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Magallánica : revista de historia moderna - Año de inicio: 2014 - Periodicidad: 2 por año
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/magallanica - ISSN 2422-779X (en línea)

LA MONARQUÍA DESENCUADERNADA Y LA TRADUCCIÓN DEL

TESTAMENT POLITIQUE DE RICHELIEU

 

 

José María Iñurritegui Rodríguez

Universidad Nacional de Educación a Distancia

 

 

 

 

Recibido:        02/10/2015

Aceptado:       15/12/2015

 

 

 

RESUMEN

 

En los momentos finales del Seiscientos la Monarquía hispana llego a entenderse como una entidad política desencuadernada. El acuerdo sobre la hondura y trascendencia de su crisis política fue unánime. Pero no se hizo extensivo a la determinación del cauce al que encomendarse en su superación. Si hubo una sentida necesidad de reivindicar la capacidad y suficiencia de la cultura propia para afrontar ese desafío fue en respuesta a la sostenida modulación entonces de un discurso que enriquecía el horizonte de expectativas en clave de emulación. Una vía así alternativa que encontró su expresión quizás más diáfana en la traducción de un texto capital en la literatura de la razón de estado y su imbricación con el vocabulario de la soberanía: la del Testament politique de Richelieu publicada en Madrid en 1696.

 

PALABRAS CLAVE: Richeliu; testamento político; traducción; emulación; crisis política; Carlos II.

 

 

THE UNSEWN MONARCHY AND THE TRANSLATION OF RICHELIEU´S POLITICAL TESTAMENT

 

ABSTRACT

 

Towards the end of the 17th century, the Spanish monarchy came to be understood as a political entity unsewn. Although there was a unanimous agreement on the depth and significance of its political crisis, it was not extended to the determination of the route which to entrust the solution. If there was a perceived need to vindicate the capacity and sufficiency of their own culture to meet this challenge, it was in response to the sustained modulation of a discourse which at that time enriched the scope of the expectations through emulation. An alternative pathway that perhaps found its clearest expression in the translation of a crucial text in the literature about the reason of state and its involvement with the vocabulary of sovereignty: the Testament politique de Richelieu published in Madrid in 1696.

 

KEY WORDS: Richelieu; Political testament; translation; emulation; political crisis; Charles II.

 

 

 

José María Iñurritegui Rodríguez es Doctor en Historia Moderna por la Universidad Autónoma de Madrid y Profesor del Departamento de Historia Moderna de la UNED. Autor de varios estudios de historia política entre los que se incluyen La Gracia y la República. El lenguaje político de la teología católica y el `Príncipe Christiano´ de Pedro de Ribadeneyra (Madrid, 1998) y Gobernar la Ocasión. Preludio político de la Nueva Planta de 1707 (Madrid, 2008). Ha editado las Memorias para la Historia de las Guerras Civiles de España del Conde de Robres (Madrid, 2006) y, junto a Julen Viejo, la Correspondencia de Luis XIV con M. Amelot, su embajador en España, 1705/1709 (Alicante, 2012). Trabaja ahora sobre los lenguajes políticos que desde finales del Seiscientos dieron forma a un proceso de introspección identitaria en la Monarquía hispana.  

 

 

 

 


LA MONARQUÍA DESENCUADERNADA Y LA TRADUCCIÓN DEL TESTAMENT POLITIQUE DE RICHELIEU[1]

 

 

 

I

 

Algo antes de 1685 un diplomático hispano mantuvo una conversación en Ginebra con el controvertido y volátil político e historiador italiano Gregorio Leti que derivó en una especie de representación del llamado sueño de Maquiavelo. Plasmación fiel de su genuina personalidad política, en ese sueño que había tenido en vísperas de su muerte, y que relató a sus acompañantes en los Orti Orcellani, Maquiavelo se había encontrado con dos grupos bien diferenciados: primero, con los santos padres, que silenciosos, harapientos y atormentados caminaban hacia el cielo; y luego, con los grandes filósofos e historiadores de la Antigüedad, que ataviados con solemnidad, e inmersos en intensas deliberaciones políticas, se presentaban ante él como los condenados al infierno (VIROLI, 2000: 15-17;  CORTÉS RODAS, 2002: 13-14). Y siglo y medio después, tal y como lo narró el propio Leti en las páginas de su Ceremoniale historico e politico, el aristócrata hispano no sólo había convocado a San Agustín, San Jerónimo, San Ambrosio y a otros "Padri della Chiesa" al ser interrogado por las autoridades en las que enraizaban sus saberes. Tras esa respuesta, y cuando el perplejo Leti le había sugerido las bondades de subido valor que para quien "maneggia affari pubblici" podía entrañar la lectura de las obras de Tácito, Maquiavelo, "o d´altri libri d´historia e di politica", el "signor marchese" también se había apresurado a repudiarlos catalogándolos como "infernales" (LETI, 1685: 66-67)

Con Maquiavelo así incorporado a la escena de su propio sueño, la intención básica de Leti al rememorar aquel episodio no era ciertamente la de presentar a la sabiduría política como el reverso del encastillamiento en la patrística. Como bien señalaba Pierre Bayle al recensionar el Ceremoniale en las Nouvelles de la Republique des Lettres de marzo de 1685, Leti se servía de su experiencia personal para identificar los "défauts qui rendent un homme mal-prope à une ambassade"(Nouvelles, 1686: VIII, 298). Trataba así, más genéricamente, de rendir cuenta de las principales carencias que aún lastraban la cimentación intelectual del juego diplomático pese a la notable frondosidad que su despliegue mostraba en esos momentos finales del Seiscientos. Nada de ello impedía, sin embargo, que al hilo de esa preocupación emergiera en su argumento el abordaje de la antigua cuestión del encaje entre la política y la patrística. Y el mismo podía además resultar especialmente significativo. Ante todo porque los términos en que se formulaba remitían más a un tiempo anterior que a su mismo momento de enunciación.

Algo al respecto decía ya la clave de lectura tardohumanista de Maquiavelo o Tácito que promovía Leti. Apegada al específico sentido en el que el saber prudencial de ambos había encontrado cabida y encaje en la retórica política cristiana desde el Politicorum de Lipsio, la misma resultaba ajena a la alternativa vía de revalorización de sus respectivos legados que entonces venían trazando autores como Abraham Nicolas Amelot de la Houssaye al ampliar desde el estado a la esfera del sujeto individual la fijación del interés como único horizonte de actuación (SOLL, 2014). Pero aún si cabe decía más el aristócrata hispano al pronunciarse como se pronunciaba. Su sentencia no parecía heredada sino simple y literalmente tomada de los textos que un siglo antes, y con Pedro de Ribadeneyra en el plano de vanguardia, habían procedido a modelar una razón de estado católica mediante la imputación a Maquiavelo, y a Tácito, de la inspiración y verdadera sustancia de un discurso politique (IÑURRITEGUI, 1998).  En el contexto de publicación del Ceremoniale historico no parece sin embargo que la cultura política hispana estuviera tan enteramente dispuesta a permanecer anclada en esa posición. Podía desde luego permanecer, y permanecería durante largo tiempo, impermeable frente al registro de Amelot de la Houssaye o la profunda reformulación de la comprensión del derechos natural que sobre similares supuestos antropológicos estaban entonces gestando unas histories of morality. (VIEJO, 2006: 73-92; HOCHSTRASSER, 2000). Pero quizás no se mostraba tan impermeable ante el que proponía Leti.

A esas alturas, por supuesto, la postura de su interlocutor no tenía nada de excéntrica. En la escena de una Comedia sin música, como la compuesta por Andrés Dávila y Heredia en 1676, la "Verdad" había de enfrentarse a unos "espíritus diabólicos", comenzando en el primer acto con el dúo formado por Nicolás Maquiavelo y Duplessis Mornay, que daba paso a Juan Bodino, con su atronadora entrada en el "teatro del mundo" encaramado a un elefante desde el que lanzaba "libros de política", y luego, sucesivamente, a Trajano Boccalini, que se presentaba pertrechado con sus Ragguagli di Parnaso bajo el brazo; a Virgilio Malvezzi, que no dudaba en autoproclamarse como el verdadero codificador de la razón de estado; o a la pareja que componían el cardenal Richelieu y Antonio Pérez, todos a su vez en abierta disputa sobre el grado de pureza y novedad de sus aportaciones a la "política moderna"[2]. Conservaba todavía su vigor la figuración del escritor, por decirlo en palabras de Francisco Aguado, como una "abeja que, solícita con su grande y memorioso ingenio, andaba discurriendo por los floridos prados de las Escrituras Sagradas, y de los libros de los Santos Padres y comentadores.... haciendo de las flores de todos admirables compuestos de miel y cera"[3]. Conocido en sus días como el aduanero, por su áspera Aduana de impostores de la medicina y registro de libros y papeles de contrabando de 1686, la necesidad del propio Dávila y Heredia de salir al paso de la descalificación de una autarquía cultural cursada poco después por Juan de Cabriada en su Carta filosófica no dejaba sin embargo de plasmar el notable fracaso con el que ese empeño preservativo parecía venir saldándose (SLATER, 2009: 67-80). Es más, y en el orden de los textos de materia política, entre los contrabandistas podía incluirse alguno tan significado como el propio Carlos II, que a principios de esa década de los ochenta había solicitado al marqués del Carpio una traducción de El Príncipe de Maquiavelo.

Carente de la capacidad de su padre para hacerse cargo personalmente de la traducción, entre otros, de Francesco Guicciardini, ese acceso en castellano a la lectura de los textos de Maquiavelo le fue de inmediato brindado al monarca hispano en forma manuscrita por Juan Vélez de León desde Nápoles (BNM. Mss. 902; Arbulu Barturen, 2010). La misma Nápoles, quizás nada casualmente, en la que justo por entonces Juan Alfonso Lancina estaba gestando los Comentarios de Cayo Vero Conelio Tácito que había de publicar tras regresar a Madrid en 1687. Y a ellos pronto venía a sumarse la traducción del personal legado del saber político de la figura que, visitada y anatomizada en su momento por Francisco de Quevedo (RIANDIÈRE LA ROCHE, 1984; FERNÁNDEZ, 2003), concitaba una aversión mayúscula en el imaginario hispano del Seiscientos: el Testamento político del Cardenal Duque de Richelieu, que en 1696 era editado en las prensas madrileñas de Juan Infanzón[4]. Publicada originalmente en Amsterdam por Henri Desbordes en 1688, esa traducción no sólo se hacía cargo de una de las piezas cruciales en el proceso de imbricación entre la literatura de la razón de estado y el lenguaje de la soberanía (FOISNEAU, 2013). La conversión del Testament en Testamento se singularizaba además por la celeridad con la que se acometía. De hecho, en el particular juego de transmisión y recepción de los conocimientos que constituye la traducción de un texto, sólo le precedía la versión inglesa aparecida en 1695[5]. E incluso aquí cabría alguna matización, porque tal y como venía a consignarlo el traductor, Juan Espínola Baeza, la labor material de traducción ya estaba cerrada antes de la muerte en 1693 del duque del Infantado, Gregorio de Silva Mendoza, a quien reconocía como el verdadero inspirador de la iniciativa. Y la versión manuscrita así aludida, y que se basaba al igual que la traducción inglesa en la cuarta edición francesa del Testament aparecida en 1691, era la que, enriquecida con los oportunos retoques editoriales, pero también con algunos comentarios marginales y una breve reseña biográfica del cardenal Richelieu, se presentaba luego bajo forma impresa en 1696[6].

Así dispuesto, el Testamento llevaba probablemente a su máxima expresión la confianza que entonces llegó a depositarse en aquel entendimiento de lo político satirizado y satanizado en la Comedia sin música o por el aristocrático interlocutor hispano de Leti. Pero a su vez, y en la medida que abiertamente se disponía como una llamada de atención sobre las posibilidades que para la superación de una crisis de imperio -en expresión de Pablo Fernández Albaladejo (2014)- podía brindar una estrategia de emulación, testimoniaba también, y quizás mejor que ningún otro texto entonces, el concreto curso de acción para el que se buscaba un amparo culturalmente tan controvertido. Si los moradores de ese orden cultural no parecían precisar que Gregorio Leti les descubriera lo que Maquiavelo o Tácito podían aportar a la inteligibilidad de lo político (FERNÁNDEZ ALBALADEJO, 2015), tampoco requerían que desde sus Raguagli historici e politici les recordase que "Spagna si sostiene al presente quasi per miracolo" (LETI, 1700: II, 58). Más que nada porque, al encomendarse a la emulación, lo que en realidad estaban promoviendo quienes pensaban como Gregorio de Silva Mendoza era una vía de superación de aquella crisis. Otra cosa bien distinta es que esa vía alternativa tuviera la capacidad de imponerse frente a la que podía venir planteándose, al modo de Juan Cortes Ossorio, bajo la cifra de la memoria y la constancia en las capacidades y las fibras identitarias propias.

 

II

 

La determinación de emprender la traducción de una pieza como el Testament politique entrañaba ya primeramente un posicionamiento en las coordenadas de un intenso y particular debate diferente al de la concepción de la política que pudiera encerrar o al de la crisis hispana al que pudiera vincularse con la operación. En concreto, suponía alinearse en el debate de la autoría que acompañaba al texto desde su momento de publicación y que derivaba, en buena medida, de la ausencia de un manuscrito original, redactado o firmado personalmente por Richelieu, sobre la que había rendido puntual cuenta Desbordes al presentar su edición de 1688. Ciertamente, y tras un largo e intenso debate historiográfico en el que ya hace varias décadas vino a poner orden Roland Mousnier al apuntar con lucidez que "l´'hypercritique conduit à autant d'erreurs que l'absence de critique", hoy parece fuera de toda duda que la obra fue concebida por Richelieu (MOUSNIER, 1985; JOUHAUD, 1991 y 1992; SORIANO, 1979: 25-40; HILDESHEIMER, 2005). E igualmente, que su escritura fue confiada a alguno de sus colaboradores, algo que estaría en plena consonancia con la particular forma de trabajo de una figura que sólo ocasionalmente escribía y que contaba para ello con un elenco de secretarios personales que, como en el caso de Michel Le Masle y Denys Charpentier, incluso alcanzaron un grado excepcional en la imitación de la escritura del cardenal (ANDRÉ, 1947; AVENEL, 1855)[7]. No obstante, y aún sin llegar al punto culminante que se alcanzaría a mediados del Setecientos con la sostenida e intensa confrontación entre Voltaire y Etienne Laureault de Foncemagne, atravesada en todos sus pliegues por la disputa entre dos concepciones dispares de la historia, la erudita heredera de Mabillon, y la filosófica deudora de Pasquier, la cuestión no resultaba desde luego pacífica en el momento de acometerse aquella traducción española (AVEZOU, 2004: 4121-453; GRELL, 1993: 19-49).

A diferencia de la muy singular serie de supuestos Testamentos políticos de homes d´État emblemáticos del reciente pasado francés, como Jean Baptiste Colbert, el marqués de Louvois o Jules Mazarino, que de inmediato se compusieron sobre su molde, el Testament de Richelieu ciertamente no se atribuyó en ningún caso al controvertido Gatien Courtilz de Sandras [8]. Desde su misma comparecencia a la altura de 1688 concurrieron pese a todo posicionamientos bien diversos que transitaban de la aceptación incontrovertida de su autoría, como en el caso de Jacques Amelot de la Hoyausse en su edición de las obras de Tácito de 1690, o de Jean de La Bruyere en su discurso de recepción en la Académie française en 1693 (LA BRUYERE, 1693), a la abierta negación de la misma que ya en el propio 1688 sostenía Antoine Aubery en su Histoire du Cardinal Mazarin (AUBERY, 1688: II, 582), pasando por el cauteloso escepticismo mostrado por autores como Jean Le Clerq en La vie du Cardinal Duc de Richelieu (LE CLERQ, 1995: I, v). Y en ese sentido, y en ese contexto, acometer una traducción castellana, e incluir en la misma una Breve noticia de la vida del autor de esta obra, que ausente en el manuscrito inicial se incorporaba a la edición impresa, suponía obviamente alinearse con quienes pensaban como Jacques Amelot de la Hoyausse o La Bruyere. Pero precisamente porque no era un registro inocuo, al tomar semejante decisión en realidad también se podía estar entrelazando la cuestión de la autoría con la de la intencionalidad, sin que ni mucho menos hubieran de coincidir la intención con la que había sido originalmente compuesto el texto, la que guiaba en 1688 a su editor, y la que inducía luego su traducción castellana.

Una acentuada distancia separaba de hecho el sentido con el que Richelieu había procedido en la década de los treinta a dar la estabilidad de la escritura a su memoria política de la voluntad con la que Henri Desbordes promovía, medio siglo después, la publicación de aquella plasmación literaria de una vivencia política mayúscula. Bajo forma de récit historique, y acogiéndose a uno de los géneros en prosa a los que entonces se reconocía mayor prestigio, (FUMAROLI, 1994: 183 y ss.), Richelieu colocaba su sabiduría política al servicio de Luis XIII: "saldrá a la luz esta obra con el título de mi Testamento Político", afirmaba en su epístola Al Rey, "porque se ha dispuesto para que sirva después de mi muerte para la política y el gobierno de vuestro Reino". Pero la misma se convertía después, de la mano de Desbordes, en un espejo crítico con el que confrontar el despliegue de Luis XIV. Tal y como se decía en el cierre de la Advertencia editorial, el Testament politique proporcionaba un referente tangible con el que realizar "muy útiles Observaciones sobre el estado en que se hallaba entonces la Francia, y sobre aquel a qué ha llegado después", y así sumamente adecuado para dilucidar "en qué se pueden haber seguido los consejos y las máximas de este grande ministro, y en qué se han desechado" (TP, 1696: Advertencia).

En cuanto calvinista francés recién exiliado en los Países Bajos y comprometido editor en el combate frente a la intolerancia religiosa, Desbordes confesaba así las posibilidades que reconocía en el texto para brindar la más diáfana ilustración de la manera en la que Luis XIV se había apartado de las máximas de Richelieu, comenzando por el contraste entre la radicalidad confesional acreditada en el Edicto de Fontainebleau de 1685 y la tolerancia practicada por el cardenal tras la caída de La Rochelle (ANDRÉ, 1947: 71; AVEZOU, 2004: 424; HILDESHEIMER, 2004: 507). Pero tampoco dejaba DE apuntar a una enmienda aún si cabe mayor. Básicamente porque uno de los elementos culturales más distintivos del momento de publicación de la obra era la crisis que a esas alturas afectaba a la consideración que desde el humanismo, y más propiamente desde la Antigüedad, se venía dispensando a la ejemplaridad como principio motriz de la educación también política. De hecho, justo era entones, con la querella entre antiguos y modernos como telón de fondo, cuando figuras como Charles Perrault en Le Siecle de Louis le Grand, o Abraham Nicolas Amelot de la Houssaye en su dedicatoria de L´homme de cour de Baltasar Gracián, acababan de encumbrar al propio Luis XIV como un modelo único, singular, absoluto y, más taxativamente, inimitable (FUMAROLI, 2012; 2008: 156 y ss.). Y al así figurarlo como el cumplimiento de la plenitud de los tiempos históricos, como suma política de tal perfección que no sólo superaba a todos los siècles pasados, sino que había de resultar inalcanzable para cualquiera de sus sucesores, en cierto modo y manera lo habían convertido en un ídolo inmanente y no en una idea capaz de entusiasmar y de inspirar la emulación, privando con ello a la educación de los futuros gobernantes del resorte que hasta la fecha se había tenido como el más natural y fecundo. Nada por tanto podía ser menos inocente en esa atmósfera que una reivindicación de la ejemplaridad como la que suscribía Desbordes al escribir que "no ha habido jamás obra más provechosa para los que son llamados al manejo de grandes negocios" que aquella delicada y perfecta fusión entre la "profunda meditación" y la "experiencia consumada" lograda en su Testament politique por quien había sido "un privado y un primer ministro de estado que ha gobernado más de 25 años uno de los mayores Reinos de Europa" (TP, 1696: Advertencia)

Entregado a su cruzada, no cabe duda que con una afirmación de esa naturaleza el inquieto editor estaba situando la obra de Richelieu fuera de las coordenadas del modelo de tratado teórico fraguado mediante la recopilación de máximas para singularizarlo, por el contrario, como el resultado directo y no mediado de una actividad política desplegada desde una posición en la que lo ideado y proyectado había tenido la posibilidad de traducirse en hecho. Daba en ese sentido continuidad al repudio de cualquier forma de ejemplaridad transhistórica mostrado por el propio Richelieu en su texto no sólo cuando escribía que "no hay cosa más peligrosa para el estado que los que quieren gobernar los reinos por las máximas que se sacan de los libros", sino también cuando apostillaba que  "frecuentemente los arruinan totalmente por este medio, porque lo pasado no se refiere a lo presente, y la constitución de los tiempos, de los lugares y de las personas, es diferente" (TP, 1696: I, VIII, ii, 241). Y como pronto vino a acreditar la traducción castellana, Desbordes no era además el único que parecía dispuesto a identificar en esos términos la más honda y provechosa sustancia de la obra. Firmada en el Colegio Imperial de Madrid el 20 de junio de 1695, y al retratarlo y ensalzarlo como un soberbio depósito de "sabiduría practicada", la aprobación del texto por parte de Antonio Jaramillo  situaba igualmente en  el armónico entrecruzamiento de la "solidez de la razón" y la "firmeza de la dilatada experiencia" la virtud suprema de aquellas "máximas" que reunidas por Richelieu permitían descifrar la "veneración que en puntos políticos tan concordemente le ha tributado el mundo". Ahora bien, el elocuente predicado de Juan de Espínola Baeza al dedicar su traducción a Carlos II ponía paralelamente de manifiesto que dicha clave ejemplarizante de lectura podía ser asumida desde inquietudes, por supuesto confesionales, pero también políticas, bien distintas a las de aquel combativo editor calvinista: "miró él cuando la concibió y dispuso a los lustres de Francia", puntualizaba el traductor al monarca hispano, "pero pueden conducir mucho para los resplandores de España las máximas que encierra, por lo acendrado de su escogida política".

 

III

 

La cumplida constatación del encargo recibido de Gregorio de Silva Mendoza no sólo contenía la explicación del motivo por el que esa traducción castellana corría a cargo de un autor que no era ningún aficionado sino un curtido especialista en esas lides, pero dedicado entonces, y de manera casi monográfica, a la traducción al castellano del grueso de la obra del jesuita Paolo Segneri, y cuya verdadera especialidad por tanto no coincidía, ni con el idioma del Testament, ni con su materia política. Al hilo de ello se hacía también presente la sombra del Colegio Imperial de Madrid, al que estaba vinculado Espínola Baeza y con el que a su vez, y desde su condición de antiguo alumno, Gregorio de Silva Mendoza mantenía una estrecha relación reflejada en las dedicatoria del Euclides nuevo-antiguo. Geometría especulativa y práctica de los planos y sólidos (Madrid, Francisco de Zafra, 1678) de José de Zaragoza, o del Espejo geográfico en el cual se descubre, breve y claramente, así lo científico de la geografía, como lo histórico que pertenece a esta tan gustosa como noble y necesaria ciencia (Madrid, Juan Infanzón, 1690) de un Pedro de Hurtado de Mendoza que además se presentaba como secretario de cartas del propio duque del Infantado (NAVARRO BROTONS, 1996). Y por ello mismo no resultaba anecdótico que las obligadas Aprobaciones de las que la obra hubo de dotarse en la secuencia de su tránsito del manuscrito al impreso, la referida de Antonio Jaramillo, y la de José López de Echaburu y Alcaráz del 20 de abril de 1695, procedieran de dos miembros de esa institución.

La traducción parecía así evidenciar en su conjunto una estrecha ligazón con alguno de los ambientes culturales en los que historiográficamente se vienen rastreando las tensiones que recorrieron la construcción de una modernidad cultural propia (PÉREZ MAGALLÓN, 2002). Una complicidad que se reforzaba además con la valiosa colaboración que Juan Espínola Baeza confesaba haber encontrado en Mateo Ibáñez de la RIva, sobrino del marqués de Mondejar, a la hora de componer el perfil biográfico del cardenal Richelieu. Cierto es que a la luz de la carga teórica de su introducción a Quinto Curcio Rufo, de la vida y acciones de Alexandro el Grande, y más concretamente, del fragmento en el que sentenciaba y postulaba como mandamiento que "el que traduce no ha de mirar a la material significación de la voz, sino a la correspondencia que tiene en su idioma, en cuya lengua traduce, precepto de cuya observancia se hallan tan lejos las traducciones que hoy publican los nuestros", la mera intervención de Ibáñez de la Riva en el proyecto acreditaba ya notablemente el particular cuidado y delicadeza con la que se atendía el mismo ejercicio de la traducción en el círculo en que se fraguó esa conversión del Testamet en Testamento[9]. Si en palabras del censor Antonio Jaramillo se podía hablar de una "traducción perfecta", el propio "traductor erudito" que López de Echaburu y Alcaráz reconocía en Juan Espínola Baeza incluía además en  un puntual testimonio de su firme compromiso con el imperativo de la fidelidad: "ni apruebo lo malo ni condeno lo bueno, pongo todo por no afear el cuerpo cortándole por mi arbitrio algún miembro". El lector al que se dirigía esa Advertencia del traductor pronto podía sin embargo comprobar que tan solemne declaración no se ajustaba plenamente a la realidad del texto. Renunciando a cualquier forma de intervención en la escritura de Richelieu, Espínola Baeza procedía no obstante a incorporar una sostenida anotación marginal que cumplía con una doble función: por un lado,  la de filtrar sistemáticamente en forma de aforismos el mapa argumental de la obra, en lo que constituía además el esbozo del manuscrito paralelamente compuesto por el mismo autor y que con el título de Máximas políticas del Eminentísimo cardenal de Richelieu también incluía la Breve noticia de su vida que abría el Testamento (BNM, Mss., 18.248); y por otro, la de incorporar una explícita refutación de las diversas y contundentes afirmaciones contra la Monarquía hispana y la Casa de Austria que el cardenal diseminaba a lo largo de su escrito y se mantenían en la traducción.

La lúcida conciencia del riesgo que se asumía con la traducción de Richelieu, la ausencia de cualquier indicio de ingenuidad sobre la polémica que podía rodear su puesta en circulación, pero también el firme convencimiento del aporte fundamental que desde la estricta fidelidad al enunciado del Testament podía gestionarse para la materialización de aquellos anhelados "resplandores de España", quedaban retratados en esas glosas. Y muy especialmente, en las que remitían a los fragmentos de la obra en los que el cardenal se pronunciaba, en palabras de Espínola Baeza, desde "el amor de la nación propia y el mal afecto natural a la nuestra" (Testamento, 1696: 18). La premeditada conservación de dichos fragmentos, la preservación inalterada de la compacidad y la linealidad del discurso de Richelieu, se interiorizaba como el lastre que obligadamente había de asumirse para tener un acceso pleno al "tesoro desvelado", que decía Lopéz Echaburu y Alcaráz, de la sabiduría practicada y su lección sobre la necesaria acomodación de la política a las cambiantes circunstancias del tiempo histórico. Un peaje, en términos de recepción de la obra en la arena hispana, indisociable de la mutación que suponía para el imaginario hispano descubrir en la "cabeza del cardenal", la misma en la que durante la visita y anatomía literaria imaginada por Quevedo se había encontrado un turbante en el lugar del cerebro, y al modo en que lo hacía Antonio Jaramillo en su aprobación del Testamento, "la oficina que tenía este genio soberano para fraguar ministros, consejeros, grandes, validos, príncipes y reyes, y para adquirir, conservar y aumentar reinos".  Más aún cuando no era una mera y abstracta reivindicación del credo político de Richelieu la que se emprendía al apuntar, como lo hacía el mismo Jaramillo, "que aunque para la formación de algunas clausulas, en que habla de diferentes naciones y casas, parece destiló su pluma más el afecto propio que la tinta con que escribía", había de reconocerse que "de lo demás habla y discurre muy conforme con la veneración que en puntos políticos concordemente le ha tributado el mundo". Dando por sentado, como lo daba Juan Espínola Echaburu en su Advertencia, que "no son de estómago delicado los sabios", lo que se estaba proponiendo al monarca era la adopción de esa sabiduría como el material sobre el que podía atisbarse un horizonte de superación de la crisis indirecta y elegantemente aludida al situarse los resplandores de España como punto de fuga de la iniciativa. Es decir, una controlada ruptura, no tanto respecto a la funcionalidad política de la ejemplaridad como la operada por Charles Perrault o Amelot de la Houssaye, pero sí frente al monopolio que las figuras de un pasado propio, comenzando por Fernando el Católico,  venían ostentando en su conjugación por parte de la más canónica literatura política hispana.

De hecho la conversión del Testament en Testamento no constituía propiamente la primera enunciación del credo político de Richelieu en latitudes hispanas. Varias décadas antes de la comparecencia de la obra, José Arnolfini de Illescas había ofrecido al ya difunto cardenal una singular forma de exponer en primera persona la concepción teórica y el despliegue práctico de su política en un original artefacto literario: las Conferencias en los espacios imaginarios entre los Señores Cardenales de Richelieu y Mazarino y el Protector Oliverio Cronwell sobre los negocios del otro mundo (BNE, Mss. 9817, fols. 13vº-89rº), en alguna de cuyas versiones manuscritas, pese a la omisión del título, también tenía cabida Luis de Haro (BNE. Mss. 10788), y que conocería después la secuela del anónimo Dialogus mortuorum inter Armandum de Plessis Cardinalem Richelieu et Axelium Oxenstierna, ministrum Regis Gustavi Adolphi (BNE, Mss. 6537, fols. 112-137). Convocado a la muerte de Mazarino "en los vacios imaginarios" por la imposibilidad de celebrarlo en el cielo, en el purgatorio o en el limbo, la ingeniosa figuración por parte de Arnolfini de Illescas de aquel "congreso político" marcaba sus distancias frente a la línea crítica cultivada contra Richelieu en el convulsa escena anudada por la fecha de 1640 (ARREDONDO, 2011), sin por ello evidenciar el más mínimo parentesco intelectual con las alternativas loas entonces concebidas al modo del Epítome genealógico del Eminentísimo Cardenal Duque de Richelieu y discursos políticos sobre algunas acciones de su vida (Pamplona, Juan Antonio Berdún, 1641) del portugués Manuel Fernandes Vila Real. Su más acentuada innovación arraigaba en la senda que ese juego literario abría para exponer con absoluta libertad, y abandonando por principio una clave autorreferencial hispana, la práctica política de tres figuras cruciales en el reciente devenir europeo. Dentro siempre de un anhelo de radio mayor que hilvanaba el conjunto de sus escritos, y que confesadamente se encaminaba a situar las variables esenciales con las que la Monarquía de España había de hacer sus cuentas en su proceso de reformación interna y correlativa reubicación en la escena europea (HERMOSA ESPESO, 2010), el autor se liberaba así de cualquier atadura y constricción dogmática a la hora de presentar la genética política y las realizaciones de cada uno de los integrantes de aquel triunvirato. Y al menos en el concreto caso de Richelieu no puede decirse desde luego que la licencia formal se acompañase de una deformación del discurso.

La Conferencia, que se presentaba como pronunciada el 21 de marzo de 1661, carecía sin duda de la sistematicidad del Testamento, aún cuando éste tampoco fuera un tractatus ni aspirase a fijar una forma ideal de comunidad política. Pero Arnolfini de Illescas no parecía tener la necesidad de esperar a la comparecencia del mismo para hacer decir a Richelieu que la restauración del "absoluto imperio" de Luis XIII y la "reputación" de Francia habían sido el verdadero leitmotiv de su ministerio, o que la aplicación de "los más proporcionados medios que enseña la política o materia de estado" era la llave que le había posibilitado lograr una Francia "en lo interior pacífica y en lo de afuera triunfante". Anticipando innumerables claves del Testament, de las bondades de la "libertad de comercio" a la centralidad del "interés público", el conferenciante Richelieu creado por Arnolfini de Illescas ya hablaba con suma propiedad sobre la importancia que una negociación constante y sostenida había tenido a la hora de concebir y abordar con determinación el certamen con la Casa de Austria y el rey católlico. Y se mostraba igual de contundente al precisar que "las artes que enseña la política más elevada" encerraban la semilla de un programa no sólo de restauración del punto de cada uno de los "tres órdenes del reino" y armonización de los mismos, sino también de un reajuste en el modo de gobierno que convertía el imperativo del consejo en fortalecimiento del poder del príncipe. Pero si había alguna cota específica en la que esa conferencia de Richelieu imaginada por Arnolfini de Illescas  alcanzaba un grado de semejanza extrema con la letra de su Testamento era precisamente cuando se identificaba en la acomodación a los momentos políticos, al tiempo y a la ocasión, y no en la tradición y la costumbre, la clave de bóveda bajo la que se había acompasado toda su práctica política: "Nunca me goberné por una máxima asentada que fue buena en otros tiempos, sin otra razón sino porque así se había hecho por lo pasado", sentenciaba el Richelieu al que daba voz Arnolfini de Illescas, "porque es regla muy falsa en materia de gobierno atender a lo que se ha hecho y no a lo que se ha de hacer en circunstancias diferentes", concretando a continuación que "todo lo medí con el tiempo presente y con las personas, porque como no es uno ni ellas las mismas, es prudencia escoger el partido que conviene, aunque sea valiéndose de medios opuestos a los que se han aplicado otras veces" (Conferencias, fols. 31, 33).

Ahora bien, al pronunciarse en esos términos, y al así  encumbrar la desinhibida mudanza y acomodación de máximas al momento político como la raíz que imprimía su vigor a una experiencia que luego se había de presentar en la traducción hispana del Testamento con el fulgor de la "sabiduría practicada", podía además suceder que el Richelieu de Arnolfoni fuera tan coherente con la visión política del uno como del otro. Ante todo porque, lejos del papel de mero y simple transcriptor que asumía en unas Conferencias, en su Despertador para los Príncipes de Europa (BNE, Mss. 10788, fols. 191-290) era ya el propio Arnolfini de Illescas quien en primera persona, y al hilo de su referencia a las "edades de los imperios", se ocupaba de convocar el caso de "los que con el tiempo llegaron a envejecerse y arruinarse por no trocar sus antiguas máximas, que no en todo tiempo son buenas", o la suerte idéntica que corrieron aquellos otros que "menospreciaron el mal que les amenazaba de lejos", sin entender "que no es tiempo de aplicar el remedio pasada la ocasión y perdida la coyuntura de hacerlo". Por algo titulado Despertador, su inquietud atendía además al pasado en la búsqueda de un presente con dimensión de futuro. Incorporando en ese sentido un horizonte de emulación, buscaba "representar el estado en que se hallan hoy los príncipes de Europa, para que, viendo cada uno el que tienen los otros, le sirva para lo que más conviene al suyo". Y lo hacía desplegando un mapa referencial en el que Francia emergía como la antítesis de una España errada en su pretensión de "correr del mismo modo y con las mismas máximas en todo tiempo, no siendo todos uno" (Despertador, fols. 192-196, 206).

 

IV

 

Buena parte de las expectativas de Arnolfini de Illescas se descalabraron en 1668, cuando la cuestión portuguesa se resolvió en unos términos radicalmente distintos a los que entendía habían de impulsar la reformación y el fortalecimiento de la reputación de la monarquía. La conciencia de una crisis política que ya impregnaba su razonamiento se acentuó a partir de ese momento hasta el extremo de poder afirmarse, como lo hacía algunos años después el jesuita Juan Cortes Ossorio, que "el haber perdido España la corona de Portugal fue tanto mayor pérdida que la de Troya y Cartago" (CORTES OSSORIO, 1684: 10). La propia hondura de esa huella estuvo sin embargo lejos de tener un efecto disolvente sobre la forma de razonar interesada en la promoción de una mudanza de máximas que formalizaba Arnolfini de Illescas, o sobre la función que Francia había de jugar a la hora de encauzarla y materializarla.

Se sucedieron por el contrario las miradas puntuales en las que el ordenamiento francés se antojaba como modélico, al modo de la que dispensaba Antonio de Somoza para la materia hacendística (SOMOZA, 1680: 241-242). Y a ellas se superpusieron otras mucho más ambiciosas y enjundiosas, como la que alzaba Juan Alfonso Lancina al leer a Tácito bajo el prisma de las urgencias de una "monarquía desencuadernada" y que descubría en Francia el exponente supremo de los estados que debían su fortaleza, no a la "naturaleza", sino a la "destreza en la artes de Estado" (LANCINA, 1687: 20, 56, 84). Realmente, cuando sostenía que "para curar males arraigados o envejecidos no bastan remedios ordinarios", sino que llegada la "coyuntura"  se imponía "mudar el estilo", Lancina no hacía sino retomar el planteamiento de Arnolfini. Pero a su vez, y pese al registro transhistórico que portaba toda conversión de Tácito en depósito de una experiencia política susceptible de ser empleada en diferentes momentos históricos (SOLL, 2005; MARTÍNEZ BERMEJO, 2010), cuando sentenciaban que "España habría de mirar a Francia" en cuestiones como el "imperio del mar" porque "los buenos ejemplos, aún de los émulos, han de recibirse", sus Comentarios tampoco dejaban de anticipar la presentación de Espínola Baeza al Testamento de Richelieu (LANCINA, 1687: 16, 19 y 85).

No es así de extrañar que a la altura de 1694, en los días en los que Espínola Baeza ya tenía preparado el manuscrito de la traducción del Testamento, Gaspar Alonso de Valeria hubiera podido conducir aquel discurso de la mudanza del estilo propio hasta su versión más radical (VICENT LÓPEZ, 1994). Su Representación elevada el 15 de octubre a Carlos II se anclaba sobre un par de premisas particularmente esclarecedoras al respecto: por un lado, la catalogación como "máxima constante de estado", propia y distintiva de los "príncipes sabios", de la conveniencia de "mudar de conducta y estilos cuando los que se llevan no se experimentan útiles, y mucho más si se reconocen perjudiciales"; y por otro, transitando de lo general a lo particular, el apunte de que la "experiencia", la "constitución de las cosas" y el "juicio de las demás naciones", aconsejaban unánimemente la mudanza de los propios de la monarquía, pues por mucho que "los estilos de esta corona" hubieran sido "instituidos por su buen gobierno y administración", resultaba evidente "que muchos se han pervertido tanto en este fin que, sirviendo ya en casi todo a los intereses privados, ceden en manifiesta ruina del común". Dispuesto por tanto a "sentar por máxima necesaria que todos los estilos que no fructifiquen al servicio de V.M. y al bien público se deben quitar, moderar o mejorar", tampoco por lo demás la referencia a los "príncipes sabios" quedaba en este caso coloreada con tonalidades abstractas. Para ponerles rostro bastaba mirar al "Rey de Francia", ejemplar por cuanto "del sumo desconcierto en que halló su corona, la elevó a la armonía y potencia en que después ha estado"[10].

Contextos todos del Testamento, no puede así decirse que el duque del Infantado, y en su nombre Espínola Baeza, actuasen como unos outsaiders al atisbar el servicio que para los resplandores de España podía entrañar el llevar ante Carlos II la memoria política del mismo cardenal Richelieu que unas tres décadas antes aún había de hablar al público hispano desde el espacio imaginario. La propia trascendencia que en la legitimación de su iniciativa adquiría la noción de "sabiduría practicada" entroncaba además con toda una corriente autóctona de revalorización de la practicidad de los saberes, incluido el propiamente político, sobre la que tiempo atrás venía insistiendo la retórica de los "libros vivos" y que acababa de recibir, en la década de los ochenta, y de la mano de Francisco Gutiérrez de los Ríos, su reivindicación más ambiciosa (BOUZA, 2008: 111-130; BLUTRACH; 2014: 117-145). Pero tampoco puede decirse que contaran con excesivos aliados en su empeño. Y no sólo porque pronunciamientos como el de Alonso de Valeria coincidiesen con el preciso momento en el que más arreciaba, también por vía de traducción, la publicación de los textos que acogiéndose a títulos tan elocuentes como el de los Suspiros de la Francia esclava que aspira a liberarse, o El corán de Luis XIV, llanamente convertían al Cristianísimo en el símbolo del despotismo y el ateísmo (BURKE, 2003; 129 y ss.). A ello se sumaba la vigencia que pese a la crisis de la monarquía continuaba mostrando una ya antigua veta de literatura política propia que, carente de porosidad frente a una comprensión de lo político desconectada, incluso relativamente, de concepciones religiosas de fondo, se mostraba igual de refractaria frente a cualquier tentativa de ubicación de aquellos anhelados resplandores de España en un cuadro que trazado con las pinceladas de emulación pudiera transgredir los estrictos límites de la historia monárquica en su búsqueda de referentes de imitación.

Desde luego no era lo mismo leer en la Constancia de Cortes Ossorio "que los imperios caen por sí mismos, y sólo los conserva la mano poderosa de Dios", que asumir el predicado de Lancina cuando escribía que "aquellos imperios que no los constituye la razón, o no se procura la política para mantenerlos, no pueden ser durables" (CORTÉS OSSORIO, 1684: 21; LANCINA, 1687: 16).  Cierto es que el jesuita -para cuya obra y su contextualización resulta obligada la remisión a Fernández Albaladejo (2007: 125-147)- no negaba en nombre de la gracia un cierto espacio para la política. "Hay dos causas en la mudanza de los Imperios", precisaba al respecto, "una primera, oculta e incomprensible, que el vulgo suele llamar fortuna, que es la providencia altísima de Dios", y otra "manifiesta y que depende de la providencia de los hombres". Pero tampoco omitía una disposición jerárquica de las mismas: "aunque no se puede negar que esta conduce mucho, con todo no tiene por sí eficacia, ni sola es suficiente para el efecto del aumento del estado ni de la conservación, sino que siempre queda subordinada a la primera". Desaparecía así todo rastro de la confianza depositada, sin ir más lejos por el propio Lancina, en los "arcanos de la soberanía" y en el vocabulario de los momentos de oportunidad anudado por una "razón de estado" de la que se decía "hace muchas cosas lícitas que en otra ocasión serían reprobables" (LANCINA, Op. cit.: 57 y 82). La clave de la composición asimétrica entre religión y política con la que operaba la Constancia, y que decía lúcidamente fijada por Diego Saavedra y Fajardo en el referencial cuerpo de sus Empresas políticas, pasaba más bien por "desengañar a los príncipes que se aseguran en los consejos de la humana prudencia, y se portan como quien afecta independencia de Dios", sin por ello "emperezarse" ni dejar de "persuadirles" con "útiles documentos para la conservación del estado" (CORTÉS OSSORIO, Op. cit.: 21-22).

Blindar ese principio de comprensión de lo político, reivindicar "la experiencia que enseña que faltando el favor de la causa soberana no hay medios humanos que a un Imperio aseguren de su ruina", no era por lo demás ningún excurso respecto al eje de la Constancia. Consagrada a analizar la atormentada manera en la que los españoles venían procesando su "profunda aflicción" ante la abrupta "disminución del Imperio", al fin y al cabo en su punto de mira crítico se situaba un concreto discurso: el de unas "plumas animosas" que, "tomando por asunto ofrecer medios con que todo se repare", venían optando por entregarse a los "sabios de la Antigüedad" y los "políticos de este siglo". Y el error primario que en la lectura del jesuita cometían aquellas plumas al metabolizar las miserias del presente procedía de obviar que si la Monarquía aún se mantenía en pie, pese a la "eficacia y actividad de muchas causas que naturalmente pudieran destruirla y aniquilarla", era por obra y gracia de una providencia divina cuyo especial amparo obedecía, tanto a la raíz religiosa sobre la que se había fundado su Imperio, como a la inquebrantable "constancia en la fe" luego acreditada por los españoles (Ibidem: Al lector, 4-37, 105 y ss.).

No obstante, al dedicar buena parte de su obra a enhebrar la historia de la monarquía y sus tortuosos avatares recientes como la historia del progresivo abandono y olvido de la virtud de los "primitivos españoles", y del correlativo deslizamiento hacia el abismo de los "vicios" y los "pecados" que anidaban en las entrañas del atribulado presente, Cortés Ossorio tampoco dejaba de instalar su análisis en el terreno de la providencia humana. Es más, sin negar de raíz la nobleza de su empeño, pero sin dejar tampoco de visualizarlo como el exponente de un amor la patria mal entendido, el segundo error trascendental que imputaba a aquel discurso que tanto se venía haciendo notar era el de haber situado la entera consideración de la crisis en el terreno del entendimiento y no en el dominio de la voluntad, es decir, que operando "como si la dolencia fuera de ignorancia", se ocupase de "aplicar el remedio al entendimiento" sin comprender que "el achaque consiste en la voluntad" (Ibidem: 112). De ahí precisamente que la Constancia se cerrase con un capítulo, el decimonoveno del libro tercero, dedicado a "los heroicos ejemplos de religión y valentía con que exhortan a su imitación los ínclitos Reyes de España y que tuvieron el nombre de Fernando".

Al igual por tanto que aquel "miracolo" de su "conservazzione" al que aludía luego Gabriel Leti no encerraba para él ningún secreto, sino que era el fruto de la "confederación entre la corte del cielo y la de España", y del "contrato tácito" por el que "los españoles habían de promover la causa de Dios, y Dios la causa de los españoles", en el discurso de la Constancia tampoco tenía ningún sentido buscar fuera de las paralelos y meridianos culturales propios las armas con las que afrontar y revertir "los menoscabos de la Monarquía, la declinación de su Imperio y los desaires de la Fortuna" (Ibidem:1684: 5,132). En su horizonte no tenía ni entrada ni cabida la "honesta emulación" a la que en 1688 aludía Alonso Manrique al traducir, de la versión italiana de Scipione Alerani, el Espejo de príncipes y cavalleros (Palermo, Thomás Romolo, 1688) de aquel Francois La Mothe La Vayer que tan vinculado había estado a Richelieu y a cuyos designios culturales y políticos tanto había contribuido, bien bajo seudónimo, con un Discours de la contrarieté d´Humeurs qui se trouve entre certaines Natios, et singulièrement entre le françoise et l´espagnole, o bien en nombre propio con los Dialogues faites a l´imitation des anciens  entre los que se incluía uno, De la politique, con su degradación de lo hispano a la condición de la barbarie (BIANCHI, 2007; MANEA, 2009). Por el contrario, si admitía algún motivo para dirigir la mirada a Francia, no era otro que el de esperar la llegada del castigo con el que la providencia divina había de penalizar la entrega total de aquel reino a la suerte de la política auspiciada por Tácito, Maquiavelo, Bodino o Boccalini. Y en ese sentido no es difícil imaginar la satisfacción que al ver a todos ellos en las tablas de la Comedia sin música experimentaría quien nunca dudó de que una de las huellas más profundas de la crisis de la monarquía residía en haber convertido a los héroes nacionales como Bernardo del Carpio en objeto, no de la debida imitación, sino de mero entretenimiento teatral.

 

V

 

Cuestión de teatros, la vía alternativa que frente a todo ello podía representar la traducción del Testament terminaría pronto sucumbiendo ante la decisiva figuración de la resurrección del pasado como exclusiva fórmula de insurrección frente a las miserias del presente a la que en 1700 daba forma Pedro de Portocarrero con su monumental Teatro monárquico de España.

Su postergación no implicó sin embargo ninguna abstracción frente a los imperativos de la gubernamentalidad sobre los que se colocaba el acento con la llamada en causa de una sabiduría practicada. Alzado sobre un libreto que se decía de "alta política cristiana", el propio Teatro de Portcarrero promovía una "política civil" en la que los "medios humanos políticos" a los que encomendarse en la "conservación del imperio" adquirían un protagonismo que podía guardar más relación con la fórmula de imbricación entre la providencia divina y la humana modelada por Richelieu que a la esgrimida por Cortés Ossorio (PORTOCARRERO, 1700: 133-135). Impecable desde el punto de vista del empleo de los conceptos religiosos materializados por la teología católica, la publicación del Testamento nunca además había aspirado a promover una revisión del orden interno de la Monarquía y su específico engranaje entre catolicidad y política. Cuestión también de sabiduría, uno de los valedores del texto de Espínola Baeza, José López de Echaburu y Alcaraz, ensalzaba la practicada por Richelieu cuando precisamente acababa de componer y publicar unos Consejos de la sabiduría, o compendio de las máximas de Salomón (Madrid, Antonio Román, 1691) que no anunciaban, desde luego, ningún indicio de abdicación de concepciones morales profundas. Ahora bien, lo que obviamente tampoco había en la publicación del Testamento, y en su promoción como posible referente de emulación, era ninguna aspiración de explorar la historia de la Monarquía y su genuina textura identitaria, ni de vincular dicha exploración con el análisis de su atormentado presente y con la identificación de los yacimientos de sabiduría política propia que colocados a la altura de los tiempos habían de allanar el porvenir. Y esa era justamente la causa por la que el Teatro entraba en escena, como reivindicación así vigorosa de la capacidad y suficiencia de los recursos culturales hispanos para guiar la superación del laberinto de la crisis, y a su vez, como antídoto frente al desgaste de esa fibra identitaria que necesariamente comportaba la sombra de su insolvencia implícita en los cantos de sirena entonados con la partitura de la emulación.  

El cierre no fue pese a todo definitivo. La emulación que no encontraba espacio a finales del Seiscientos comenzaría a encontrarlo desde algo antes del meridiano del Setecientos, tal y como apunta Fidel Tavarez en este mismo dossier. Con la particularidad de que entonces el cauce de la traducción algunos tratados de economía política por el que se fue abriendo paso requirió de una labor de corrección cultural, de reciclaje para un medio católico, que no se había sentido la necesidad de acometer con una de las piezas más emblemáticas de la literatura de la razón de estado como era el Testament politique (REINERT, 2011; PORTILLO VALDÉS, 2000: 58-82; PAQUETTE, 2008: 31 y ss., y 2013). En ese otro tiempo, por ejemplo el de Pedro Rodríguez de Campomanes, ya nadie se acordaba del Richeliu de Echaburu Baeza. No parecía sin embargo que pudiera prescindirse de ciertos textos cuyo planteamiento no se encontraba en fuentes y tradiciones propias, como era el caso de aquel Charles Davenant que, justamente en el momento de la traducción inglesa del Testament politique, había descubierto en Richelieu, leyéndolo bajo unas inquietudes absolutamente diferentes a la intención de los artesanos de la versión castellana, una fuente de inspiración esencial para su fragua de una renovada narrativa imperial de signo comercial (ITO, 2011).

 

 

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[1] Proyecto de Investigación MICIN: HAR2012-37560-C02-01.

[2] Andrés Dávila y Heredia, Comedia sin música, Valencia, Benito Macé, 1676.

[3] Francisco de Aguado, Exhortaciones varias doctrinales,  Madrid, Francisco Martínez, 1641, p. 601.

[4] Testamento político del Cardenal duque de Richelieu, primer ministro de Francia en el reynado de Luis XII. Primera y segunda parte traducidas de la quarta impresión, revista, corregida, aumentada con Observaciones Históricas que salió en lengua francesa en Amsterdam el año de 1691, que pone a los pies del Rey Nuestro Señor D. Carlos II, por manos del excelentísimo Duque del Infantado, D. Juan Espínola Baeza Echaburu, aviéndolas ilustrado con diversas reflexiones curiosas. Obra muy útil para los Reyes, para los Consejeros de Estado y para todo género de personas, Madrid, Juan Infanzón, 1696.

[5] Cfr., Testament politique d’Armand du Plessis, cardinal-duc de Richelieu, Amsterdam, Henri Desbordes, 1688 y The compleat statesman, or the political will and testament of that great minister of state Cardinal Duke de Richelieu, from whence Lewis the XIV has taken his measures and maxims of government, Londres, R.Bentley, J. Philips & J. Taylor, 1695.

[6] Biblioteca Nacional de España (BNE), Manuscritos (Mss.), nº 6019.

[7] Junto a la muy informada introducción de Louis-Martial Avenel a su edición de las Lettres, instructions diplomatiques et papiers d´état du Cardinal de Richelieu, París, 1855, cfr., la indispensable introducción de Louis André a su edición del Testament politique (París, Laffont, 1947),

[8] Cfr., Testament politique de Messire Jean Baptiste Colbert, ministre & secretaire d'Etat où l'on voit tout ce qui s'est passé sous le régne de Louis le Grand jusqu'en l'année 1684 : avec des remarques sur le gouvernement du royaume, La Haya, Henry Van Bulderen, 1693; Testament politique du Marquis de Louvois premier ministre d'etat sous le regne de Louis XIV Roy de France ou l'on voit ce qui s'est passe' de plus remarquable en France jusqu'a sa mort, Colonia, Chez Le Politique, 1695; y L´Alcoran de Louis XIV ou le Testament politique du Cardinal Jules Mazarin. Dialogue sur les affaires du temps entre le Pape Innocent IX & le Cardinal Jules Mazarin, Roma, Anthonio Maurino Stampatore, 1695. Sobre la atribución de los mismos a Courtilz de Sandras, y para la pretensión que le movía en su composición, cfr., Démoris, 2002: 203-204.

[9] Mateo Ibáñez de la Riva, Quinto Curcio Rufo, de la vida y acciones de Alexandro el Grande, Madrid, Imprenta de los Herederos de Antonio Román, 1699, Introducción. Para el expreso reconocimiento de la dimensión cultural que subyace en la obra, en cuanto reivindicación de las posibilidades de verter al castellano los clásicos con idéntica solvencia que la demostrada por los autores franceses, cfr., Pellicer, 1778: 139-140.

[10] Gaspar Alonso de Valeria, Representación hecha a la Magestad del Rey Don Carlos Segundo por el Obispo de Lérida, en el año de 1694, sobre los males de este Reyno. BNM. Mss. 10691.

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