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Cuadernos Medievales - Año de inicio: 2015 - Periodicidad: 2 por año
http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/cm - ISSN 2451-6821 (en línea)

LA IMAGEN FUNERARIA COMO ADALID DEL PODER Y LA MEMORIA. EL CONJUNTO DE LA FAMILIA SANTISTEBAN EN LA IGLESIA DE SAN MARTÍN EN SALAMANCA

Funerary imagery as a magnificent display of power and memory. The Santisteban family at the San Martín’s church in Salamanca

Javier Herrera Vicente

Universidad de Salamanca

jherrera@usal.es

Fecha de recepción: 29/09/2022

Fecha de aprobación: 23/11/2022

Resumen

Los sepulcros de la familia Santisteban en la iglesia de San Martín en Salamanca son uno de los numerosos y notables ejemplos de escultura funeraria en el ocaso de la Edad Medieval. Su estudio, que ha sido planteado de una manera más general que exhaustiva, contaba con múltiples lagunas interpretativas que han impedido trascender de lo iconográfico. Por ello, haciendo de la imagen un objeto en su totalidad, se transita desde distintas perspectivas metodológicas para completar las descripciones iconográficas, los modos de visualización, el posible ritual funerario y el poder aún latente de las imágenes. Todo ello con el fin de otorgar al lector una visión más ajustada a la realidad. El cambio de enfoque muestra la importancia del conjunto funerario como foco esencial para la trasmisión de la memoria, el poder y el ideal de muerte en la ciudad a orillas de Tormes.

Palabras clave

Memoria - San Martín – Salamanca – Santisteban - Sepulcro

Abstract

The tombs of the Santisteban family in the church of San Martin in Salamanca are one of the numerous and notable examples of funerary sculpture in the twilight of the Medieval Age. Its study, which has been more general than exhaustive, included many interpretative gaps that have not allowed it go beyond the iconographic dimension. Taking the image as an object in its entirety, this work analyses it through the lenses of different methodological perspectives in order to complete the iconographic descriptions, the modes of visualization, the possible funerary ritual, and the still latent power of the imagery. Thus will, in turn, give the reader a more realistic perspective of the Santisteban family funerary imagery. This change in perspective shows the importance of the funerary ensemble as an essential element for the transmission of memory, power, and the ideal of death in the city on the banks of the Tormes river.

Keywords

Memory - San Martín – Salamanca – Santisteban - Sepulcher

Memoria, ciudadela del recuerdo, lugar en el que toda persona cristiana medieval intentaba ingresar para escapar de ese terrorífico miedo al averno. Este terror a lo desconocido, esa sensación de miedo que se aviva en el ser humano ante lo incierto, era en el tiempo medieval incluso más fuerte que la esperanza de alcanzar el paraíso eterno.[1]

Hacer palpable, visible, esa memoria a través de la escultura funeraria era y es, un método eficaz para persistir en el ideario colectivo, un procedimiento para disuadir ese miedo. Preservar esta memoria a través de las obras de arte no entraña consigo solo el deseo de recuerdo conmemorativo, sino que esta pervivencia garantiza la idea de la salvación. Por ello, pienso firmemente que tanto la escultura funeraria como la heráldica referente a la familia Santisteban[2] en la iglesia de San Martín en Salamanca, evidencian ser los verdaderos adalides de la memoria, verdaderas petrificaciones de las remembranzas efímeras.

La historiografía ha considerado a la iglesia de San Martín en Salamanca[3] como el templo más importante tras la Catedral Vieja. Fue fundada por Martín Fernández, el caudillo de los pobladores toresanos en el año 1130, y su construcción se fecha en la década de 1160.[4] Se ha de tener en cuenta que estudiar cualquier artefacto artístico sito en esta parroquia obliga a considerar ciertas “desfiguraciones” provocadas por el tránsito temporal. Se han ido suprimiendo a la par que agregando distintos elementos a su estructura por lo que dicha iglesia se configura como otro de los ejemplos de metamorfosis arquitectónica dentro de la ciudad. Fue Gómez Moreno quien expuso que tras su construcción el peso de las bóvedas hizo una presión desmedida contra los muros, por lo que estuvo a punto de derrumbarla por completo y necesitó de una serie de obras de consolidación y reforma. Seguido a ello se hundió parte del abovedamiento en el siglo xviii lo que llevó a una reforma que renovó toda la iglesia con “destrozos bien lamentables de lo antiguo”. Además, el incendio de 1854 consumió el retablo que dio una nueva ocasión para la siguiente restauración.[5] La situación de las obras artísticas en la topografía de una arquitectura es esencial si lo que se pretende es la búsqueda de una significación veraz, por consiguiente, esta metamórfica coyuntura no debe perderse de vista a la hora de investigar los sepulcros de la familia Santisteban.

Los arcosolios dedicados a este linaje de origen navarro se encuentran situados en ambos ábsides laterales de la cabecera de la iglesia de San Martín en Salamanca. La capilla, ubicada en la zona del evangelio, advocada a san Blas (Fig. 1) alberga en el muro perimetral occidental dos de los tres sepulcros a investigar.

Fig. 1. Capilla de San Blas. © Javier Herrera Vicente

El más cercano al altar, y a la vez de menor dimensión, es el arcosolio de Diego de Santisteban (†1488)[6], y anejo a este, se encuentra el de su hijo Roberto de Santisteban junto con su mujer Ysabel Nieto (fechado a principios del siglo xvi). Por otra parte, del finado restante, Andrés de Santisteban (†1589), hijo de Bricio de Santisteban y Luisa Maldonado, quien fue enterrado con su mujer Ana de Tejeda y Guevara, solo pervive su bulto yacente. Un incendio datado la noche de 2 de abril de 1854 hizo que se trasladara la escultura de este último desde la capilla de san Blas a la capilla del primer tramo de la epístola (Fig. 2). El bulto funerario conservado se colocó sustituyendo al del finado Pedro Bernardo del Carpio (†1135), hijo de Juan Bernardo del Carpio. La epigrafía tallada en el intradós del arco sepulcral (Fig. 3) que alberga la escultura de este último occiso de la familia Santisteban describe este hecho: HIC IACET PETRUS BERNARDI DEL CARPIO, FILIUS IONAIS BERNARDI DEL CARPIO, QUE IBIT XXV DIES IUNIY ANO DOMINI MIL 1 XXXV CUYUS A REQUIESCAT IN PACE.

Fig. 2. Capilla del lado de la epístola con el sepulcro de Andrés de Santisteban. Fig. 3. Epigrafía en el intradós del arco sepulcral. © Javier Herrera Vicente

Siguiendo los juicios de Villar y Macías esta capilla de san Blas, en la que se encontrarían los tres difuntos, sería la segunda estancia de la familia dentro del entramado parroquial, puesto que, anteriormente, tuvieron su capilla a la puerta llamada de los Ganapanes o de los Pobres,[7] pero una vez destapiada en el siglo xiv se trasladaron a la de san Blas”[8]. A partir de este momento la familia de los Santisteban se trasladaría, y con toda seguridad, a partir de 1488 se establecerían los primeros bultos funerarios del linaje. El estudio del epitafio que se encuentra situado en el testero de la ya citada capilla de san Blas encima del altar (Fig. 4) atestigua esta datación. “ESTA CAPILLA DE SENNOR SAN BRAS FUE DOTADA POR ALONSO PEREZ Y GILOTA GONZALEZ, SU MUJER, EN LA ERA DE 1407. (1369). ANNOS REPARADA É REEDIFICADA POR DIEGO DE SANTISTÉBAN, SU NIETO, FIJO DE VELASCO PÉREZ, DIFUNTO QUE DIOS AYA[9]. No solo se explicita la dotación de la capilla por don Alonso Pérez y Gilota González en el siglo xiv, sino que se puede verificar la reparación posterior por parte de su nieto Diego de Santisteban.

Fig. 4. Epitafío en el testero de la capilla de san Blas. © Javier Herrera Vicente

La oligarquía salmantina estaba agrupada en dos bandos contrarios desde finales del siglo xiv: el bando de santo Benito, y el bando de san Martín. El conflicto entre ambos repercutió en este espacio ya que los primeros habrían abierto una puerta y tirado la pared en 1486 para penetrar en dicha capilla de san Blas tras estar encastillada y servir de defensa al bando de san Martín. Tiempo después, la pared seguía en ese estado ruinoso por el derribo del “cerramiento”, siendo este el condicionante principal para que Diego de Santisteban decidiera repararla. Posteriormente, fue conferida bajo proceso judicial e intervención de los Reyes Católicos.[10]

Consecuentemente, la brecha temporal es el verdadero escollo al que se enfrenta el investigador, por ello, nuestra mirada se ha cargado de falsa religiosidad o incluso de nostalgia ante lo antiguo.[11] Y es cierto, las imágenes perviven en el tiempo, siguen agarradas desde su origen a la actualidad haciendo que todas las obras no dejen de ser contemporáneas, aunque su aura misteriosa, “esa manifestación irrepetible de una lejanía por cercana que pueda estar”[12], se ha perdido en categoría de percepción espacio-temporal y, tanto el significado como la ubicación ha sido modificada. Dentro de esta caída de la significación prístina entronca el contemplador que trata de comprender y de reducir esa distancia con lo medieval. Para ello, se deben seguir esos rastros que aún proyectan las imágenes, las que considero fuentes principales de esta disciplina. Así, la pervivencia de la memoria que se vislumbra a través de las imágenes se convierte en el principal haz de luz que se ha de perseguir con el fin de comprender ese pasado rodeado de religiosidad y preocupación escatológica, como de pervivencia conmemorativa.

Escatología y perduración conmemorativa son las dos maneras de asegurar la memoria del muerto; ambas, complementarias ya que en estos momentos no existía una separación entre la realidad y el más allá, pues como ya expusiera Bialostocki, el recuerdo de la posición del caballero en el ámbito terrenal se conjugaba con la visión de la vida eterna.[13] Sin embargo, sospecho que no se debe descartar la acentuación de una sobre otra, es decir, que se priorice en mayor medida la misericordia en pos del reconocimiento social, o viceversa, o incluso que ambas se quieran ver reflejadas de igual manera.

Un vistazo a la bóveda absidial de la capilla de san Blas descubre la que pienso es la imagen vertebradora de todo este espacio (Fig. 5). El emblema de la familia Santisteban, que se compone por un león rampante enmarcado con una orla en la que se figuran veneras y que, a su vez, se encuentra rodeado por una ornamentación vegetal distribuida de forma radial, corona en forma de clave central dicha localización. El contemplador no solo se siente atraído por la forma y dimensión, sino que la propia imagen está evocando el prestigio y ostentación del linaje en un espacio privado, por un lado y, por otro, en un entorno sagrado que tiene la clara intención de la salvación familiar. Tanto el tamaño, diametralmente más grande que el resto de la heráldica en el interior de la capilla, como la ubicación en esa zona superior, viene a reforzar ambos mensajes. La imagen mostrada no pertenece a una fisionomía en concreto como posteriormente se analizará en el caso de la escultura funeraria, sino que proyecta un rostro de carácter dinástico/colectivo/genealógico ya que los blasones se fueron heredando sin cambios en el ámbito formal, mientras que los rostros pétreos de las esculturas yacentes están ligados con la celebridad que viene a presentar y representar el individualismo. Como ya reseñara Hans Belting, la heráldica es una enseña física que en su abstracción caracterizaba a un cuerpo estamental.[14]

Fig. 5. Heráldica que corona la capilla de san Blas. © Javier Herrera Vicente

Esta imagen heráldica del linaje de los Santisteban se replica formalmente en el testero del ábside (Fig. 4). El león rampante en orla de veneras flanquea en la parte izquierda del epitafio antes señalado, mientras que en la parte opuesta se encuentra un escudo cuartelado con los cuarteles 1 y 4 con hebillas; y los cuarteles 2 y 3 con cabezas de león. Hasta el momento, esta heráldica no había sido identificada por la historiografía y probablemente, su causa fuese la confusión de las hebillas con coronas. Tras la investigación del Triunfo Raimundino o Linajes de Salamanca en verso se puede llegar a interpretar que esta heráldica haría referencia a la ganada por Diego de Santisteban en Francia,[15] cuestión para nada baladí si se es consciente de que este fue el reedificador de dicho espacio funerario.

PÉREZ DE SANTISTEBAN

Santisteban tormesino                        Las hebillas de Borni

Con venerable león,                         con las cabezas leones,

de zamorana nación                         de sus franceses blasones

y es de Galicia su sino,                         ganadas según sentí,

Verasco Pérez más dino                         que en desafío, leí,

fizo á Diego vinculado,                         faltándole ya la espada,

de Gilota fue heredado,                         con la cinta tachonada

en el pueblo raimundino.                         tuvo gran victoria allí.[16]

Así, téngase en consideración que emplazar los blasones en el testero de la capilla, un lugar prioritario en la visión del que contempla la estancia, viene a evocar una función de prestigio familiar colectivo. No obstante, el que la heráldica haga referencia al reedificador de la capilla Diego de Santisteban y el que estén ubicados anexos a la epigrafía donde se explicita los esfuerzos de este por reedificar este espacio, hace que la anterior función se cargue con una tonalidad individual. Dos funciones que evidentemente no se repelen, sino que se complementan.

La disposición de estos blasones en el interior de la capilla de san Blas se reproduce con una mayor dimensión en el exterior del ábside de la capilla del evangelio de este espacio parroquial (Figs. 6, 7), creando una verdadera intervisualidad en la que se relacionan tanto las formas como los significados entre el interior y el exterior. En la actualidad, los edificios que se encuentran adosados a la parroquia impiden la visualización de dicha heráldica. Esta visualización se vería ya afectada a principios del siglo xvi. Tal como señala Rupérez Almajano y Gragera Rodríguez “la isla de San Martín” es decir, el espacio donde de forma paulatina se irían acomodando una tras otras las casas a la parroquia, comenzaría, en esencia, en 1531 tras la firma de una concordia entre el citado templo y el Concejo de la ciudad. En esta, se repartirían los beneficios de aquellas infraestructuras que se edificaran anexas al muro perimetral de la iglesia. Este es el embrión de la obstrucción de la vista completa y total de la monumental parroquia de San Martín. Y es cierto, es una adversidad para el investigador actual, pero se debe saber que al fin y al cabo fue un verdadero beneficio económico para ambas partes, y de la misma manera, como ya apuntan las investigadoras: “la construcción de casas evitaba daños y delitos que se hacían en los alrededores de dicha iglesia”[17]. Esta práctica de adosamiento de casas fue habitual y, por ende, aumentó estas islas de casas-tienda que rodeaban el complejo. El espacio se fue regularizando hasta crear el armazón adecuado para recibir, en época barroca, la hoy denominada Plaza Mayor de Salamanca.[18]

En otro intento por reconstruir la visión medieval, se debe recomponer la imagen de la parroquia sin el adosamiento de los actuales edificios a su muro norte, con el fin de poder recrear la contemplación originaria de los blasones situados en el exterior de la nave del evangelio. Acertadamente, el profesor Serafín Moralejo exponía que la heráldica no escapaba a las leyes que rigen cualquier otro sistema de comunicación y que era un elemento parlante lleno de simbolismo,[19] por lo que, en este caso concreto, se correspondería con una iconografía sublimada de la oligarquía caballeresca. La función principal que tendrían estos blasones correspondería con la proyección del poder genealógico de la familia Santisteban hacia uno de los espacios más concurridos en la ciudad. Sería pues, una iconografía que se carga con un mensaje público, colectivo, con pretensión de ostentación y rango. Es una herramienta que identifica a la familia y que formula una intervisualización hábilmente localizada en esta parte topográfica.

Fig. 6. Heráldica del exterior del ábside. Fig. 7. Heráldica del exterior del ábside. © Javier Herrera Vicente

Entiéndase esta función dentro de la atmósfera de los enfrentamientos entre los bandos nobiliarios salmantinos, pues actualmente, cualquier contemplador se encuentra imbuido en una vorágine de comunicación y sobreestimulación a través de la reproducción masiva de imágenes que llevan a la falta de punctum o a la pérdida total de la carga semiótica.[20] La visión tiende a pensarse de una manera más pasiva que activa al atropellarse las imágenes una tras otras en la retina. En cambio, la visión en la Edad Medieval tenía un poder que se consideraba activo, como un órgano que permitía ver tanto lo corpóreo, lo espiritual y lo extraordinario. La experiencia visual según Michelle Camille, no solo transformó la vida religiosa, sino que afectó directamente a la propaganda pública y privada de la nobleza quien, en sus deseos de extender su autoridad, empleó el sistema visual de la heráldica para hacerse valer con respecto al resto de la sociedad.[21] Por ello, los sentidos como la vista eran un trampolín no solo hacia el reino de lo espiritual, sino también hacia el de la apariencia y el poder. Se entiende de esta reflexión que la obra de arte como acertadamente diría Arnheim, constituye un juego mutuo entre visión y pensamiento, donde el percepto y el concepto se animan y esclarecen entre sí, siendo los dos una revelación de una única experiencia.[22]

Como se ha venido rastreando hasta el momento, la función que tienen cada uno de los escudos depende de su ubicación, ya bien sea en el interior de la capilla, en el exterior del ábside o en el lecho sepulcral, como se verá a continuación. Lo que da como resultado una serie de variaciones simbólicas que deben ser estudiadas en profundidad.

El mismo concepto del cuerpo, aunque actuando de una manera diferente a la heráldica, se encuentra en las figuras yacentes que reproducen una duplicación física del muerto. El primer caso es el del reedificador de la capilla, Diego de Santisteban (Fig. 8) —señor de Torrebermudo o Bermuy— perteneciente a la oligarquía de segundo rango salmantina. Permanece ataviado con la indumentaria militar donde pervive el honor además del ideal cristiano determinando su representación como “miles Cristhi”[23]. La espada sujeta con ambas manos viene a completar esta representación caballeresca.

Fig. 8. Sepulcro de Diego de Santisteban. © Javier Herrera Vicente

En estos arcosolios funerarios no solo convive esa óptica conmemorativa pues a esta se le sumaría la preocupación escatológica tras la muerte. Dos perspectivas: celestial y terrenal, que conviven y se proyectan a través de los estilemas.[24] Como antes se ha señalado, a pesar de su estrecha convivencia, la tendencia escatológica podría tomar un protagonismo principal en detrimento de la conmemorativa y viceversa, dependiendo siempre del objeto a investigar.[25]

La ejecución del cuerpo se presenta y representa de la misma manera en que fue depositado en el lecho, lo que hace que se valore la relación y traspolación entre la carne y la piedra, una simbiosis que perpetúa en mayor medida la pervivencia de la memoria. Sugería Philippe Ariès, con respecto a lo que denomina esculturas yacente-reposante, que bien podrían estar expuestas a imitación del cuerpo fallecido, pero que este hecho no les otorgaba un cariz fielmente ligado a la muerte ya que, en ocasiones, tenían los pliegues de sus vestidos tal como caen, como si estuviesen de pie y no tumbados y, a su vez, tenían los ojos muy abiertos. Definía a tales yacentes como bienaventurados, cuerpos que muestran ápices de eterna juventud, cuestión que ya denominara Emile Mâle: “miembros terrestres de la ciudad de Dios”[26]. Quizás este argumento nos ofrezca una adecuada vía para emprender una respuesta acertada con respecto a la ejecución del primado de los Santisteban. Acertadamente, señalaban Panofsky y Saxl que para la mente medieval la representación de la belleza o la fealdad, el amor o el dolor entre otros sentimientos, estaba envuelto por ciertas concepciones trascendentales que tenían connotaciones moralistas o teológicas.[27] Por ello, el rostro congelado en una juventud eterna, intemporal, del finado Santisteban, con los ojos completamente abiertos que descargan esa noción de mortalidad absoluta, sugiere un estado de reposo que trasciende la forma y que se connota de teología, relacionándose con un síntoma de espera ante la resurrección, una fe en el futuro que coaliga con los preceptos de Emile Mâle.

La forma en la que se efigia la faz entra en discordia con la indumentaria y el aliño de su pelo, caracteres que sujetan al finado a la pauta de su tiempo. El bonete bajo y la melena corta con flequillo es un estilismo que encaja a la perfección con la cronología en la que transcurre su vida. Una forma de vestir que según Carmen Bernis había dejado de copiar los modelos de los Duques de Borgoña y comenzado una indefinición indumentaria que desembocará de forma definitiva en la moda italiana.[28] Lucía Lahoz, tomando los escritos de Roland Recht, exponía que el ropaje y las insignias imprimían en la obra el principio de realidad, otorgando lo que los rasgos físicos no reproducen: una identidad propia.[29] Así pues, el rostro se liga al arquetipo de la eterna juventud y la combinación entre el atuendo y el peinado presenta la identificación terrenal haciendo que exista una tensión que hermana el concepto del memorial escatológico con el profano.

Este último no sólo se acentúa en la anterior caracterización, pues el lebrel que place recostado a los pies del finado es otra muestra de la pervivencia terrenal. La mayoría de historiadores recaen en la simple alusión iconográfica sin trascender simbólicamente. El profesor Martínez Frías, con cierta indefinición, lo define como el consabido perro, símbolo de fidelidad. Se ha de exponer que este elemento probablemente obedezca a razones artísticas provenientes de modelos franceses que se adoptan en territorio castellano y que encajan dentro de esa tradición hispana de noble cazador,[30] siendo pues, un atributo de la vigilancia y paciencia. Sin embargo, la acepción simbólica más aceptada y por tanto, la más genérica y que acaba estereotipándose, es la de fidelidad y colaboración con el hombre, que aparecen expresados en la Edad Media cristiana en los sepulcros a los pies de las figuras yacentes.[31] Era habitual desde el siglo xiii —como con tino señalara Azcárate— el situar perros a los pies del yacente para acentuar la confianza en Dios.[32]

Actuando de distinta manera, aunque manteniendo presente esa supervivencia de lo conmemorativo, no debe pasar desapercibida la epigrafía referente a la identidad de dicho yacente. Tallada en el borde de la cama, entre el bulto funerario y el frontal del sepulcro, la inscripción reza de esta manera: AQUÍ YACE EL HONRADO CAVALLERO DIEGO DE SANTISTEBAN, QUE DIOS AYA; PASO DESTA PRESENTE VIDA ANNO MCCCCLXXXVIII.

Al margen del significado textual de la epigrafía, que identifica al yacente y el año de su muerte, esta posee una función figurativa, pues como advierte Lucía Lahoz, “la inscripción monumental expuesta se coloca en principio en el dominio de lo visual y lo sensible. Busca antes dar a ver que dar a leer”[33], por lo que bien pudiera definirse como una imagen antes que una inscripción. Conformada la epigrafía como una imagen de prestigio, el conjunto que lo rodea obtiene un poder añadido y si a esto le sumamos, en un segundo nivel de contemplación, la lectura de la misma en el caso del contemplador letrado, se refuerza especialmente el prestigio social del caballero, la toma de conciencia de su valía y, por ende, su individualidad. Recuérdese que las cualidades propias de las inscripciones están en la articulación de lo visual (augurar una presencia gráfica) y la textual (transmitir un contenido)[34]. El trazo efigiado en la piedra evita el olvido, coadyuvado por el bulto yacente y las armas que porta. Al fin y al cabo, debe recordarse que la función privativa de la epigrafía era, sin duda alguna, la búsqueda de notoriedad, conseguir que el mensaje llegara a un público lo más amplio posible y realizarlo de un modo perdurable.[35] El cuerpo del hombre desaparece pero el nombre permanece.

La urna sepulcral que sirve de sustento para el finado se singulariza con la representación del escudo de armas sostenido por dos ángeles tenantes, vestidos con indumentaria litúrgica acorde a los ritos y costumbres, evocando no solo al mundo soteriológico, sino que, al mismo tiempo, están siendo partícipes en el propio ritual funerario.

El blasón que sostienen se divide en dos bandas, la izquierda contiene el león rampante rodeado de veneras que alude al linaje del finado, y el contiguo, corona gótica y bajo esta cinco águilas con orla rematada en flores de lis, se dedica a las armas de su mujer.[36] Más allá de la propia iconografía, se debe hacer hincapié en su situación en el frontal del lecho sepulcral que sostiene el cuerpo del yacente, que lo representa de forma humana petrificada. A través de esta manera de efigiar la heráldica, sospecho que se contribuye a la cristalización de un área que, sin lugar a dudas, irradia por una parte, un deseo de manifestación del lustre familiar puesto que estos escudos de armas se conforman como los portadores de una genealogía familiar que definen un cuerpo con rango,[37] y asimismo, se le unen unos deseos de pervivencia de sus propias individualidades, una querencia de perdurabilidad, de su consustancial identidad, proyectado de forma fehaciente en sus propios blasones tallados en las cajas sepulcrales.

Resulta innegable que las circunstancias referentes a la localización determinan la función de las imágenes, pero no solo sobre estas oscila la significación pues el ritual funerario es determinante en su conocimiento. Ni que decir tiene que se moría en compañía, con el fin de hacer más llevadera dicha agonía, y posteriormente, se trasladaba al familiar a su última morada acompañado de un cortejo fúnebre. Del mismo modo, no cabe duda de que el ritual funerario refleja el estatus social, hecho que resulta evidente si se tiene en cuenta las Constituciones sinodales y los tratadistas que exponían el débito por mantener estas diferencias sociales a la hora de mantener un ornato, una apariencia y un ritual adecuado, conforme al ámbito de la muerte.[38] En Salamanca, es palmaria toda esa codificación del ritual, aunque es cierto que la especificidad queda opacada ya que al ser un hecho cotidiano no era digno de ser reseñado, aun así, se es consciente de la presteza con la cual se solventan los testamentos, y a su vez, se conoce detalladamente ciertas reglamentaciones y prohibiciones referentes al luto, al tañer de las campanas, el uso excesivo de cera, al lamento de las mujeres, las ofrendas, la compañía de los pobres, el tiempo de los difuntos en la sepultura y las honras fúnebres al cabo del año. Un registro de variantes que comprenden de manera general el ritual funerario.[39].

En relación con un citado ritual en Castilla, Rocío Sánchez Ameijeiras exponía que los blasones adornaban las capillas funerarias y que pudiera ser que estas prácticas hubiesen inspirado a los escultores a colocar el escudo de manera ornamental.[40] Del mismo modo y correlativo a estos argumentos, Sonia Caballero exponía que algunos escudos se colgaban, otros se apoyaban en la sepultura y otros aparecían en los tejidos diseñados para cubrir los féretros.[41]

En el caso que se presenta, me pregunto si estos escudos tallados pueden hacer referencia a aquellos que permanecían colocados por unos días tras la muerte del finado en las cercanías del sepulcro. De esta manera, se convertiría en un expositor público de la gloria y el linaje junto con el uso efímero que se petrificaría en el frontal del lecho y se sumaría a la función de pervivencia de la memoria que, sin lugar a dudas, se promovía no solo en este uso pasajero, sino con la plasmación pétrea de dicho ceremonial.

Engalanando el espacio restante del frontal de la urna se tallan motivos vegetales que se repiten por la rosca del arco carpanel que enmarca dicho arcosolio. La historiografía señalaba las filiaciones o influjos procedentes de Toledo dentro de ese marco más formal. En esta esfera de lo estilístico, Manuel Gómez Moreno[42] fue el primero en exponer que los débitos formales provenían de la escuela flamenco-toledana y en concreto, señalaba la relación entre el finado Diego de Santisteban con el sepulcro del difunto Álvaro de Luna. Conjeturo que esta relación formal, a la que se refiere de manera general, tiene que ver con la tracería flamenca que se desarrolla en los arcos y los ornamentos vegetales de las arquivoltas, formas que se habían introducido en la escuela toledana alrededor de 1440,[43] especialmente en la Capilla de Santiago, lugar de enterramiento de don Álvaro de Luna. Este último bulto lo pone en relación con el primado de los Santisteban, y pienso que la configuración de ambos no tiene una relación tan estrecha como señala, pero eso sí, las formas en las que se ejecuta, tanto el ornamento como los ángeles tenantes que portan el escudo del linaje, son realmente muy parecidas, pudiendo ser este un modelo de reproducción[44] que fraguaría en la capital salmantina.

Trascendiendo de los debates estilísticos, virando hacia el simbolismo e hilándolo con la pervivencia del memorial, se debe aludir, primeramente, a las hojas de vid que parecen ascender por la arquivolta exterior, así como a los racimos que enmarcan a los ángeles tenantes del frontal del sepulcro. Dentro de la simbología cristiana, se considera la vid como un signo predilecto para hacer referencia a la eucaristía al evocar la salvación, la vida más allá, en el reino de los cielos. Por consiguiente, estos motivos están relacionados con la resurrección y de ahí su localización dentro de este ámbito funerario.

Investigados pues, estos preclaros ejemplos de ese latente estilo flamenco toledano que se encuentran en el frontal del sepulcro y que crecen por el arco, se debe apuntar al remate heráldico, en el que culmina dicho ornamento vegetal de ese arco carpanel, que cobija el bulto del finado. Un blasón que no porta ni muebles ni piezas que indiquen su filiación a un determinado linaje, pero precisamente intuyo que la función se relaciona con esa reiteración del imaginario, pues se dispone el mismo registro modal que en el frontal del sepulcro, afianzando esa significación.

Completa el registro iconográfico referido al ámbito profano del caballero, el zócalo que soporta la caja sepulcral donde se han tallado cuatro leones.[45] La simbología de los mismos ya ha sido explicada por Martínez Frías quien, aludiendo a las tesis de Gómez Moreno, los identifica como símbolos del adversario vencido.[46] Del mismo modo cita a Emile Mâle quien ya comentara que el león era un símbolo de coraje viril, de fuerza, de valentía por excelencia, que le hace no temer a nada.[47] Una iconografía directamente relacionada con la supervivencia del valor del caballero y que, sin duda alguna, salpica una gran cantidad de sepulcros en la ciudad, débito de un arquetipo muy reconocible en la escultura funeraria.

Anejo al ya descrito sepulcro del padre, se encuentra el referente a Roberto de Santisteban (Fig. 9) del que, a través de un pleito, se conoce que fue encausado en el momento de las alteraciones de las Comunidades de Castilla (1520-1522) y fue condenado a pagar ciertas indemnizaciones. A pesar de ello, Roberto no es condenado alegando y justificando: “[…] en el tiempo de las alteraciones pasadas el dicho Ruberte [Roberto] de Santistevan mi parte, no regio ni goberno en la dicha ciudad de Salamanca […] ni podia mandar ni mando en cosa alguna en lo que en aquel tiempo mandaba la dicha comunidad”. Además, añade posteriormente que: “aquel mysmo día e mes e año estaba y estuvo todo el dia en Villar del buey lugar tierra de Sayago que desta onze o doze leguas de la de esta ciudad de Salamanca”[48]. Según Villar y Macías murió tras estos sucesos de edad avanzada puesto que en 1491 tenía la tutoría de unos sobrinos.[49]

La composición del arcosolio es similar a la de su padre. Se repite el arco carpanel con decoración vegetal alternando como novedad, registros antropomorfos de niños desnudos y ciertos animales que permanecen aislados y entrelazados entre la ornamentación vegetal, acorde, según el profesor Frías, con el gusto naturalista de la última parte del gótico y con esos modelos exornativos influenciados del foco toledano.[50] La caja sepulcral, con los ángeles tenantes sosteniendo el blasón, se divide, como el anterior caso, en dos bandas, la izquierda contiene el león rampante rodeado de veneras referente a su linaje, y el contiguo se dedica a las armas de su mujer: león rampante en cuya orla se alternan cuatro flores de lis de plata con cuatro hojas de higuera.[51]

Fig. 9. Sepulcro de Roberto de Santisteban. © Javier Herrera Vicente

Asimismo, se emula el zócalo ornamentado con los leones que repiten la misma función y formulación que en el anterior. Y de la misma manera, la epigrafía se coloca en el mismo lugar que en el sepulcro de su padre, manteniendo ese sentido tanto conmemorativo como individualizado. Reza así: AQUÍ YACEN EL NOBLE CABALLERO RUBERTE DE SANTISTEBAN É DOÑA ITABEL NIETA, SU MUJER, QUE PASARON DE ESTA PRESENTE VIDA [Final borrado].

Es el bulto yacente el que presenta un cambio interesante. En este caso, no se dispone tumbado en su lecho, descansando la espalda de manera horizontal al sepulcro, sino que se coloca de forma lateral en virtud de proporcionar una visibilidad total del cuerpo hacia el contemplador. El peso de la cabeza del yacente descansa sobre su mano derecha que, hábilmente, se ha ejecutado en contacto con su mejilla y que, sin duda, muestra el esfuerzo muscular a través de la colocación del codo por encima del hombro.

Por otro lado, la mano izquierda empuña con firmeza el atributo principal de su rango caballeresco, la espada. En el mismo orden de cosas, la rodilla de la pierna izquierda aparece sutilmente doblada en coordinación con esa postura recostada.

Desde luego, esta disposición ha suscitado el interés de la historiografía por intentar encontrar un modelo similar dentro de la producción escultórica hispana. El sepulcro del Doncel de Sigüenza se ha tomado como modelo de asimilación con el de Roberto de Santisteban. El primero en reseñar el nexo fue el historiador José Camón Aznar quien literalmente exponía: “Apoya la cabeza en una mano con el mismo gesto melancólico que el doncel de Sigüenza”[52]. Posterior a este, eran tanto Juan Domínguez Bermúdez como María José Redondo Cantera, como Alfonso Rodríguez G. de Ceballos quienes apostillaban las tesis del anterior y plasmaban esa posible correspondencia entre ambos sepulcros. Azcárate exponía que el Doncel era la obra representativa y pieza maestra para el estudio de la escultura funeraria castellana del siglo xv[53] y, por ende, no creo que sea inoportuno este enlace estilístico entre ambas ya que el gesto melancólico se evoca en ambos yacentes.

Además de esta más que posible conexión, Redondo Cantera expone que este tipo de sepulcro no fue común en territorio hispánico y que la mayor parte de los ejemplos proceden de Italia.[54] No dudo de la migración de formas desde el Mediterráneo a la Corona de Aragón, lugar en el que se encuentran varios de los sepulcros a los que alude la investigadora,[55] y tampoco pongo en tela de juicio que esta fórmula sea habitual en los contextos funerarios. Lo que sí habría que tener en cuenta es que estas escenas de sueño se habían registrado con anterioridad en Santiago de Compostela. Serafín Moralejo expondría la posibilidad de que el arte imperial romano, dependiente del estilo etrusco, fuera una hipotética inspiración directa de los modelos hispanos, pero además mostraba otra posibilidad de originalidad inconsciente santiaguesa, que se apoyaría en la tradición iconográfica del durmiente en otros contextos. Esta solución, que se da en el Panteón Real de Santiago, fuera nueva o renovada, se difundió, en palabras del investigador, de forma restringida en Compostela y en el norte de Portugal y, posteriormente a finales del xv, se la ve resurgir con cierta fuerza en Galicia.[56] La primacía de dicha posición de durmiente vuelto al espectador, que otorga Moralejo al ámbito gallego, parece garantizada, y no solo eso, explícitamente expone que ciertos ejemplares en Salamanca y Portugal (Pombeiro) parecen remitir al modelo compostelano.[57]

El sepulcro de don Diego López (Arcediano de Ledesma, 1342), emplazado en el brazo del crucero este de la Catedral de Salamanca, reposa en la cama con la disposición antes comentada, se lleva una mano a la mejilla en conexión con esas referencias al yacente dormido. A pesar de que este modelo tiene algunos cambios con respecto al compostelano dilucida, según la profesora Lahoz, su adecuación a los nuevos tiempos.[58] En definitiva, se perfila un modelo que se adaptará a las condiciones. Por ello, podría establecerse otra posible vía de pretéritos modelos de reproducción o influencia de formas, desde estos casos de durmiente hasta los que se van encontrando por el territorio peninsular conforme pasan los años y se ajustan a los condicionantes contextuales.

Pese a estos posibles débitos estilísticos que hacen hincapié en la forma artística, me pregunto: ¿se puede separar el significado de la forma? En ocasiones no hay duda de que ciertas composiciones parecen realizarse a modo de simple convención, o como modelos de reproducción inercial, pero creo firmemente que esta elección estética de efigiar al yacente vuelto hacia el contemplador guarda una significación que trasciende del simple modo de ejecución. Señalaba Meyer Schapiro que en el arte medieval coexistían modos de composición diferentes dentro del mismo estilo personal o colectivo, adaptados a los diferentes tipos de contenidos.[59] Esta posición recostada, en donde se muestra la cabeza de frente con una mirada de intimidad dirigida que penetra en el ser del contemplador, representa, a la vez que presenta, a un personaje que se carga de trascendencia por dicha frontalidad. Además, se refuerza por la comparación con los dos restantes bultos yacentes de la familia Santisteban que se efigian de perfil. Esta dualidad, del frontal y el perfil, no es homogénea, pues la pluralidad de significados de ambas posturas de la cabeza hace que sea imposible definir un arquetipo o una explicación consistente,[60] sin embargo, en este caso pienso que incidir en el simbolismo de una figura de estas características, inédita en la ciudad salmantina, es una vía que necesitaba de explicación más allá de una posible migración de estilemas procedentes de otros sepulcros.

En el mismo orden de cosas y a partir de este balance de fuentes y tesis presentadas con respecto al estilo que se tomaría para efigiar el bulto, se puede proceder a establecer un interrogante que intuyo es más determinante. Recuperando las primeras palabras de Camón Aznar, este definía el gesto como: “melancólico”. Tipificable a través de la gran influencia obtenida por la mano llevada al rostro que figura en el famoso grabado a buril “Melencolía I (1514 ca.)” de Alberto Durero, y cuya iconografía acaba difundiéndose en el tratado de Iconología de Cesare Ripa. Este ademán tiene ciertos precedentes en la Edad Media. Los hipocráticos definían la melencolia como una enfermedad y los escolásticos aristotélicos la ponían en nexo tanto con la locura como con la genialidad.[61] El caso es que pienso que esta imagen pretende mostrar ese ethos atrabílico que se ha dejado suscitar a través de esa historiografía. Pero sospecho que la dimensión que toma el gesto del yacente Roberto de Santisteban adopta una actitud contemplativa/devocional más que un sentimiento peyorativo del genio saturnino. Es un gesto que carga de sentidos el nexo entre bulto yacente y contemplador. En efecto, la imagen atrae la atención del que contempla y, en este caso, la experiencia sensorial se carga de la devotio que hace presente una evocación a la nobleza del personaje, que se completa no solo con la figura yacente, sino como antes se señalaba, junto con la heráldica que pespuntea la arquitectura. Por tanto, los sentidos se dejan llevar por la autoridad del personaje y evaden ese patetismo, ese exceso dramático. Esta concepción melancólica es característica de este ocaso de la Edad Media como diría Azcárate, pues se hace patente en el arte flamenco así como en gran parte de la pintura del Quattrocento.[62] Es una formulación que expresa la incorruptibilidad del cuerpo que espera la ansiada resurrección y que se evoca en ese gesto meditativo.

A pesar de la ejecución de los ojos abiertos, sus facciones parecen mostrar un estado apacible, una situación de un adormecimiento sobrevenido en espera de resurrección. Esta sensación incorruptible del rostro entra en tensión con los ojos y con la caracterización con el que se le efigia. Del textil, destaca la capa con broche que se derrama en formas de olas y que provoca una sensación real. Como puede comprobarse y como sucedía anteriormente, a esta vertiente escatológica se le suma la conmemorativa terrenal. De la misma manera que sucedía con el finado Diego de Santisteban, la vestimenta permanece ligada a su tiempo, en este caso al ocaso del siglo xv y comienzos del xvi. Como ya apuntara Martínez Frías se le retrata con arnés, zapatos borgoñoneses y una gorra. En efecto, la moda de comienzos de siglo estuvo marcada por las gorras, y en este caso puntual la tipología que porta es de origen “alemán”, adoptada por la moda internacional, pues es una gorra con vuelta acuchillada cuyo primer ejemplo fechado lo tenemos en 1521.[63] Lo mismo sucede con la melena, que a pesar de su inalterada forma, es el fiel reflejo de la moda que se estilaba a principios de siglo en la corte austriaca del emperador Maximiliano.

En clara distinción con esa faz de reposo, el paje a sus pies, en una dimensión menor a la del finado, esboza una sutil mueca que intuyo viene a mostrar esa nota de dolor humano, ese patetismo impregnado de realidad que no solo presenta esa fidelidad del personaje, sino que aporta esa vanidad de la vida, esa añoranza ante la muerte del ser querido. Al mismo tiempo, esta figura del paje ayuda a fomentar los ideales de poder de la oligarquía salmantina. Asimismo, la celada que sostiene está adornada con una paloma y un ángel, motivos que simbolizan al fiel que recibe el don cristiano de acceder al paraíso supraterrenal; en efecto, otra simbología de preocupación escatológica.

La historiografía había insistido hasta el momento en la descripción iconográfica de esta escultura funeraria, pero se ha de pensar en trascender, como diría Burke,[64] este encuadre descriptivo y atender al problema esencial: el poder de esta imagen. La figura dispuesta como un pseudo-durmiente vestido como caballero cristiano parece acaparar el resto de la estancia, ya bien sea por la dimensión elevada del sepulcro, o por su posición central en lado occidental de la capilla. Se presta a la experiencia sensorial como el gran caballero de la familia, su posición de perfil, donde aún es latente un hálito de vida, contrasta con la de su predecesor —el contiguo sepulcro antes investigado—, tumbado en su lecho; y el que se situaría frente al finado “pseudo-durmiente”, el citado Andrés de Santisteban, nieto de Roberto de Santisteban. Entendiéndolos así, puede ser el primer paso para recomponer esa posible visualización de todo el complejo donde la figura de Roberto de Santisteban, por su posición frontal y tamaño, pudiera priorizar la visión de la población salmantina en los comienzos del siglo xvi.

Finalmente, y completando los tres familiares del linaje, se encuentra en el lado de la epístola, el bulto yacente de Andrés de Santisteban (Fig. 10).

Fig.10. Sepulcro de Andrés de Santisteban. © Javier Herrera Vicente

Anteriormente ya se aludía a la no correspondencia entre el sepulcro y el bulto yacente de este finado, la traslación de la escultura desde el ábside del evangelio, y la fecha de su muerte en el año 1589. A esta información habrá que sumar el sucinto análisis que realiza Martínez Frías, donde resalta “su buena talla […] con el rostro idealizado, con espada y acompañado de la figura del paje con yelmo”[65]. Esta es toda la información que la historiografía ha proporcionado de este yacente a la que, pienso, se debe coadyuvar un análisis pormenorizado tanto a nivel formal como simbólico.

El bulto funerario de Andrés de Santisteban se caracteriza por su representación como figura arquetípica de soldado cristiano perteneciente a la oligarquía caballeresca salmantina. Solución que sigue los modelos de sus antepasados, pero que varía en cuanto al estilo de dicho “arnés de guerra”, pues es la representación culminante del reflejo evolutivo tanto de la armadura como de los textiles. En correspondencia con la moda hispánica, se moldea en su cuello la definida como gola, gorguera, prenda indispensable en la caballería. La vestimenta denota la adecuación a los nuevos tiempos, aunque la posición con la que se ejecuta esta escultura sigue mostrando el mismo motivo tipológico: echado sobre la cama sosteniendo la espada como atributo principal del poder del caballero medieval. Pervive, a finales del siglo xvi en Salamanca, una solución yacente que rememora esos tratamientos propios del medievo y que la historia, sistematizada y subyugada a la concepción isocrónica del tiempo, incluiría en la denominada Edad Moderna. Y es cierto, cuesta trabajo despegarse del organicismo temporal, a pesar de que, como ya expusiera Focillon, en el fondo de nosotros mismos no ignoramos el devenir, la concepción de un tiempo fluido, una historia que puede ser concebida como una superposición de presentes que se extienden con gran amplitud.[66]

Ahora bien, es cierto que hay elementos que muestran un avance en las formas no solo en la manera de vestir, que indudablemente sujeta al finado a su tiempo y evoca ese memorial profano, sino que los gestos también vislumbran ese avance. La mano derecha sostiene la espada con firmeza sobre el pecho, pero la mano izquierda presenta un cambio interesante, se ha efigiado hábilmente saliéndose del borde de la cama. Un motivo que no se adapta al lecho y que rompe el marco de la escultura funeraria evidenciando un arte posterior. A este respecto había sido Camón Aznar quien, en clara confusión al realizar la investigación de la parroquia de San Martín y referirse a los sepulcros del lado de la Epístola, expuso: “Pedro Sánchez que murió en 1472 va vestido con armadura. Una mano se apoya en la espada; la otra, delicadamente tallada en la urna”[67]. En efecto, a pesar de la equivocación identificatoria destaca la mano que se coloca fuera de la cama yacente como motivo a reseñar.

En cuanto al tratamiento de la faz del finado, los ojos abiertos retrotraen a los argumentos anteriormente citados de yacente vinculado a los conceptos de bienaventurado, de efigie de eterna juventud, que sugieren el estado de reposo y la espera a la entrada en el paraíso. Una ejecución de la faz que confirma la visualización del conjunto, como diría Otto Pächt, “sub specie aeternitatis” no como un proceso, sino como la representación de su significado que rompe la concepción del tiempo lineal.[68] Aunque en tensión con estas vinculaciones conmemorativas, el pelo poblado, rizado y una espesa barba entran en conflicto con la más que evidente idealización lo que le otorga unas tonalidades naturalistas. A pesar de estos rasgos individualizados, se debe ser consciente de que, al fin y al cabo, tanto en este sepulcro como en los otros dos restantes lo que de verdad interesaba era esa proyección institucional, testimoniada por el arnés de guerra. Son signos de distinción, de su inclusión en la oligarquía salmantina, una iconografía adaptada a unos modelos que no solo retrotraen las formas de una vetusta armadura, sino que también reflejan la ideología dominante.

En otro orden de cosas, se ha de señalar que pervive la solución del paje colocado a los pies del caballero ataviado con la gola característica de la época y prestando el yelmo, pero esta vez se ejecuta en una posición un tanto tumbada, de costado, una solución inédita en la escultura funeraria salmantina.

Reflexiones finales

La capilla de san Blas, perteneciente a la familia Santisteban, contiene toda una serie de artefactos artísticos ya bien sean bultos funerarios o imágenes heráldicas que componen un entorno sagrado y conmemorativo. Un espacio funerario en el que todas las imágenes establecen un diálogo simbólico unas con otras relacionándose entre sí, reforzando y reactivando sus significados.

La recomposición visual original plantea problemas ya que debe ser recreada por el lector o lectora de estas líneas con los tres bultos funerarios localizados en la capilla. De esta manera, la intervisualidad entre los finados, la epigrafía y la heráldica, evocarían un lugar con una fuerte carga genealógica, un verdadero espacio de ostentación del linaje, y, a su vez, un lugar que contendría una gran carga soteriológica ya que la localización de esta capilla en la zona del evangelio acentúa su carácter de lugar santo junto con la protección de su advocación. Por otro lado, los oficios sagrados que se realizarían dentro del espacio eclesial harían que los fieles se acordasen de los fallecidos reavivando así el memorial tanto de ostentación como de salvación.

Unos ecos de memoria que emanan de las imágenes y que se propagan en el interior de la capilla y a través de la heráldica situada en el ábside exterior de dicha estancia. Una acentuación propagandística del linaje proyectada hacia la sociedad salmantina, en un enclave topográfico primordial en la urbe.

El haber sido estudiadas estas imágenes por separado hacía que el interés recayese en la descripción individual dejando en segundo plano la relación entre los propios artefactos artísticos con el entorno. De esta manera se perdía esa carga simbólica que refleja el conjunto.

En este empeño por tratar de recomponer el guion original, se ha intentado mostrar que el arte es refractario a cualquier tentativa categorizadora, que desafía la racionalización y sistematización por géneros, pues como acertadamente expusiera Gilles Deleuze y Félix Guattari, estamos dominados por sistemas arborescentes, sistemas jerárquicos que aún dominan los sistemas historiográficos.[69] Como alternativa, el patrón de organización de rizoma obliga a dejar de someter a una única finalidad la producción del arte, vislumbrando toda una serie de dinámicas que afectan y elaboran las imágenes. Precisamente, se ha otorgado al lector o lectora una visión inseparable entre géneros, un conjunto estudiado de manera unitaria para evitar la fragmentación todavía habitual en la investigación artística.

Con este sustento teórico, se ha desbancado la idea de la escultura funeraria como una simple forma inflexible, al igual que aquellas tesis que abogaban por contemplar al yacente como un personaje hundido en un penetrante sueño de eterna belleza que se ha quedado mudo, inmóvil e indiferente. Se ha insistido en que estos artefactos de petrificación de memoria, junto con su entorno y usos que los circundan, trascienden del corpus iconográfico, revelando un claro simbolismo. La escultura funeraria ostenta la función de emisión del poder caballeresco, de impulso devocional con vocación prioritaria de implicar al espectador y, por supuesto, de pervivencia de la memoria proyectada a través de los estilemas.


[1] Jaques LE GOFF, Una Edad Media en imágenes, Barcelona, Paidós, 2000, pp. 161-179.

[2] En las fuentes puede aparecer: Santisteban, Santistevan, Santiesteban.

[3] Para un acercamiento general a la iglesia de San Martín véase: José María MARTÍNEZ FRÍAS El arte románico en Salamanca, Salamanca, La Gaceta, 2004; José María MARTINEZ FRÍAS, Manuel PÉREZ HERNÁNDEZ, Lucía LAHOZ, El arte gótico en Salamanca, Salamanca, La Gaceta, 2005; Alfonso RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Guía artística de Salamanca, León, Lancia, 2014, pp. 58-59; Cayetano ENRÍQUEZ DE SALAMANCA, Rutas del románico en la provincia de Salamanca, Salamanca, Ecs, 1989 o incluso las primeras alusiones de Antonio Ponz a la portada sur y el retablo de la capilla mayor: Antonio PONZ, Viage de España, en que se da noticia de las cosas más apreciables, y dignas de saberse, que hay en ella, Tomo duodécimo, Madrid, Por D. Joachin Ibarra, 1783, p. 247. La monografía dedicada a la Plaza Mayor de Salamanca alberga la mayor cantidad de información del edificio: José María MARTÍNEZ FRÍAS, José Luís MARTÍN MARTÍN, Ángel VACA LORENZO, “La plaza de San Martín. La cristalización de la Plaza Mayor de Salamanca: el tiempo de su génesis y formación” en Ángel VACA LORENZO, Nieves RUPÉREZ ALMAJANO (coords.), Antecedentes medievales y modernos de la plaza. Tomo I, Salamanca, Caja Duero, 2005.

[4] Esta es la fecha aproximada en la que se ha datado la iglesia a través de investigaciones relacionadas con el estilo arquitectónico. Véase: José María MARTÍNEZ FRÍAS, José Luís MARTÍN MARTÍN, Ángel VACA LORENZO op. cit. (nota 3, 2005), p. 143.

[5] Manuel GÓMEZ MORENO, Catálogo monumental de España, Provincia de Salamanca, Madrid, 1967, p. 166. A estas reformas ya aludidas por Gómez Moreno se han documentado otras en el siglo xvi como las del coro alto y la escalera estudiadas por Ana Castro Santamaría, o el atrio investigado por Rodríguez G. de Ceballos.

[6] La epigrafía del sepulcro deja bien claro el año 1488 como año de defunción, en cambio, la cartela que acompaña al sepulcro tiene anotado el año de 1483.

[7] Puerta septentrional de la iglesia de San Martín. Véase: José María MARTÍNEZ FRÍAS, José Luís MARTÍN MARTÍN, Ángel VACA LORENZO, op. cit. (nota 3), p. 161.

[8] Manuel VILLAR y MACÍAS, Historia de Salamanca. Libro II. Desde la repoblación a la fundación de la Universidad, Salamanca, Graficesa, 1973, p. 121.

[9] Ibidem, pp. 121-122.

[10] AGS, Registro General del Sello, leg 148603, 49.

[11] John BERGER, Modos de ver, Barcelona, Gustavo Gili, 2016, p. 23.

[12] Walter BENJAMIN, Iluminaciones, Madrid, Taurus, 2021.

[13] Jan BIALOSTOCKI, El arte del siglo xv de Parler a Durero, Madrid, Istmo, 1989, p. 237.

[14] Hans BELTING, Faces. Una historia del rostro, Madrid, Akal, 2021, pp. 140-141.

[15] Debo agradecer al profesor D. Mariano Casas Hernández por su ayuda en la identificación.

[16] Realizo una transcripción con la acentuación ortográfica actual. BDPI, MSS/3424, 43r-43v.

[17] Nieves RUPÉREZ ALMAJANO, Mª del Mar GRAGERA RODRÍGUEZ, “La plaza Mayor desde fines del medievo hasta 1729”, en Ángel VACA LORENZO, Nieves RUPÉREZ ALMAJANO (coords.), Antecedentes medievales y modernos de la plaza. Tomo I, Salamanca, Caja Duero, 2005, p. 286.

[18] Ibidem, p. 264.

[19] Serafín MORALEJO, “La iconografía regia en el reino de León (1157-1230)”, en II Curso de cultura medieval. Seminario Alfonso VIII y su época, Centro de Estudios del Románico, 1990, p. 140.

[20] Byung-Chul HAN, La sociedad de la transparencia, Barcelona, Herder, 2013, p. 55.

[21] Michael CAMILLE, Arte gótico. Visiones gloriosas, Madrid, Akal, 2005, pp. 19-20.

[22] Rudolf ARNHEIM, Arte y percepción visual. Psicología del ojo creador, Madrid, Alianza, 2002, p. 287.

[23] Lucía LAHOZ, “De palacios y panteones. El conjunto de Quejana: imagen visual de los Ayala”, en Catálogo de la Exposición Canciller Ayala, Diputación Foral de Álava, 2007, p. 76.

[24] Habría que especificar esta idea ya que Philippe Ariès exponía que esta relación entre los dos mundos pervivía con la misma fuerza en casos excepcionales de reyes, santos y objetos de veneración, pero que comenzaban a surgir dudas con el resto de yacentes. Phillipe ARIÈS, El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus, 1983, p. 174.

[25] Tomo las expresiones de tendencia escatológica y voluntad conmemorativa de Panofsky. Véase: Erwin PANOFSKY, Tomb Sculpture: Four Lectures on Its Changing Aspects from Ancient Egypt to Bernini, New York, Harry N, Abrams, 1992.

[26] Phillipe ARIÈS, op. cit. (nota 24), pp. 203-204.

[27] Erwin PANOFSKY y Fritz SAXL, Mitología clásica en el arte medieval, Vitoria-Gasteiz, Sans Soleil, 2015, p. 107.

[28] Carmen BERNIS MADRAZO, Indumentaria medieval española, Madrid, Instituto Diego Velázquez, 1956, pp. 46-47.

[29] Lucía LAHOZ, “Imagen, discurso y memoria en la práctica gótica”, en Mariano CASAS HERNÁNDEZ (coord.), La Catedral de Salamanca: de Fortis a Magna, Salamanca, 2014, p. 253.

[30] Rocío SÁNCHEZ ALMEIJEIRAS, “Un espectáculo urbano en la Castilla medieval: las honras fúnebres del caballero”, Semata: Ciencias sociais e humanidades, 6 (1994), p. 148.

[31] Federico REVILLA, Diccionario de Iconografía y simbología, Madrid, Cátedra, 2016, p. 584.

[32] José María AZCÁRATE RISTORI, “El maestro Sebastián de Toledo y el Doncel de Sigüenza”, Wad-al-Hayara: Revista de estudios de Guadalajara, 1 (1974), p. 18.

[33] Lucía LAHOZ, “Imagen y memoria: la Portada Rica de las Escuelas”, Las artes ante el tiempo. XXIII Congreso nacional de Historia del arte, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2021, p. 211.

[34] Vicent DEBIAIS, “Intención documental, decisiones epigráficas. La inscripción medieval entre el autor y su audiencia”, en Alicia MARCHANT RIVERA, Lorena BARCO CEBRIÁN (eds.), Escritura y Sociedad: el clero, Granada, Comares, 2017, p. 71.

[35] Lucía LAHOZ, “El ámbito de los textos”, en Pedro Manuel CÁTEDRA, (dir.), Libros, bibliotecas y cultura visual en la Edad Media, Salamanca, IEMYRhd, 2020, p. 206.

[36] El hecho de que su mujer no tenga un sepulcro individualizado en la capilla puede determinar su escasa importancia o una querencia personal. Es un filón literario que necesita de una investigación en profundidad en próximos estudios.

[37] Hans BELTING, Antropología de la imagen, Buenos Aires, Katz Editores, 2007, p. 144.

[38] Clara Isabel LÓPEZ BENITO, La nobleza salmantina ante la vida y la muerte (1476-1535), Salamanca, Ediciones de la Diputación de Salamanca, 1991, pp. 281-282.

[39] Estos rituales se condensan en el Sínodo de 1497 nº 44 titulado: Constitucion quarenta e quatro, en que ordena los gastos que los herederos e testamentarios pueden hacer por los defunctos, asi en lutos como en cera o en otros gastos. Véase Antonio GARCÍA y GARCÍA, Synodicon Hispanum. IV Ciudad Rodrigo, Salamanca y Zamora, Madrid, Biblioteca de autores cristianos, 1987, pp. 402-404.

[40] Rocío SÁNCHEZ AMEIJEIRAS, op. cit. (nota 30), p. 152.

[41] Sonia CABALLERO ESCAMILLA, “Los espacios y los discursos de la muerte en el arte medieval hispano”, en M. ESPINAR MORENO (coord.), La muerte desde la Prehistoria a la Edad moderna. Acción formativa. Doctorado. Universidad de Granada, Granada, 2018, p. 348.

[42] Manuel GÓMEZ MORENO, op. cit. (nota 5), pp. 169-170.

[43] Sonia MORALES CANO, Moradas para la eternidad. La escultura gótica funeraria, Madrid, Biblioteca Nueva, 2012, p. 63.

[44] Hablo de modelo de reproducción y no copia porque como, acertadamente, señalaba Serafín Moralejo, quizás este concepto de copia fuera ajeno a la Edad Media, pues la reproducción se daba por supuesta. Véase Serafín MORALEJO, “Modelo, copia y originalidad, en el marco de las relaciones artísticas hispano-francesas (siglos xi-xiii)”, en Actas del Vº Congreso español de Historia del Arte, Barcelona; 29 de octubre a 3 de noviembre de 1984, Barcelona, 1987, p. 90.

[45] A este respecto, Fernando Araújo determinó que dichos animales eran leopardos, sin embargo, la historiografía posterior (Gómez Moreno y Martínez Frías) se decantó por identificarlos como leones. Véase Fernando ARAÚJO, La reina del Tormes: guía histórico-descriptiva de la ciudad de Salamanca, Salamanca, Jacinto Hidalgo, 1884, p. 221.

[46] José María MARTÍNEZ FRÍAS, José Luís MARTÍN MARTÍN, Ángel VACA LORENZO, op. cit. (nota 3), p. 177.

[47] Émile MÂLE, El Gótico. La iconografía de la Edad Media y sus fuentes, Madrid, Ediciones Encuentro, 1986, p. 60.

[48] AGS, Consejo Real de Castilla (CRC), 32-15, 8r-9v.

[49] Manuel VILLAR y MACÍAS, op. cit. (nota 8), p. 123.

[50] José María MARTÍNEZ FRÍAS, José Luís MARTÍN MARTÍN, Ángel VACA LORENZO, op. cit. (nota 3), p. 178.

[51] Se atestigua a través de Vicente de CÁRDENAS y VICENT, Repertorio de blasones de la Comunidad hispana, T2, Madrid, Hidalguía, 1969.

[52] José CAMÓN AZNAR, Salamanca: (guía turística), Salamanca, Junta Provincial de Turismo, 1932, p. 18.

[53] José María AZCÁRATE RISTORI, op. cit. (nota 32), p. 7.

[54] María José REDONDO CANTERA, El sepulcro en España en el siglo xvi: tipología e iconografía, Madrid, Ministerio de Cultura, 1987, p. 132.

[55] Alude a Bernardo de Villamarí en el monasterio de Montserrat y Ramón Folch de Cardona, entre otros.

[56] Serafín MORALEJO ÁLVAREZ, Escultura gótica en Galicia (1200-1350), Santiago de Compostela, Universidad de Santiago, 1975, pp. 17-18.

[57] En la nota al pie de página nº 27. Serafín MORALEJO ÁLVAREZ, “¿Raimundo de Borgoña (†1107) o Fernando Alfonso (†1214)? Un episodio olvidado en la historia del Panteón Real compostelano”, El Museo de Pontevedra, 43 (1989), p. 168.

[58] Lucía LAHOZ, op. cit. (nota 29), pp. 257-258.

[59] Meyer SCHAPIRO, Palabras, escritos e imágenes. Semiótica del lenguaje visual, Madrid, Ediciones Encuentro, 1998, p. 61.

[60] Ibidem, p. 80.

[61] Rudolf WITTKOWER, Margot WITTKOWER, Nacidos bajo el signo de Saturno, Madrid, Cátedra, 1988, p. 104.

[62] José María AZCÁRATE RISTORI, op. cit. (nota 32), p. 22.

[63] Carmen BERNIS MADRAZO, Indumentaria española en tiempos de Carlos V, Madrid, Instituto Diego Velázquez, 1962, p.35.

[64] Peter BURKE, Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico, Barcelona, Crítica, 2005, p. 53.

[65] José María MARTÍNEZ FRÍAS, José Luís MARTÍN MARTÍN, Ángel VACA LORENZO, op. cit. (nota 3, p. 174.

[66] Henri FOCILLON, La vida de las formas seguida de Elogio de la mano, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 2010, pp. 98-100.

[67] José CAMÓN AZNAR, op. cit. (nota 52), p. 18.

[68] Otto PÄCHT, Historia del arte y metodología, Alianza, Madrid, 1986, p. 32.

[69] Gilles DELEUZE, Félix GUATTARI, Rizoma. Introducción, México D.F, Ediciones Coyoacán, 1996, p. 19.

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ISSN 2451-6821 (en línea)

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