que “las minas de oro y plata, lexos de causar opulencia a la nación, que las posee, las constituye en suma miseria” (MACANAZ, 1789: 41). De hecho, dicha búsqueda infundada de las minas “es la que puebla las minas de auxiliares, dexando a la agricultura, las fábricas, y a otras operaciones más útiles sin profesores” (Ibidem: 43). Si España continuaba aquella obsesión por las minas, los vasallos hispanos serían “esclavos de las demás naciones europeas donde faltan” (Ibidem: 47). De lo que había que preocuparse era del comercio, ya que “el comercio es el principal nervio de la Monarquía” (Ibidem: 65). Aunque Macanaz todavía no había enfatizado la importancia de aprovechar el consumo de América, si había criticado el bullonismo de sus contemporáneos, inaugurando una línea de pensamiento a la que se daría más cumplido desarrollo en el Discurso y el Nuevo Sistema.

Constatar que Macanaz haya sido el autor del Nuevo sistema no es cuestión de mera corrección de autoría. Es cuestión de establecer en qué contexto se diseñó aquel escrito, que sin duda englobaba el momento en el cual la monarquía hispana se repensaba a partir de la nueva ciencia de comercio. Al residir en Francia durante uno de los eventos más importantes, tal vez traumáticos, del siglo XVIII—el establecimiento del Banco Nacional de Francia—Macanaz había vivido de primera mano algunos de los debates y experimentos pioneros que nacen de la ciencia de comercio que dominaba la política del XVIII. Indudablemente, Macanaz se informó a través del ejemplo del político, y proyectista escocés, John Law, quien intentó crear un papel moneda y un Banco Nacional de Francia entre 1716 y 1720 (KAISER, 1991). Sin duda, Law era un heredero intelectual de la Revolución Financiera Inglesa. A pesar de no haber participado en la planificación del Banco de Inglaterra, Law se inspiró en aquel experimento para proponer soluciones innovadoras al problema de la escasez de dinero en Escocia (MURPHY, 1997). La solución de Law residía en la creación de bancos que instituyeran un papel moneda respaldado por propiedad de tierra. En este aspecto, Law no estaba de acuerdo con algunos de los arquitectos del Banco de Inglaterra, especialmente John Locke, que había argumentado que el papel moneda había que respaldarlo con metales preciosos. A diferencia de Locke, Law consideraba que los bancos de tierras funcionarían como sistemas más estables, en especial porque la propiedad de tierra, a diferencia de los metales, no perdía su valor a medida que aumentaba su cantidad en circulación (LAW, 1994). La lógica de una moneda no metálica, sin embargo, demuestra las claras afinidades que existían entre el Banco de Inglaterra y los proyectos de Law para Escocia y Francia.

¿Mas, de qué se trataba aquella Revolución Financiera Inglesa que tanto había influenciado a Law? Sin duda, tenía mucho que ver con la mentalidad anti-bullonista que se venía desarrollado en Inglaterra a finales del XVII. En un libro reciente, Carl Wennerlind (2011) ha demostrado que lo que dio impulso a la Revolución Financiera Inglesa fue una nueva noción del concepto de riqueza que surge a mediados del XVII. Dicha nueva noción cuestionaba la convicción neo-aristotélica de que la riqueza total del mundo estaba limitada por la cantidad de metales preciosos en circulación. Los innovadores pensadores agrupados en torno a Samuel Hartlib (ca. 1600-1662) fueron los arquitectos de aquella crítica hacia los planteamientos neo-aristotélicos. Hartlib postulaba que la riqueza era infinitamente ampliable. Al igual que los neo-aristotélicos, los pensadores del círculo de Hartlib se preocupaban por resolver el problema de la escasez de dinero. Pero, al círculo de Hartlib le interesaba poco tener dinero suficiente para mantener el equilibrio y la armonía social, fundamentos vitales de la filosofía aristotélica.[7] Más bien, querían ampliar la cantidad de dinero en Inglaterra para estimular y proporcionar incentivos para la producción y el comercio, aquellos nuevos fundamentos de la riqueza de las naciones. Sin dinero, y sin la posibilidad de ganancia monetaria, los vasallos simplemente no se habrían de interesar por las actividades productivas. La solución, sin embargo, no era adquirir metales preciosos a través de la guerra y la piratería, como lo había sido para una generación anterior. En lugar de ello, el círculo de Hartlib proponía que Inglaterra desarrollara una moneda alternativa, no metálica (WENNERLIND, 2011).

Tal compromiso con la creación de una moneda no metálica era también el fundamento de los experimentos monetarios que habría de llevar a cabo Law en Francia. Sin embargo, debido al colapso financiero que había provocado el escoces y al fracaso total de su efímero experimento, el ejemplo de Law no parecía susceptible de emulación (DALE, 2004). De hecho, Macanaz nunca hizo referencia alguna a los experimentos de Law, a pesar de que no debe dudarse que dichos experimentos le eran muy familiares. En la década de los cuarenta, cuando escribe (o rescribe) el Discurso o Nuevo sistema, su interlocutor más importante era el ministro francés Jean-François Melon, cuyo Essai politique sur le commerce (1736) fue muy leído y traducido en España.[8] Como colaborador de John Law, Melon defendió el sistema de su mentor, aunque no estaba de acuerdo del todo con su maestro escoces. Vale la pena señalar, por ejemplo, que sus respectivas ideas sobre la fuente de poder de una nación eran algo distintas. Si bien Law sostuvo que “el poder y la riqueza nacional consiste en el número de personas y cantidad de productos domésticos y extranjeros” (LAW, 1750: 110), Melon razonaba que “el poder de un país se debe a su gran cantidad de alimentos de primera necesidad” (MELON, 1736: 12). Ambos compartían, de cualquier modo, la convicción de que, para convertirse en rica y poderosa, una nación tenía que cultivar vasallos útiles, en lugar de buscar metales preciosos.

A pesar de que Macanaz ya había propuesto ideas anti-bullonista similares desde la década de los veinte, es evidente que para la década de los cuarenta la obra de Melon se había convertido en uno de los principales catalizadores para repensar el sistema comercial de España. El autor del Nuevo sistema, ya sea Macanaz o no, aludía a un cierto “filósofo” que criticaba el deseo insaciable de España por acumular metales; Melon probablemente era el filósofo en cuestión. Por otra parte, en 1743 aparecía impresa en castellano la primera traducción parcial de la obra de Melon: la Erudicción política de Theodoro Ventura de Argumossa de Gándara. Aunque la Erudicción no era una traducción fiel de la totalidad de la obra de Melon, sin duda incorporaba muchos de los mensajes esenciales que el Essai politique contenía. Particularmente, la Erudicción contenía tanto una historia filosófica e hipotética sobre los orígenes de la sociedad comercial, como también la idea de que “uno de los mayores errores que ay, es el de creer, que los países que abundan en Minas de Oro, y Plata, son los más ricos” (ARGUMOSSA de GÁNDARA, 1743: 1). Macanaz razonaba igualmente que, en España, al procurar obtenerse metales a toda costa, “el verdadero tesoro del Estado, que son los hombres, con esta cruel tarea se nos ha ido extinguiendo” (CAMPILLO, Op. cit.: 74). Y fue esta idea anti-bullonista la que inicialmente indujo a repensar el sistema comercial de la monarquía hispana. Veamos, entonces, la manera en que se desarrolla esta idea en la obra de Melon.

Una de las innovaciones fundamentales de su obra fue el vincular al anti-bullonismo de sus predecesores británicos con un análisis comparativo de los sistemas comerciales imperiales. Melon, a diferencia de esos predecesores, sugirió que la búsqueda implacable de metales preciosos no era sólo una mala política monetaria, sino que enmarcaba un tipo de imperio cuyo único objetivo era conquistar y subyugar. Según Melon, este tipo de imperio quedaba sofocado bajo una lógica perniciosa a la que él llamaba el espíritu de conquista. Mientras que los romanos habían sido el primer ejemplo de este tipo de imperio, España, por supuesto, era la más clara ilustración contemporánea. De acuerdo a Melon, el aparataje imperial de España se había fundado sobre una búsqueda irracional y obsesiva de minas de plata. En consecuencia, mientras que España estaba preocupada por la extracción de plata en sus minas americanas, el resto de Europa estaba cosechando la mayor parte de los beneficios de su comercio. En su obra De l’esprit de lois (1748), Montesquieu seguiría luego casi al pie de la letra los planteamientos de Melon. Y décadas más tarde Adam Smith repetiría también muchas de las ideas que Melon ya había elaborado en 1736. Smith subrayaba que “un proyecto de conquista dio lugar a todos los establecimientos de los españoles en aquellos países recién descubiertos. El motivo que les incitaba a esta conquista fue un proyecto de minas de oro y plata” (SMITH, 2003; 715). La elaboración conceptual de la sociedad comercial se basaba en gran medida en este tipo de crítica anti-bullonista hacia los supuestos imperios de conquista.

Al diseñar su nuevo sistema de gobierno, Macanaz también utilizaba la idea del espíritu de conquista. Como Melon en 1736 y al igual que Smith en 1776, Macanaz afirmaba que “tras las conquistas entró la codicia de las minas” (CAMPILLO, Op. cit.: 74). Macanaz, sin embargo, no llegaba a afirmar, como lo hacía Melon, que los españoles habían destruido a los indios premeditadamente para hacerse cargo de las minas americanas. Para Macanaz, la sangría de la población indígena fue el producto de la guerra, y no un intento deliberado de aniquilación. No obstante, Macanaz criticaba severamente las acciones de los españoles en el Nuevo Mundo. Sostenía que “el espíritu guerrero” que predominaba durante el reinado de Carlos V era necesario en ese momento porque sólo unos pocos españoles se enfrentaron al reto de luchar contra millones de indios. Después de la conquista, sin embargo, este espíritu guerrero se había convertido en un atributo obsoleto, a pesar de que muchos españoles no lo vieron así (Ibidem: 72). Durante la conquista, subrayaba Macanaz, “era indispensable usar de todo el rigor de la Guerra, á fin de atemorizar á aquellos bárbaros, y contenerles con la impresión del valor Español”. Sin embargo, este espíritu guerrero se propagó inexorablemente “hasta aniquilar á los infelices Indios” (Ibidem: 73). Al mantenerse aferrado a ese espíritu guerreo España olvidaba lo que en realidad importaba: el comercio. En fin, “no se hacían cargo nuestros Españoles guerreros que el comercio de un país, teniéndole privativo, vale mucho más que su posesión y dominio, porque se saca el fruto, y no se gasta en su defensa y gobierno” (Ibidem: 73).

A pesar de que no era tan severo como Melon al criticar las minas de plata, Macanaz dejaba claro que era el comercio, no los metales preciosos, lo que daba poder al estado. Y aunque nunca explicó explícitamente por qué había puesto su fe por completo en el comercio, sus razones no son difíciles de descifrar, especialmente teniendo en cuenta que compartía muchas de las opiniones de sus interlocutores intelectuales. Melon, por ejemplo, comenzó su análisis sobre la relación entre el comercio y el poder con un recuento sobre los orígenes históricos de la sociedad comercial. Melon, a su vez, estaba siguiendo los pasos de su mentor John Law, quien también desarrolló una teoría similar. Tanto para el uno como para el otro, el punto de inflexión histórico más importante había tenido lugar cuando las naciones del mundo dejaron de comerciar con el fin de obtener artículos de primera necesidad, un tipo de comercio que definían como trueque o comercio recíproco. Ambos pensadores proponían que la reciprocidad comercial solamente podría tener lugar entre naciones de igual poder y riqueza. Una vez surgida la desigualdad entre las naciones, la reciprocidad dejó de ser posible y la rivalidad se convirtió en la orden del día.

La máxima de que el comercio entre las naciones desiguales era una lucha de poder se convirtió en un hilo importante de la economía política ilustrada, a pesar de que David Hume y Adam Smith trataron de contrarrestar tal perspectiva. Melon ilustraba este punto con una historia hipotética sobre los orígenes de la sociedad comercial moderna europea. Incitaba a que sus lectores imaginaran un momento de un pasado hipotético en el que tres islas adyacentes convivían unas con otras, siendo cada isla una nación particular con su propio gobierno. Las tres islas eran iguales en tamaño y población. Lo único que las distinguía era lo que cada una producía respectivamente. Mientras que la primera isla producía un artículo de primera necesidad como lo era el trigo, las otras se centraban en productos no esenciales como lo eran la lana y las bebidas. Sin embargo, y a pesar de esta pequeña diferencia entre dichas islas, el comercio entre ellas era inicialmente recíproco, porque “sus necesidades e intercambios eran iguales, y por ende compartían una misma balanza de comercio” (MELON, Op. cit.: 2).

 Dicho escenario de comercio recíproco podría cambiar, sin embargo, tan pronto como la primera isla se diera cuenta de que tenía la delantera, ya que producía un producto de primera necesidad. A partir de este momento, dicha isla iría erosionando poco a poco el poder de las otras. La manera más efectiva de lograr dicha meta sería simplemente dejar de comerciar con ellas. La segunda y la tercera isla pronto comenzarían a perder su población, porque sus ciudadanos se darían cuenta de que tendrían que ir a trabajar a la primera isla para satisfacer sus necesidades alimenticias. En tal momento, estas dos islas probablemente decidirían declararle la guerra a la primera, exigiendo que se reinstituyera el comercio recíproco. Para entonces, la guerra se habría convertido en el único medio que las dos islas productoras de lana y bebidas tendrían a su disposición para preservar su estado. No obstante, dado que estas dos islas permanecerían sin medios para satisfacer sus necesidades alimenticias, y que irían lentamente perdiendo su población, bajo ninguna circunstancia podrían convertirse en grandes contendientes contra la primera. Incluso las fuerzas combinadas de las dos islas-naciones no serían lo suficientemente poderosas para competir militarmente con una isla bien alimentada y bien poblada.

En todos los sentidos, insistía Melon, la segunda y la tercera isla estaban condenadas a perder. Incluso cuando la primera isla decidiera finalmente reanudar el comercio con las otras dos, estas últimas serían completamente dependientes de la primera. Por ejemplo, podría manipularlas por completo, ya fuera enfrentándolas para adquirir productos de primera necesidad, o mediante el establecimiento unilateral de los términos y reglas del comercio. La primera isla podría ahora exigir mucha más lana para mucho menos trigo. E indudablemente así se convertiría en la más poderosa. Sin embargo, una vez alcanzada esa posición, su objetivo no sería destruir las otras dos islas. Más bien, la isla más poderosa podría simplemente controlar las reglas de intercambio, y podría, por lo tanto, reglamentar completamente cómo y cuándo se practicaba el comercio. Como bien lo dijo Melon, “la isla rica apoyará el comercio de las otras islas, ya que no tendrá nada que temer, pero destruirá a cualquiera de las islas cuya competencia podría ser motivo de alarma; de esta manera, su tranquilidad sería equivalente a su fuerza” (MELON, Op. cit.: 9). Convertirse en una potencia comercial de este tipo, comentaba Melon, era el reto más determinante al que se enfrentaban las naciones en una sociedad comercial moderna (Ibidem: 4).

Aunque Macanaz compartía la convicción de que el comercio recíproco era imposible en una sociedad comercial, difería con Melon en cuanto al modo por el cual un imperio como España podría obtener ventajas en el comercio. A diferencia de Melon, Macanaz no pensaba que la producción de productos de primera necesidad era la clave del poder y la riqueza. Macanaz proponía que la clave para triunfar en una sociedad comercial moderna estaba en la adquisición de mercados, especialmente en las vastas posesiones de España en América. De hecho, todo edificio conceptual de Macanaz se basaba en el hecho de que la América “puede dar consumo a nuestros frutos y mercancías” (CAMPILLO, Op. cit.: 70) Según Macanaz, la monarquía hispana había ignorado esta sencilla máxima, aun cuando era evidente que podría convertir a España en la nación más rica y poderosa de Europa. A pesar de que España tenía “el consumo más abundante en el mundo, sin salir de los dominios del Rey ... apenas la veintena parte de lo que consumen nuestras Indias, es de los productos de España” (Ibidem: 70). Y el hecho de que España cediera su mercado colonial a las naciones extranjeras no era un asunto insignificante, ya que “las Potencias no son ricas ni poderosas, sino en comparación unas de otras” (Ibidem: 71). Al renunciar a su mercado colonial americano, España no simplemente perdía su poder, sino que lo cedía a sus contrincantes.

Insistiendo que España tenía que tomar las riendas de su mercado americano, Macanaz cuestionaba la validez de la antigua Carrera de Indias. Lo primero que había que entender era que el viejo sistema de flotas y galeones no hacía más que beneficiar a las potencias extranjeras. Desde el comienzo de la Guerra de Sucesión, los británicos y franceses luchaban por controlar ese sistema flotas y galeones. En la práctica, España nunca tuvo la capacidad de abastecer al Nuevo Mundo ni aun en las necesidades más básicas, razón por la cual los comerciantes autorizados españoles tuvieron que disponer de productos extranjeros para llevar a cabo la Carrera de Indias y las ferias de Jalapa y Portobelo. Hasta el Tratado de Utrecht en 1713, los franceses habían gozado de ventajas significativas. Pero, en 1713, España se vio obligada a reconocer la presencia de un Navío de Permiso de 500 toneladas de productos británicos y a conceder el Asiento del aprovisionamiento de esclavos en la América española a los británicos. En el transcurso de la primera mitad del siglo XVIII, los franceses y los británicos seguirían luchando por el control de los mercados hispanoamericanos. Si no a través de medios legales, como fue el caso en 1713, los británicos y franceses buscaron una parte de los mercados de América mediante el comercio ilegal, el contrabando (WALKER, 1979; FISHER, 1997; ANDRIEN y KUETHE, 2014). Es en este contexto donde brotó y enraizó la inquietud y pretensión de Macanaz por reformar el sistema comercial de España. En definitiva, el controlar el consumo americano para beneficio de la metrópoli era su meta.

La alternativa al viejo sistema de flotas y galeones era el comercio libre, política a la cual Macanaz bautizaba como verdadera panacea para los males de España. Como bien decía, era de suma importancia “mirar la libertad como alma del comercio, sin la qual no puede florecer ni vivir” (CAMPILLO, Op. cit.: 94). Era por esta misma razón que Macanaz pensaba que el sistema de flotas y galeones producía un estanco, una falta de circulación, evitando que el imperio aprovechara sus poderes productivos concertadamente. De hecho, la libertad comercial era “el alma de quantas mejoras hemos propuesto resultarán á España por la Agricultura, Fábricas, y demas considerables asuntos” (Ibidem: 146). Lo más importante, para la erección de un imperio comercial, era el hecho de que con la libertad comercial “se aniquilará también precisamente en mucha parte el comercio ilícito, particularmente en todas aquellas clases de géneros que se fabricarán en España” (Ibidem: 149). Al eliminar el contrabando, por otra parte, la metrópoli podría hacerse con el control de sus mercados americanos. En suma, Macanaz sostuvo que el comercio libre era la base para la “buena política y razón de estado”, aquella ciencia del poder y la preservación.

Por encima de todo, el comercio libre era una política diseñada con el propósito de erigir un imperio comercial, no sólo una doctrina económica, mercantilista o liberal, como a menudo se ha dicho. Lo que se buscaba era encajar al mundo hispano en aquella sociedad comercial que venía definiendo la manera en que articulaba la ciencia de estado dieciochesca. Para lograr dicha meta no había más que mantener las Indias en una dependencia colonial con su metrópoli. Como ya hemos visto, esta era la base de los proyectos de Macanaz. También lo llegaría a ser para José de Gálvez, el ministro de Indias que luego desarrollaría la mentalidad colonialista más dura de la época. Mucho antes de convertirse en ministro de Indias en 1776, Gálvez ya había dejado esta máxima clara al afirmar que el “interés” de España consiste “en que los naturales de Indias no se acostumbren a vivir independientes de esta Monarquía para el socorro de sus necesidades” (GÁLVEZ, 1998:139-140). El mantenimiento de las Indias en un estado de dependencia colonial implicaba vender las manufacturas de la metrópoli a los vasallos coloniales, y adquirir de las colonias todos los productos que la metrópoli no podía producir. Como resultado, toda la lógica de la ordenación territorial en virreinatos, que implicaba un cierto nivel de autonomía jurisdiccional, también en materia de producción, se ponía en tela de juicio. Ni siquiera la noción de que las Indias eran propiedad del rey, idea que había ido creciendo en importancia hacia finales del siglo XVII, se basaba en esta nueva máxima de dependencia colonial.

Pero la dependencia colonial no era algo que se podía implementar a base de pura fuerza. Para lograr dar salida a los efectos de la nación en las colonias había que abaratar las manufacturas de España. En este punto radicaba aquel market principle que se venía desarrollando en la ciencia del comercio. La cuestión era sencilla. La nación que triunfaría en el comercio no era más que la que pudiera vender su mercancía a precios más bajos, ya que el consumidor siempre optaría por el producto más barato. El comercio libre era para muchos ministros lo que con más efectividad podría abaratar las manufacturas de España. De la misma forma había que eliminar toda una serie de derechos e impuestos que sin duda contribuían al encarecimiento de las mercaderías. En distintos momentos se aportarían otras soluciones, pero lo importante era que, para los ministros que aquí estudiamos, abaratar la mercancía de España era una de sus mayores preocupaciones. Esta era también una preocupación esencial para la ciencia de comercio dieciochesca. Como bien ha demostrado Istvan Hont en un ensayo elegante y preciso, la inquietud ilustrada sobre la riqueza de las naciones se interesaba esencialmente por determinar quién ganaría la batalla por la producción de mercaderías baratas, los países pobres o ricos. Por un lado, los países pobres tenían bajo desarrollo tecnológico, pero salarios bajos. Por otro lado, las naciones ricas tenían altos salarios, pero mejor tecnología (HONT e IGNATIEF, 1983). ¿Cuál de estos dos tipos de naciones produciría la mercancía más barata, y por ende controlaría los mercados internacionales?

La respuesta española a dicha pregunta es la clave para entender la manera singular en la que se desarrolla la ciencia de comercio hispana, lo que anteriormente hemos denominado la teoría del imperio comercial. La ciencia de comercio hispana proponía una tercera categoría de nación, ni pobre ni rica: una nación con dominios coloniales vastos como lo era la monarquía hispana. Dado el crecido nivel de consumo que tenía América, España, mejor que cualquier otra nación, tenía la capacidad de superar la lógica de aquella desenfrenada rivalidad comercial a la que se enfrentaban otros imperios comerciales de Europa. Es por dicha razón que los ministros españoles que aquí tratamos se preocupaban casi exclusivamente por controlar el consumo colonial de Indias. Valdría la pena detenerse a ponderar lo que tenía que decir sobre el asunto Simón de Aragorri, ministro y erudito del comercio que publicará un pequeño libro de vital importancia en 1761. Aragorri también llegará a participar en la junta que en 1764 redactaría además una consulta sobre el comercio en la que se diseñaba detalladamente cómo se habría de implementar un sistema de comercio libre para el imperio. Veamos lo que decía Aragorri: “Si se considera con atención el comercio general de Europa, se conocerá fácilmente, que las riquezas de las naciones dependen en parte de las que producen nuestros reinos, el de México, I Perú, i los demás países en nuestros dominios en la América. Ninguna Nación posee fondos tan ricos, tan extendidos, ni tan fáciles de cultivar; i ninguna nos podría igualar, si nuestra población, e industria correspondiessen con nuestras ventajas naturales” (ARAGORRI, Op. cit.: 156-157) España, a diferencia de otras potencias europeas, tenía la más abundante fuente de consumo justo a su alcance. De hecho, argüía Aragorri, otras naciones se habían hecho ricas a través del comercio ilícito con la América española. Con solo preocuparse por controlar su mercado colonial, España se convertiría en el estado comercial más poderoso y próspero de Europa.

   Mientras que Francia, Gran Bretaña, y Holanda, en especial las últimas dos, se preocupaban por comerciar en el extranjero para dominar el mercado internacional, el imperio comercial hispano se enfocaba de manera exclusiva en el consumo colonial. Era un imperio comercial cerrado lo que proponían aquellos ministros. Para ellos, la monarquía era un mundo en sí mismo que podía prescindir de las demás naciones. Era, en fin, una monarquía autosuficiente con la ventajosa capacidad de apartarse de aquellas guerras comerciales que definirían las relaciones entre estados europeos del siglo XVIII. Pero, para lograr dicha autosuficiencia había que repensar y reformar la monarquía en clave comercial. De ello se ocuparían un elevado número de ministros del siglo XVIII.

 

Conclusión: El comercio libre como razón de estado

 

Aunque en este artículo nos hayamos preocupado primordialmente por reconstruir el contexto en que se escribe el Nuevo sistema, el proyecto imperial que en dicho texto se diseñaba tendrá suma relevancia para la cultura política hispana del resto del siglo. De hecho, en 1756, el ministro de estado Ricardo Wall creó una Junta de Expertos para discutir si era conveniente a la metrópoli “dar salida” en las Indias a sus sobrantes de granos. Los expertos respondieron con un rotundo sí, explicando que su objetivo era asegurarse de que los españoles peninsulares tuviesen “la preferencia y ventajas para que por sí solos extraigan los frutos que nos sobran”.[9] En 1762, Bernardo Ward, ministro en la Junta de Comercio, diseñaba su Proyecto económico—que reproducía en la segunda mitad del libro casi la totalidad del Nuevo sistema—bajo la premisa de que, aunque España poseía “las minas más abundantes”, en realidad “la gran ventaja, que no tiene precio, y que jamás ha logrado otra monarquía, es el consumo de nuestros frutos y mercancías en el nuevo mundo” (WARD, 1779: XIII). De la misma manera, en 1764 una junta de ministros encargada de redactar una consulta sobre el comercio libre afirmaba que su propósito era dar salida a los géneros de la metrópoli en las colonias. Bajo esta misma lógica se implementarán los distintos decretos y reglamentos de comercio libre en 1765, 1778 y 1789. En fin, ya para 1762, una vez concluida la Guerra de los Siete Años, se había fraguado en el corazón de la monarquía una nueva visión para un imperio comercial hispano.

Vale la pena recalcar unos cuantos puntos antes de terminar. Dado el afán que hemos puesto en reconstruir la teoría del imperio comercial hispano, llegamos a la conclusión de que no debe considerarse el comercio libre ni como una doctrina mercantilista destinada a centralizar el estado, como a menudo se afirma, ni como una especie de proto-liberalismo que tuvo como objetivo lograr el mero crecimiento económico en España. Lo que se intentaba con el comercio libre era encajar a la monarquía hispana en aquella sociedad comercial tan pujante en el pensamiento y práctica de gobierno de la Ilustración. Era aquel un mundo en el que el poder de los estados derivaba de su capacidad para controlar mercados domésticos o extranjeros. Era un mundo, en fin, en el que el comercio devenía en la razón de ser del estado. Como lo dirá David Hume, el comercio se había convertido en “materia de estado.” La fórmula de Macanaz era aún más decisiva, si bien metafórica. Afirmaba que “el comercio es el que mantiene el cuerpo político, como la circulación de la sangre el natural” (CAMPILLO, Op. cit.: 70). Precisamente por eso, continuaba Macanaz, era necesario ver al comercio “como fundamento principal de todos los demás intereses de la Monarquía; pues es vivificador de la agricultura, de las artes, de las fábricas y de las manufacturas de la industria” (Ibidem: 95).

Por supuesto, el privilegiar el comercio no significaba que España no tenía que preocuparse por desarrollar su capacidad militar para enfrentar a sus adversarios en la guerra. Más bien, estos ministros y pensadores entendieron que, en el siglo XVIII, la batalla por el poder, la competencia internacional, se había trasladado a un nuevo plano. En otras palabras, para adquirir poder ya no era suficiente aumentar la capacidad militar del estado. Era igual de necesario aumentar su capacidad comercial. Era indispensable que el estado se comportase como un mercader, pues, como bien señaló Aragorri, el principal objetivo de la Gran Bretaña era:

 

no solo el conservar, i aumentar su comercio de economía, pero aun de apoderarse de la mayor parte del mismo comercio de economía de las demás naciones; i en este particular, el acierto que ha tenido le ha asegurado el exercicio de un verdadero monipodio sobre el comercio de Europa” (ARAGORRI, Op. cit.: 153).

 

Si España no se preocupaba por remediar su situación,

 

nos quedaremos enteramente excluidos de la navegación de Europa, i aun en nuestra misma península: nos veremos precisados de abandonar nuestros navíos; la poca marinería que nos queda se ira insensiblemente aniquilando; i cada día se experimentaran más dificultades para armar nuestras esquadras” (Ibidem: 193).

 

En definitiva, la transformación hacia un imperio comercial era una cuestión de preservación, de existencia. Por esta razón, este artículo se ha enfocado en proponer que la política reformista del comercio libre y la teoría española del imperio comercial debe entenderse como una especie de razón de estado, aquella ciencia de poder y preservación que venía cultivándose desde finales del siglo XVI.

 

 

 

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[1] Se trata del texto escrito por Simón de Aragorri titulado Reflexiones sobre el estado actual de el comercio de España. Parece ser que solo existe una copia de dicho texto en la Biblioteca Nacional de España, bajo la signatura Mss. R/40476. Para una discusión del texto de Aragorri ver: (ASTIGARRAGA, 2013).

[2] Para una discusión a fondo y renovadora del lenguaje político católico de la monarquía ver: (FERNÁNDEZ ALBALADEJO, 1992; IÑURRITEGUI, 1998; BOTELLA-ORDINAS, 2006).

[3] Julián Viejo y Portillo Valdés se han ocupado de reconstruir el amor/interés propio católico que se desarolla en el orbe hispano.

[4] Para una biografía de Macanaz ver GAITE, 1982, 2011.

[5] Macanaz, Discurso sobre la America española (ca. 1747), f., 82. Real Academia de la Historia, Signatura 9-26-7/4998

[6] Macanaz, Nuevo sixtema economico para el perfecto govierno de la America (1719), Instituto Valencia de Don Juan, Mss. 26-III-39.

[7] Para una discusión a fondo sobre la flisosofia neo-aristotélica del XVII ver: (FINKELSTEIN, 2000).

[8] Para las traducciones castellanas de Melon ver: (ASTIGARRAGA, 2010).

[9] Consulta de la Junta de Expertos, 2 Mayo, 1756. Archivo Histórico Nacional-Estado, 3185, Caja #1, páginas sin numeración.

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